[Con motivo del Día del Patrón de la Facultad de Filosofía y Letras, celebrado el 24 de febrero pasado, tuvimos el honor de contar en la Universidad de Navarra con Irene Vallejo que mantuvo un interesante encuentro con alumnos de los Grados en Filología y en Literatura y Escritura Creativa y del Diploma de Arqueología y, después, una conversación a tres sobre la importancia de la lectura y sobre la actualidad de la cultura clásica para cuya preparación nació este post de Oppida Imperii Romani que quiere ser, también, un homenaje a la genialidad de esta ensayista y filóloga clásica aragonesa. Sobre el evento, puede verse la nota publicada por Diario de Navarra. Foto superior: Manuel Castells]
Hace algunos meses, tanto en Oppida Imperii Romani como en el portal BeBrave de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, publicamos una reflexión en torno al poder evocador del mundo clásico como fuente de inspiración y de atractivo constante. ¿Qué tiene el mundo antiguo?, nos preguntábamos. Esa reflexión, que pretendía responder a esa misma cuestión, precisamente, la abríamos dando el dato de que el ensayo El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, de Irene Vallejo (Siruela, Madrid), publicado en septiembre de 2019, se había convertido en el libro más leído durante el confinamiento que la irrupción del Covid-19 impuso a los españoles durante la pasada primavera. La crítica también se encargó, poco después, de subrayar el acierto del libro otorgando a esta Doctora en Filología Clásica -con quien tuvimos el privilegio de compartir profesores, pasillos y momentos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza en los últimos años noventa del pasado siglo- el Premio Nacional de Ensayo en 2020 y desatando lo que ha dado en llamarse, con acierto, el "fenómeno Irene Vallejo", como lo ha calificado no hace mucho el diario El País, el fenómeno de una filóloga clásica, que, con ese perfil "refuerza su otra condición, la de escritora, en lugar de anularla o rebajarla", como con acierto ha escrito Luis Alberto de Cuenca en ABC Cultural donde ha dado a El infinito en un junco el acertado apelativo de un "diálogo con el lector en una fiesta literaria".
Con un "lenguaje evocador y preciso", como lo calificó el artículo antes citado de El País, El infinito en un junco es, como su autora lo ha definido, "un ensayo de aventuras", que, de hecho, la propia autora afirma que ha sido recibido por sus lectores -ya con más de veintidós ediciones mientras se escriben estas líneas- como "un viaje liberador" (ver entrevista en la web de TVE), el apasionante viaje a través de la historia del libro escrito en el mundo clásico, en Grecia y en Roma. De él se han escrito sonrojantes elogios por parte de alguna de las plumas más reputadas de la crítica literaria en nuestro país y su éxito ha consolidado ese innegable atractivo que el mundo antiguo, tan aparentemente denostado en nuestra sociedad, sigue teniendo después de 2.000 años. Así Jordi Mat, en el digital Cine y Literatura, ha afirmado que "si sólo pudiera conservar un libro, éste sería el elegido" -acaso por ser, en realidad, una historia del origen de los libros-, Ignacio F. Garmendia, en Diario de Sevilla, ha descrito El infinito en un junco como "una patria de papel", expresión empleada por la misma Irene Vallejo a propósito de la Biblioteca de Alejandría (p. 250), presentada como un gran espacio de tolerancia intelectual como "insólito espacio de armisticio donde las hostilidades cesan" (p. 213) como, en el fondo, lo son todas las bibliotecas. Por su parte, Juan Marqués, en The Objective ha dicho que es "un libro que presume de la Humanidad", como "declaración de amor a la literatura", lo ha calificado Sonia Asensio en InfoLibre, y como "el libro del año" lo ha sentenciado Héctor Abad en El Espectador por citar sólo algunas de las valoraciones que el libro ha cosechado. Y es que, efectivamente, con la creencia que la autora ha manifestado en varias ocasiones -como en Heraldo de Aragón, el diario de su tierra- sobre la capacidad que tienen los libros para aliviar la angustia, El infinito en un junco consigue "susurrar la historia (del libro) al oído de los lectores", tal como era el deseo de la autora, según confesaba en otra entrevista publicada no hace mucho en La Vanguardia. Una historia en la que el gran protagonista es el libro, ese libro que, como la propia Irene Vallejo escribe "ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo" (p. 20) convirtiéndose en "nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia, la lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire".
Pero, al margen del indiscutible acierto literario de "un ensayo en el que el lector se disuelve al leerlo", como lo calificaba Emilio del Río en Nueva Revista, El infinito en un junco merece un espacio en Oppida Imperii Romani por la misma razón por la que, en ocasiones anteriores, todas ellas recientes, lo han merecido otros libros relacionados con el mundo antiguo, bien de carácter más bien disciplinar (como ¿Por qué importa el mundo clásico?, de Neville Morley, Alianza Editorial, Madrid, 2019) bien de aspecto más novelesco pero riguroso (como Un día en Pompeya, de Fernando Lillo, Espasa/La Esfera de los Libros, Barcelona, 2020 o El primer senador de Roma, de Juan Torres, La Esfera de los Libros, Madrid, 2020) y, en los tres casos, además -como también en éste- con enorme valor pedagógico y didáctico. El libro que ahora reseñamos constituye un volumen que, en primer lugar es, en palabras del ya citado Emilio del Río, una "reivindicación práctica de los clásicos grecolatinos", reivindicación consustancial al quehacer literario de Irene Vallejo que ha recordado constantemente los valores democráticos presentes en el pensamiento humanista (ver esta entrevista en El Confidencial Digital) y que ha hecho de su defensa de los clásicos un eje constante de sus múltiples y semanales colaboraciones en la prensa española, colaboraciones que recoge y comparte sistemáticamente en su más que recomendable página de Facebook. El infinito en un junco es un libro que, además, como la autora suponía (ver este sensacional artículo "La cara oculta de El infinito en un junco", publicado por Borja Hermoso en El País Semanal), da respuestas a muchas de las cuestiones que hoy, todavía, nos planteamos sobre nuestra propia identidad cultural una vez que -como la propia Irene Vallejo recordaba no hace mucho en una entrevista en El Cultural)- estimula la conversación entre el mundo clásico y los lectores, conversación totalmente ininterrumpida, de siglos y que, sin duda, está detrás de la consideración de esos autores antiguos como "clásicos". Y, por último, y especialmente, nos parece, que, en la parte relativa a Roma ("Los caminos de Roma", pp. 251-398), El infinito en un junco tiene la sensacional habilidad de hacer simples y atractivos para el gran público temas complejos que, todavía, están abiertos para la investigación haciendo que sea justo que a Irene Vallejo se la haya calificado como la Mary Beard de las letras españolas (nosotros nos atreveríamos a ir, incluso, más allá, poniendo su trabajo a la altura de muchos otros de Richard Jenkyns, del propio Neville Morley o hasta de Luciano Canfora y alguno se citará más adelante). Y es que, efectivamente, a partir del repaso si no de todos los libros publicados en el mundo antiguo -omnes libellos, expresión tomada de las Epistulae de Cicerón (Fam. 61) y con la que hemos querido encabezar este post- si de algunos de los más representativos, Irene Vallejo, con una pluma inigualable, un envidiable conocimiento de la producción literaria clásica y siempre con constantes guiños al presente que acentúan la pervivencia de los valores del mundo clásico, consigue definir cuestiones nada simples -pero que ella las convierte en accesibles- y que pretendemos, sin ánimo de exhaustividad, comentar en este post a modo de reseña instrumental de este libro, ya imprescindible y que, me parece, el tiempo va a convertir pronto en un clásico.
Apenas comienza el bloque dedicado a Roma -tras un trepidante repaso a la literatura griega con el hermoso pretexto del acopio de libros por Ptolomeo III y Demetrio de Falero para la Biblioteca de Alejandría (esp. pp. 25-64) que incluye también algunas referencias a las bibliotecas mediorientales de Hattusa o de Nipur (pp. 69-71) y que, obviamente, traza una condensada historia de la Literatura griega (pp. 165-218)- Irene Vallejo explica de un modo muy plástico el carácter ecomiástico de parte de la historiografía y de la mitología romanas cuando define a la Roma de la monarquía como "una ciudad con mala reputación" (p. 253) o a sus habitantes como "pueblerinos secuaces de Rómulo" (p. 259) y subraya la particularidad de que esa leyenda negra plagada de crímenes la habrían inventado los mismos Romanos, un asunto que está especialmente de moda ahora que se quiere tachar de políticamente incorrectos a algunos de los hitos clave de la literatura clásica (ver noticia al respecto aquí). De esa afirmación, la autora pasa a una inigualable descripción del imperialismo romano, de "la creación del gran Imperio mediterráneo" (pp. 256-268), como, en expresión muy asumida por la historiografía, define la autora a los años centrales de la República Romana. Es en ese capítulo en que Irene Vallejo aporta una excelsa definición de la globalización cultural de Roma -sobre la que vuelve constantemente en su trabajo- globalización definida como "hormigueo de gente yendo y viniendo como nunca se había visto antes en el mundo antiguo (...), hervidero de hombres de negocios que sacaban tajada de las oportunidades comerciales abiertas por la conquista" (p. 258). Pero, como en toda expansión imperial -tal como la autora recuerda con guiños tanto al expansionismo nazi alemán como al imperialismo americano de pasados siglos- la autora tiene el acierto de señalar que "los romanos consiguieron su extraordinaria sucesión de victorias gracias a una mezcla muy eficaz de violencia y de capacidad de adaptación, en la mejor tradición darwiniana" (p. 259), mezcla en la que la incorporación de los rasgos más meritorios de los pueblos incorporados resultó fundamental. Si acertada es la expresión de Mary Beard, "Grecia lo inventa, y Roma lo quiere", inspirada en Horacio (Graecia capta intulit agresti Latio, escribió Hor. Epist. 2, 1, 156) y que la propia Vallejo trae a su volumen, a un nivel aun más explícito está la descripción que la autora de El infinito en un junco hace del proyecto de la Graecia capta cuando afirma que "los miembros más lúcidos de las clases dirigentes (romanas) comprendieron que toda gran civilización imperial necesitaba fabricar un relato unificador y victorioso sostenido por símbolos, monumentos, arquitecturas, mitos forjadores de identidad y formas sofisticadas de discurso" (p. 259) que, en parte, encontraron en Grecia de ahí que la creación cultural y literaria romana se defina, incluso, y con acierto, como "esquizofrénica" (pp. 360-361) dado su enorme parecido con la literatura griega de la que Roma copió uno a uno la mayor parte de sus géneros (cabe preguntarse si nuestra sociedad no vive, también, bajo esa aparente esquizofrenia de negar el peso de los clásicos a la hora de articular los currículos de Secundaria y, sin embargo, depender constantemente de ellos y buscarlos ávidamente como el éxito de ventas de este libro parece demostrar). El círculo cultural de los Escipiones y los anhelos coleccionistas de libros de Sila o de Lúculo, o incluso del propio César, que se ponen en El infinito en un junco a la altura del coleccionismo imperialista del naciente capitalismo estadounidense de los Gatsby, los Guggenheim o los Getty (p. 265), sirven de este modo a la autora para marcar el cénit de ese proceso de incorporación de la cultura griega al acerbo cultural romano como ejemplo de una relación de fusión cultural -"también lo que adoptamos de otras partes nos hace ser quienes somos" (p. 267)- no desprovista de sugerentes fenómenos de alteridad respecto del modo como los romanos miraban a Grecia, que también se describen de manera muy atinada (p. 265) y como culmen, también, de un proceso de rediseño de los mapas culturales a partir de la transformación de los mapas políticos (p. 267). De Atenas a Alejandría y de Alejandría a Roma, podría decirse. Pero, más allá de esa fusión cultural y de esa difusión de unos valores que han conformado la tradición clásica -en torno al propio concepto de "lo clásico" también dedica unas páginas soberbias Irene Vallejo (pp. 364-366)-, el gran mérito de Roma, como la autora destaca casi al final del libro, estuvo en el modo como "los arquitectos e ingenieros de Roma urbanizaron a conciencia Occidente, sustituyendo las aldeas nativas por una red de ciudades, pequeñas y grandes, dotadas de alcantarillado, acueductos, templos, foros y termas. En ellas tuvo que haber libros. Durante aquellos años la cultura escrita, aunque no tan arraigada como en el mundo griego, se expandió en las comunidades romanizadas" (p. 337) contribuyendo a crear una "iconografía global" (p. 387), otra de esas acertadas expresiones de El infinito en un junco que, seguro, tendrán éxito incluso más allá del ámbito literario. Gracias a ella, "sentirse romano consistía en habitar ciudades de anchas avenidas que se cruzaban en ángulo recto; en tener acceso a gimnasios, termas, foros, templos de mármol, bibliotecas, inscripciones en latín, acueductos, alcantarillado; en saber quiénes eran Aquiles, Héctor, Eneas, Dido; en contemplar sin extrañeza los rollos y los códices como parte del paisaje cotidiano; en pagar impuestos a los temidos recaudadores; en haber estallado en carcajadas por un chiste de Plauto en las gradas de un teatro; en conocer los episodios de la Roma primitiva contados por Tito Livio en Ab urbe condita; en haber escuchado a un filósofo estoico hablar de autodominio; en conocer -o incluso haber servido en- la imparable maquinaria bélica de las legiones" (p. 388) aspectos que daban unidad a esas "decenas de millones de provincianos" (p. 385) como Irene Vallejo define a los habitantes del Imperio beneficiarios de la extensión de ciudadanía romana por Caracalla en el 212 d. C. Leyendo, desde luego, esa descripción de en qué consistía "sentirse romano" uno puede comprobar que, en realidad, al promocionar los estudios clásicos conseguimos extender ese sentimiento de pertenencia que está en la base de nuestra cultura occidental.
Aunque el asunto cultural, por la temática esencialmente libraria de El infinito en un junco, vertebra en gran medida las reflexiones de este ensayo en el que se define a los libros como dotados de "la sutil capacidad de trazar un mapa de los afectos y las amistades" (p. 301) y como uno de los pocos objetos reconocibles que el Bilbilitano Marcial encontraría en nuestros domicilios (p. 316), también Irene Vallejo demuestra una habilidad extraordinaria para caracterizar algunos de los procedimientos clave de la sociedad romana procedimientos que, sin embargo, ha resultado difícil abordar a décadas de investigación en Historia Antigua. Así, contra esa imagen mitificada y amplificada por las elites romanas de que cualquiera podía promocionar en Roma (véase, por ejemplo, ALFÖLDY, G., Historia social de Roma, Sevilla, 2012), se caracteriza con acierto la omnipresencia en la vida cotidiana romana -aunque la afirmación sería extrapolable a todas las sociedades antiguas mediterráneas- de lo que se define como "el umbral invisible de la esclavitud (...), el monstruo que acechaba bajo la cama, el terror que siempre reptaba cerca" (p. 270) esclavos que, por supuesto (p. 274) tuvieron una notable función en la producción de obras literarias con labores que incluían "desde enseñar a escribir hasta a elaborar copias" que, ocasionalmente, caían en las manos de las hijas de la aristocracia sobre cuya esmerada educación también se destilan sabrosas reflexiones en este ensayo (pp. 281-282). Un comportamiento fundamental de la sociedad romana, aunque exclusivamente en su dimensión de promoción de la difusión de los uolumina y de construcción de bibliotecas -en las que, como "las estrellas del paseo de la fama de Hollywood" (p. 331) figuraban las estatuas de los promotores- el evergetismo, es definido por la autora aragonesa como el resultado de "esa obligación no escrita que pesaba sobre los ricos de gastar parte de su riqueza en la comunidad: financiar juegos circenses, construir anfiteatros, pavimentar caminos o levantar acueductos" (p. 336). La importancia de las letras en esa sociedad romana se retrata, además, con extraordinario acierto, cuando se glosan las noticias de Marcial o, muy especialmente, de Séneca (Sen. Ep. 56, 1-2) sobre el éxito y, en especial, la quietud de algunas bibliotecas instaladas en "los abarrotados baños romanos" (p. 334), acertadamente descritos por la autora como "palacios del agua" (p. 329), cuando se aporta la noticia, transmitida por Plinio el Joven (Plin. Ep. 2, 3, 8), del primer fan de un escritor -en concreto de Tito Livio- atestiguado en el mundo romano y que, además, era Gaditanum quendam, natural de Gades (pp. 338-339), cuando, a propósito del Ars amandi y de las Tristia de Ovidio (pp. 347-350) se retratan las hieles de la temible censura o cuando se atribuye al Calagurritano Quintiliano (p. 361) y a su Institutio oratoria, el ser "uno de los primeros defensores de la educación continua" al "buscar que el aprendizaje fuese un proceso casi autónomo del alumno que hiciera superfluo al maestro". Es precisamente con este tipo de pedagógicos guiños -y con su capacidad para intercalar no sólo analogías históricas sino, también, noticias de rabiosa actualidad que sorprendían a la autora durante el periodo en que se fraguó su esfuerzo creativo (p. 109, cuando se pone a Bob Dylan y su Premio Nobel como ejemplo de premiar la misma oralidad de los aedoi helenos)- con el que Irene Vallejo contribuye a dar actualidad, a devolver a la vida, a los clásicos y a rememorar su verdadera patria, la Antigüedad.
Por razones lógicas, en esa llamada de atención que Irene Vallejo hace a la omnipresencia del texto escrito en la sociedad romana, no podíamos dejar de subrayar el modo cómo es tratada en el volumen la cultura epigráfica de los romanos que tantos posts -etiquetados en la sección Epigraphica- protagoniza últimamente en Oppida Imperii Romani. Así si la producción literaria buscaba, principalmente, "expandir (las) ambiciones sociales y políticas, aumentar (la) fama y (la) influencia y fabricar una imagen pública a la medida de (los) intereses" de quien la cultivaba (p. 279) -pues nadie se hacía rico con ella- la producción epigráfica se convierte en un claro indicador del extraordinario grado de alfabetización del Mediterráneo en época romana. Aunque, con los clásicos trabajos de William V. Harris, Irene Vallejo se atreve a cuantificar en unos 2.000 o 3.000 los pompeyanos que sabían leer y escribir -sobre una población de unos 15.000 habitantes que es la estimada para la colonia Pompeiana en la época previa a su destrucción por la erupción vesubiana- esas cifras, que podrían parecer escasas, "revelan un nivel de educación nunca antes alcanzado, y un acceso a la cultura más abierto que en ninguna época anterior" (p. 284) como demuestran, además, los ecos literarios de la Eneida presentes, por ejemplo, en las paredes de alguna de las fullonicae pompeyanas (p. 376) donde, como vimos en un anterior post de este blog, no faltaban mensajes imbuidos del más puro estoicismo romano. Entre esas manifestaciones del hábito epigráfico la autora habla, a través del repertorio de Vindolanda, de las tabula ceratae (p. 286) y las describe como formalmente antecesoras de los codices -sobre cuyo origen también se detiene la autora (pp. 323 y ss.)- al tiempo que nos recuerda las advertencias de Ovidio a quienes las usaban para trazar en ellas sucesivos mensajes de amor (Ov. Ars am. 2, 395) y, también, explica con precisión el por qué de la relación entre el texto escrito y la conmemoración funeraria, por ejemplo. Así, se afirma que "los griegos y los romanos creían que todo texto escrito necesita apropiarse de una voz viva con el fin de complementarse y de alcanzar su plenitud. Por eso, el lector que paseaba su mirada por las palabras y empezaba a leerlas sufría una especie de posesión espiritual y vocal: su laringe era invadida por el aliento del escritor. La voz del lector se sometía, se unía a lo escrito" (p. 275) de ahí que se considerase que al pronunciar algo escrito, en cierta medida, se estaba renovando su mensaje de igual modo que, en el Próximo Oriente Antiguo, se formulaban maldiciones para quien dañase estatuas dinásticas o borrase tablillas con disposiciones estatutarias de diverso signo (p. 69).
El infinito en un junco es, como la propia Irene Vallejo que no pierde ocasión de reivindicar lo mucho que las sociedades antiguas tienen que enseñarnos al tiempo presente, algo más que un ensayo sobre la invención de los libros en el mundo antiguo y sobre el papel que éstos tenían en la sociedad grecorromana. Es, además, como ha señalado parte de la crítica, una vívida reivindicación de los ideales de la cultura clásica, y, sobre todo -y así nos lo parece- un sensacional trabajo de Historia de la cultura clásica -que cuenta, además, con una envidiable, útil y actualísima bibliografía tanto temática (pp. 419-430 para el capítulo sobre Roma donde se demuestra el soberbio conocimiento que la autora atesora respecto de la literatura romana) como general (pp. 432-440) -casi un vademécum fundamental de los grandes títulos que han hecho Historia y configurado doctrina respecto del mundo clásico, respecto de su literatura, de su cultura y de sus valores, aunque no sólo de él- poniéndose al nivel de trabajos ya de referencia como -y la selección es nuestra, aunque algunos aparezcan citados en la bibliografía sectorial o general de El infinito en un junco- los de JAEGER, W., Paideia. Los ideales de la cultura griega, México, 1988; CAMBIANO, G., CANFORA, L., y LANZA, D. (dirs.), Lo spazio letterario della Grecia antica (vols. 1-3), Roma, 1993-1996; CAVALLO, G., FEDELI, P. y GIARDINA, A. (dirs.), Lo spazio letterario di Roma antica (vols. 1-6), Roma, 1998-2012; GARCÍA GUAL, C., Voces de largos ecos: invitación a leer a los clásicos, Barcelona, 2020; JENKYNS, R., Un paseo por la literatura de Grecia y Roma, Barcelona, 2015; BARCELÓ, P., y HERNÁNDEZ DE LA FUENTE, D., Breve historia política del mundo clásico: la democracia ateniense y la república romana, Madrid, 2017 o, precisamente sobre una de las cuestiones que Irene Vallejo resuelve con mayor acribia -también sobre lo que de globalización supuso el helenismo postalejandrino (pp. 51-52)-, PITTS, M., y VERSLUYS, M. J. (eds.), Globalization and the Roman World: world history, connectivity and material culture, Nueva York, 2015.
El infinito en un junco termina, además, con una emotiva, inigualable y vibrante recomendación de los libros -de esos mismos que se viralizaban en Roma como copias individualizadas por parte de los librarii (p. 296)- como "hallazgos de los antiguos, esos que llamamos clásicos" sin los cuales, además "las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido" (p. 397). Un libro imprescindible ahora y, pronto, necesario hito en la historiografía sobre la cultura grecorromana que, por algo, llamamos, y seguiremos llamando, "clásica" porque, como se sorprende la autora respecto de Alejandro de Macedonia, jamás abandonaremos a sus personajes "como un fósil de otros tiempos" (p. 38) y seguirá siempre habiendo "incondicionales" de ese mundo antiguo que, a muchos, nos apasiona y que, efectivamente, concebimos también como "briznas de hierba que vuelan en el aire y no permiten calcular la extensión de la pradera" (p. 140), como fuentes de información, siempre parcial pero siempre válida, de uno de los momentos más apasionantes de nuestra Historia, momento de cuya herencia cultural -como se ha escrito muy oportunamente en estas últimas semanas- parecemos renegar unas veces pero que siguen teniendo un atractivo singularísimo, inigualable, irresistible. El éxito de El infinito en un junco, así lo demuestra. Gracias, Irene, por hacerlo posible.
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