La herencia y legado del mundo romano han preocupado, especialmente en la última década, a Oppida Imperii Romani. Antiguos posts de este espacio se han entretenido en recopilar lo que el mundo romano, y el antiguo en general, pueden enseñar a quienes se están formando en las aulas de Secundaria y Bachillerato ("Antiqua tempora?", de 2013) o a quienes están a punto de iniciar su carrera profesional tras su paso por la Universidad ("Praecepta ex Historiae corde", de hace apenas unas semanas) mientras que otros posts se han detenido sobre las razones de la fascinación que el mundo romano ejerce todavía en la sociedad actual, con datos e indicadores concretos de su éxito ("Rerum gestarum memoria", de 2020) o sobre algunas de esas creaciones romanas, eternas, que todavía siguen, y seguirán, vigentes ("Roma Aeterna", de 2015). En otras ocasiones, han sido las reflexiones sobre el trabajo de otros -como el visitadísimo post "Omnes libellos", de este mismo 2021- las que nos han permitido abordar ese legado y reflexionar sobre la recepción -y, con ella, también construcción, y hasta manipulación- que hacemos de la Antigüedad en el presente un tema para el que existe un blog inigualable, tan visitadísimo como recomendable, que se ocupa de la cuestión de manera monográfica, "Reinventar la Antigüedad", del Catedrático de Filología Latina Francisco García Jurado, de la Universidad Complutense de Madrid y al que ya hemos aludido aquí en otras ocasiones.
En nuestros siempre satisfactorios cafés con alumnos en la cafetería del Edificio Central de la Universidad de Navarra, hace apenas unos días, la misma alumna que, en un post anterior, os contaba que, inspirándose en Julián Marías, había escrito en un ensayo de la asignatura "Mundo Clásico" que "Roma es pasado y proyección" vino a uno de esos encuentros matinales portando varios libros que estaba trabajando para la asignatura "Modelos literarios de la Antigüedad Clásica", del Grado en Filología Hispánica que ofrece la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad. Entre ellos llamó nuestra atención una Antología de la poesía latina editada por Alianza Editorial (colección Clásicos de Grecia y Roma) en 1981 -y con múltiples reediciones hasta 2010, que dan prueba de su éxito- que compilaba una selección de textos de poetas latinos, desde Livio Andrónico, del siglo III a. C., hasta Ausonio, del siglo IV d. C.- traducidos por Luis Alberto de Cuenca y por Antonio Alvar. Para que luego digan que los docentes no aprendemos de nuestros estudiantes, apenas ella devolvió el libro a la Biblioteca de la Universidad, nos apresuramos a solicitarlo. Al ver el libro comentamos a esa estudiante que debíamos leer más Literatura Latina -y esto lo escribe un historiador de la Antigüedad que pasa su vida entre fuentes literarias antiguas, aunque no sólo como, por otra parte, exige el método de investigación- y, con la excusa de traer a Oppida Imperii Romani un elenco de lo que ésta, y en particular la poesía, puede enseñarnos -del tenor del post que, hace ahora un año, publicamos a partir de una selección de inscriptiones parietariae de las ciudades vesubianas- hemos podido disfrutar y trabajar esa deliciosa antología en estas últimas semanas y -siguiendo las recomendaciones de quienes saben de verdad sobre blogs académicos y definen el gestionarlos como "la aventura de escribir"- convertir su contenido en materia de inspiración de una nueva entrada que se une a la lista, creciente, de reflexiones sobre el legado de Roma con que abríamos estas líneas y a las que animamos siempre a volver para la reflexión. Lo hacemos, además, con la esperanza de que, que, como escribió el poeta latino Pacuvio y hemos titulado este post, éstas, "conmuevan las almas" (Pacuv. 187).
Quien disfrutó con lo que los grafiti pompeyanos nos enseñaban en aquel post de hace un año -justo en el peor contexto de la primera ola del Covid-19- recordará que mensajes como la importancia del amor, la necesidad de la previsión y de la anticipación ante los problemas, la conveniencia de la sobriedad en la opinión y las aportaciones de la prudencia para la acción humana estaban presentes en esos textos epigráficos a los que Gabriel Sanders llamó con acierto "littérature de rue" (SANDERS, G., "Les inscriptions latines païennes et chrétiennes: symbiose ou métabolisme", Revue de l'Université de Bordeaux, 1, 1977, pp. 44-64). Resulta, cuando menos, sugerente que, precisamente, sobre algunas de esas cuestiones vuelvan algunos de los textos poéticos recogidos en la Antología cuya portada encabeza este post, textos nacidos del stylus de algunos de los mejores poetas de Roma y cuyos valores, por lo visto, calaron socialmente, de ahí su presencia, más o menos transformados, en los tituli scariphati de Pompeya y su reconocimiento, veinte siglos después, como valores universales, deseables, compartidos. Así, por seguir el orden de los tópicos antes citados, Catulo animaba a su amada Lesbia a combatir con el amor (Catull. 5) esta "breve luz" (breuis lux) que es la vida; Horacio, por ejemplo (Hor. Carm. 1, 14) llamaba a la prudencia, a la confianza (fidit) y a mantenernos en guardia (caue), siempre, si no queríamos ser "juguetes del viento" (tu nisi uentis, debes ludribium, caue); tanto Virgilio como el Pseudocatón insistían en los peligros de la desmesura en el rumor, el primero cuando en la Eneida afirmaba que la Fama era malum qua non alius uelocius ullum (Verg. Aen. 4, 174), "el más veloz de todos los males" y el segundo cuando en sus Dísticos recomendaba (1, 3) "retener la lengua" (compescere linguam) y, también, insistía (1, 12) en lo conveniente de "huir de los rumores y no difundir otros nuevos" (rumores fuge neu studeas nouus auctor haberi) como horizonte desde el que construir una concordia inspirada por el axioma "procura no litigar con quien vives en paz; la ira genera odio, la concordia alimenta el amor" (ira odium generat, concordia nutrit amorem) (1, 36) que, por cierto, bien parece convenir a la actual situación de la escena política española tan orientada a la innecesaria y estéril -cuando no absurda- confrontación (existe una deliciosa edición de este autor en la Editorial Península, Barcelona, 1996). Pero, la poesía latina -sin ser quien escribe estas líneas un experto en Literatura Latina, ni pretender serlo, como ya ha quedado claro más arriba- no se agota en ese tipo de mensajes. Enfrentarse a ella, a través, por ejemplo, de la sencilla antología que inspira este post, nos recuerda una vez más que, en realidad, el mundo romano no dista tanto del nuestro y que lo que preocupaba a los escritores de ese periodo comprendido entre el siglo III a. C. y el IV d. C. era, exactamente, lo mismo que preocupa a los hombres de este orgulloso siglo XXI por más que queramos teñirlo de autosuficiencia y originalidad.
Nos parece que un primer tema, de contenido o, al menos, de implicaciones, además, netamente epigráficas -asunto éste que, como sabrá el lector, preocupa especialmente en Oppida Imperii Romani (ver etiqueta Epigraphica)- es el del recuerdo personal y el de la perennidad individual. Ya el poeta Ennio, el primer gran escritor de la épica poética romana, en sus Annales, se lamentaba de que hasta los miembros de un joven podían tener el triste final -crudele sepulchrum, dice el texto- de ser devorados por los buitres (Enn. Ann. 141-2) y, a través de una cita de Cicerón (Cic. Tusc. 1, 34 y Enn. Var. 17-18), sabemos que uno de sus epigramas censuraba el llanto de los funerales (nemo me lacrimis decoret nec funera fletu) y celebraba que se pudiera vivir en la posteridad a través de la boca y el recuerdo de los hombres (uolito uiuos per ora uirum). Para un romano, y así lo glosa Horacio, las obras, el arte, la creación literaria, la poesía -pero, también, los monumenta aeris, los "monumentos de bronce"- constituían la mejor herramienta para "no morir del todo" (non omnis moriar) y para escapar a la innumerabilis annorum series et fuga temporum, "la innumerable sucesión de los años, la huida de los tiempos" (Hor. Carm. 3, 30) Tal vez por ello, también el Pseudocatón (1, 22) afirmaba que qui mortem metuit, quod uiuit, perdit id ipsum: "el que teme a la muerte, desperdicia su vida" y recordaba, también (2, 3) que "es una completa necedad perder las alegrías de la vida -gaudia uitae- por temer a la muerte". Esa realidad, de hecho, inspiraría casi desde las Saturae de Lucilio -el primer gran satírico romano- la idea, luego explotada por el estoicismo, de no tener nunca presentes -para no obsesionarse con ellos y para evitar sufrimientos innecesarios ante hechos que no podemos cambiar- los momentos difíciles sino exclusivamente aquéllos de victoria y logro (Lucil. 19, 585), de entender, con paz, que la vida tiene su cara y su cruz y que en ella se mezclan "el dolor primero de los que nacen (...) con el último lamento de los que mueren", en expresión de Lucrecio (Lucr. 2, 579-580). Como supondrá el lector, la percepción de esa realidad inspira el célebre carpe diem quam minimum credula postero: "vive el día de hoy. Captúralo. No fíes del incierto mañana" popularizado por Horacio (Hor. Carm. 1, 11) apoyado en la creencia de que vivimos fugaces anni ("fugaces se deslizan los años") que nos acercan a la indomita mors, a una "indómita muerte" (Hor. Carm. 2, 14) y que es, quizás, uno de los tópicos latinos más presentes en la cultura popular occidental.
Pero, no todo es luto ni preocupación por la brevedad de la vida en Roma. También la poesía latina supo glosar, como nadie -y quizás quien mejor lo hizo fue el Bilbilitano Marcial si bien son recomendables también los praecepta mea con que, al respecto, el Pseudocatón abre su ya citada collectio distichorum- los principios básicos para una beatius uita, para una "vida más feliz". Y lo hizo en uno de sus populares Epigramas (Mart. 10, 47). Así, él enumera que "los bienes heredados" (res non parta labore sed relicta), "un campo generoso" (non ingratus ager), "un hogar encendido" (focus perennis), "una mente tranquila" (mens quieta), "un cuerpo sano" (salubre corpus), "amigos semejantes" (pares amici), "noches libres de inquietudes" (nox soluta curis), "un lecho casto" (pudicus torus) y el conformarse con lo que se es sin ambicionar nada más (quod sis esse uelis nihilque malis) formaban parte de los principios básicos de esa vida lograda, de la que hablábamos en un reciente post de este espacio. Precisamente, huir de la codicia, de la envidia, practicar la justicia y la austeridad fueron valores recurrentes en la Historia de la poesía latina y que, en parte, hemos asociado constantemente a esa idea austera y severa tan propia del imaginario colectivo actual -casi popular- sobre Roma y, a tenor de la reflexión poética, coincidente con ésta, una austeridad que, concretamente, el propio Marcial parecía encontrar, especialmente, en las delicias de la vida campesina, cuyas exuuiae, cuyo "botín", procedente de nemoris rurisque, "del bosque y de las campiñas", era capaz de aportar beatitudo, "felicidad" (Mart. 1, 55) lejos de los officia urbana, del, podríamos traducir, "el ajetreo de la ciudad" cuestión sobre la que también volvería el poeta tardío Claudiano en una de las más conocidas versiones del beatus ille (Claud. Ep. 20) en la que se presenta como icono de la simplicitas el contar los años frugibus alternis, non consule, "por los alimentos, no por los cónsules", una reivindicación del regreso al mundo rural que, parece, la pandemia que padecemos mientras se escriben estas líneas ha vuelto a poner sobre la mesa.
En época julio-claudia, el fabulista Fedro, por ejemplo, en su fábula Canis per fluuium carnem ferens, "Un perro llevando carne por un río", trazaba una singular imagen de los males de la auiditas, la "codicia", con la conocida imagen del perro que, al pasar por un río portando un trozo de carne se confundió con su propio reflejo y quiso arrebatar al que creía que era otro perro la carne que el mismo llevaba en la boca, perdiéndolo todo (Phaed. 1, 4). Por su parte, con su ya citado moralismo, el Pseudocatón recordaba que era fundamental practicar el paruo gaudere, "contentarse con poco" (2, 6), para, también, no despertar la inuidia en otros pues resulta molesto sobrellevarla (2, 13). Al final, aunque, efectivamente, como se lamentaba Ennio, no siempre va "bien a los buenos y mal a los malos" en esta vida -la controuersia que, conocemos, gracias a una cita de este autor transmitida por Cicerón (Cic. Diu. 2, 104)- ser capaz de distinguir el bien del mal y de censurar, si es oportuno, quod factum scis non recte, lo que sabemos "que no ha sido hecho rectamente", como recordaba de nuevo el Pseudocatón (3, 15), es el mejor esquema de comportamiento para una vida presidida por la idea de bien y por el conformarse con poco -la aurea mediocritas de Horacio (Hor. Carm. 2, 10)- aprovechando siempre cada circunstancia, en lo bueno y lo malo que aquélla nos presente.
En definitiva, de nuevo la literatura latina -como demostramos en un post anterior, y reciente, de este blog- nos ofrece pautas de conducta que pueden resultar inspiradoras para los tiempos que nos toca vivir y que constituyen praecepta sobre los que, seguro, existirá consenso entre los lectores de Oppida Imperii Romani prueba de ese carácter de "supervivientes" de los textos clásicos, trascendentes a su época. Resta ahora, sólo, que no nos pase como al personaje de Cecilio Estacio, autor de fabulae palliatae traducidas del griego a mediados del siglo II a. C., que se lamentaba de haber empezado a amar a alguien grauiter, "con todas sus fuerzas" -cada cual que ubique aquí a quien desee o que piense en algo, por ejemplo la poesía romana o los valores que ésta destila a lo que poder admirar- sólo "después de que hubo muerto" (Caec. Ploc. 3). Aun estamos a tiempo. Con audacia, pues "el miedo es señal de las almas cobardes" -degeneri animi-, como escribió Virgilio (Verg. Aen. 4, 13), tomemos, pues, la vida, y sus "rosas" -y una de ellas, sin duda, puede ser el legado clásico- mientras, como recomendaba Ausonio, "esté fresca la flor y fresca (nuestra) juventud" pues, efectivamente, aeuum sic properare tuum, "se desliza también la vida" conocido texto que constituye la primera versión del luego exitoso tópico aurisecular collige, uirgo, rosas (Auson. De rosis 50-51). No perdamos el tiempo ahora que la reflexión -flexanima- ha movido, acaso, nuestro espíritu.
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