[Gone but not forgotten, por John William Waterhouse, 1873]
"La ciencia histórica nos deja en la incertidumbre acerca de los individuos. Sólo nos revela aquellos puntos en que se unieron a las acciones generales (...) estos hechos individuales sólo tienen valor porque modificaron los acontecimientos o porque habrían podido desviar su curso. Son causas reales o posibles. Hay que dejárselas a los científicos (...) Las ideas de los grandes hombres son el patrimonio común de la humanidad: lo único que ellos realmente poseyeron fueron sus extravagancias. El libro que describiese a un hombre con todas sus anomalías sería una obra de arte, como una estampa japonesa en la que se ve eternamente la imagen de una pequeña oruga descubierta una vez a una hora particular del día. Las historias no dicen nada de estas cosas. En la basta colección de materiales que proveen los testimonios, no hay muchos fragmentos singulares e inimitables. Los biógrafos antiguos son especialmente avaros. Como no apreciaban mucho más que la vida pública o la gramática, nos transmitieron de los grandes hombres sus discursos y los títulos de sus libros. Fue el mismo Aristófanes el que nos dio la alegría de saber que era calvo, y si la nariz chata de Sócrates no hubiera sido usada en comparaciones literarias, y su costumbre de caminar descalzo no hubiera formado parte de su sistema filosófico de desprecio por el cuerpo, sólo habríamos conservado de él sus interrogatorios sobre moral. Los chismes de Suetonio no son más que polémicas rencorosas (...) Estamos reducidos a consultar a Ateneo, a Aulo Gelio, a los escoliastas y a Diógenes Laercio, que creyó haber compuesto una especie de historia de la filosofía (...) Por desgracia, los biógrafos siempre creyeron que eran historiadores. Y así nos privaron de retratos admirables. Supusieron que sólo podía interesarnos la vida de los grandes hombres (...) Si se tentara el arte (...) no haría falta describir minuciosamente al hombre más grande de su tiempo, o señalar las características de los más célebres del pasado, sino contar con la misma dedicación las existencias únicas de los hombres, hayan sido adivinos, mediocres o criminales"
Como verá quien se acerque a la etiqueta "Epigraphica" de este blog, desde el curso 2019-2020 impartimos, en el Diploma de Arqueología que ofrecemos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, la asignatura "Epigrafía e instituciones romanas". En las sesiones introductorias a la materia solemos poner el acento -como hacemos todos los que nos dedicamos a "la ciencia de las inscripciones"- en de qué modo las inscripciones romanas arrojan luz sobre aspectos que, acaso, no interesaron a los historiadores antiguos que vivieron en la época en que dichas inscripciones se generaron y, especialmente, esa luz la aportan a través, sobre todo, de la técnica prosopográfica, que nos obsequia con información biográfica sobre esos individuos que vivieron hace 2.000 años y cuya memoria, cuyo recuerdo, viaja todavía en esos auténticos monumenta que fueron las inscripciones latinas. Existen en la bibliografía "clásica" sobre Epigrafía Romana abundantes textos que reivindican el papel como fuentes históricas de los documentos epigráficos, varios, de hecho, aparecen citados en esta publicación nuestra de hace algunos años, con bibliografía.
Se trata, por tanto, de una reivindicación muy parecida a la que abre estas líneas. Nacida de la pluma del francés Marcel Schwob -que es uno de los representantes del simbolismo francés de finales del siglo XIX- e incluida en el "Prólogo" de sus Vidas imaginarias, publicadas en 1896 (pp. 15-24 de la edición de Editorial Losada, Buenos Aires, 2008) esa reflexión ahonda en la diferencia entre historia y biografía y en el rol que, en la construcción del discurso histórico, han desempeñado siempre las acciones notables de los hombres notables quedando fuera de aquél, a menudo, la vida cotidiana, acaso sin brillo, de la gente del común.
Pues bien, esa vida es la que, habitualmente, emerge a través de la documentación epigráfica. Una inscripción funeraria, por ejemplo, es una ocasión inmejorable para que el historiador se haga preguntas que trasciendan, incluso, al propio texto y, al responderlas, trate de dar voz, a través de lo que el texto cuenta, a sus protagonistas, al comitente, al finado que en el titulus, en la inscripción, se conmemora, y, también, a las circunstancias que rodearon el hecho mismo de la dedicación de la pieza e, incluso, de su llegada hasta nosotros a través de una traditio, de una transmisión que, textual o material, resulta siempre fascinante. Hace unos días, de hecho, reflexionábamos sobre esto en clase a propósito de esta conocida pieza del extraordinario repertorio del Museo Nacional de Arte Romano de Mérida (AE 1967, 190).
El monumento en cuestión, un sensacional dintel arquitectónico, disfruta, en su texto, de una extraordinaria ordinatio, de una paginación cuidadísima (se recomienda pinchar en la ficha digital de esta inscripción en el interactivo Corpus Inscriptionum Latinarum Augustae Emeritae para descubrir todos los detalles sobre este singular epitafio). En ella, sin embargo, sorprende que exista un vacío notable -en el que cabría, al menos, una línea de texto más- bajo la l. 3 en la que aparece la fórmula final h(ic) s(itus) e(st) s(it) t(ibi) t(erra) l(euis): "aquí está enterrado, que la tierra te sea leve". ¿Por qué ese hueco? ¿Fue acaso que el scriptor, el artesano encargado de grabar la inscripción, se distrajo en el proceso de traslado del borrador -la forma- a la pieza y calculó mal los espacios o, sencillamente, cuando empezó a usar su scalprum, su cincel, no reparó en la citada forma y en que el texto no iba a ser tan largo como el bloque, por su tamaño, anchura y altura, permitía? (recuérdese que el tema de la producción de los documentos epigráficos en la Antigüedad romana ha merecido varias entregas agrupadas bajo el título "De quadratorio titulorum" en este mismo espacio). ¿Fue, acaso, que en el proceso de traslado de la forma a la pieza alguien interrumpió al artesano y eso frustró su concentración llevándole a calcular mal la paginación del texto? ¿O, fue que, como parece más que probable dada la calidad del material en que la pieza fue grabada -extraordinario mármol de Estremoz- quizás el comitente pensó en que también el monumento en que obraría esta inscripción -acaso sobre la puerta de acceso a él- le acogería a él cuando muriera, además de a C. Flauius Sabinus, cuyo nombre luce en espléndidas litterae quadratae en ll. 1 y 2, y que, llegado ese momento, si fuera el caso, alguno de sus piadosos descendientes esculpiría su nombre, cosa que luego nadie hizo? Cualquiera de las opciones son probables y todas, desde luego, inciden, como recordaba el texto que abría este post, en los entresijos biográficos que hay detrás de la lectura, contextualización y datación de las inscripciones romanas que deben ser los objetivos de la acción de cualquier epigrafista.
Y es que, en esencia, interpretar una inscripción latina, obtener de ella toda la información histórica con que ésta pueda obsequiarnos es lo más parecido a acometer una narrativa biográfica que traiga, de nuevo, a los protagonistas de ese titulus a la vida y que consiga que, como decía Marcel Schwob en el texto que abría esta entrada, sus aspectos biográficos pasen a ser relevantes también para el historiador. En definitiva se trata de efectuar una suerte de story-telling que, como técnica de la narrativa moderna, ha invadido ya el campo de los estudios epigráficos y es empleada de forma recurrente en la creación de contenidos de carácter pedagógico que tengan las inscripciones romanas en el centro. Ya hablamos de esto, de hecho, a propósito del volumen final del proyecto "Valete uos uiatores" -profusamente representado en la etiqueta de ese mismo nombre en este blog- y, también, a propósito de una reciente publicación epigráfica realizada en torno al sensacional catálogo epigráfico del Museo Nazionale Romano, en Roma. Esta última en la entrada "Bonis bene".
Fue gracias a la última edición de la Semana Romana de Cascante, el pasado mes de septiembre, que tuvimos conocimiento, gracias a Francisco García Jurado, Catedrático de Filología Latina de la Universidad Complutense de Madrid y a sus reflexiones recurrentes sobre las ficticias historias de la Literatura Latina de las que da cumplida cuenta en su -tantas veces recomendado aquí- blog "Reinventar la Antigüedad", que fue precisamente Marcel Schwob uno de los pioneros de esta técnica del story-telling epigráfico y que lo fue, de hecho, en las Vidas imaginarias, el trabajo con un extracto de cuyo prólogo abríamos estas líneas. En esa deliciosa obrita Schwob recoge veintidós singulares biografías siete de las cuales (Empédocles, Eróstrato, Crates, Séptima, Lucrecio, Clodia y Petronio) están ambientadas en el mundo grecorromano. Aunque en todas ellas -de no más de tres páginas- se deslizan interesantes y sugerentes ambientaciones sobre el mundo antiguo y sobre su vida cotidiana, es el cuento sobre "Séptima, encantadora" -a veces traducido como "Séptima, hechicera"- el que mejor recoge una temática de carácter epigráfico. De hecho, el propio García Jurado ya se dedicó a él en un extraordinario y monográfico post en "Reinventar la Antigüedad". Reproducimos aquí el texto del citado cuento tomado de la edición digital de las Vidas imaginarias de Ediciones Godot (Buenos Aires, 2015), disponible en Digitalia Hispanica.
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