[Pintura Among the Ruins, de Lawrence Alma-Tadema, 1902-1904]
El sábado 17 de abril de 2021 el autor de este blog tuvo el honor de, por videoconferencia -en parte por problemas de agenda y en parte también por los efectos de esta ya dilatada e impertinente pandemia del Covid-19- dictar la lección magistral de clausura de curso del Colegio Mayor Vedruna, de Madrid, con imposición de becas a las alumnas que cumplían tres años de permanencia (más información sobre el acto aquí). Este post recoge, sencillamente, el texto de dicha lección aunque con el aparato crítico de los pasajes citados y una mínima edición que lo hace diferente en la forma, pero no en el fondo, a la versión que se leyó en tan entrañable acto en que me cupo el honor de participar. El título de la citada lección fue "Praecepta ex Historiae corde: lecciones de Roma para una vida lograda".
No es la primera vez que Oppida Imperii Romani ofrece un texto derivado de un evento académico que trata de reivindicar, y recuperar, el legado del pensamiento clásico y, en este caso, de su teoría política. Ya en septiembre de 2013, se recogió el texto de la lección magistral de apertura del curso en el Bachillerato del Colegio Montearagón, en Zaragoza, en que estudió el autor de este blog. En el año 2006 nos cupo ese mismo honor en el acto de apertura de curso del Centro Asociado de la UNED en Tudela. Oppida Imperii Romani no existía entonces pero el texto fue publicado por la propia UNED de Tudela.
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Cuando hace algunas semanas vuestra subdirectora, Lucía -que ha sido una de las mejores estudiantes que ha pasado por el proyecto arqueológico del que soy responsable científico en la aragonesa Comarca de las Cinco Villas, la ciudad romana de Los Bañales de Uncastillo- se dirigió a mí para pedirme que impartiera esta charla en este solemne acto de clausura de curso mentiría si, recurriendo al tópico, dijera que no me lo pensé ni un minuto. Y ella lo sabe. Sí lo hice -en parte por las cuestiones de agenda que me impiden estar hoy físicamente allí, en Madrid- y, en ese pensamiento, me vino a la mente la enorme responsabilidad que suponía aceptar y dictar unas motivadoras palabras -desde la óptica de un investigador en Historia Antigua, como ella me sugirió- que, en parte, pudieran resultar inspiradoras para las estudiantes protagonistas del entrañable evento de hoy, y para sus familias. No era tarea fácil, apenas conozco el espíritu y los valores que inspiran el Colegio Mayor Vedruna y lo que conozco -el crecimiento, la escucha, la convivencia, el trabajo, la generosidad, la alegría, el servicio- lo conozco sólo a través de Lucía -una mujer, efectivamente, fuerte, humilde y diligente, como lo fue Joaquina Vedruna y como a ella le gustaba, también, que fueran las mujeres- que ha tenido a bien invitarme a compartir con vosotros estos momentos de reflexión que, prometo, serán breves y que, me conformaré con que resulten inspiradores.
Aunque Lucía me sugirió que hablase de lo que la investigación histórica aporta a la formación humana -que, obviamente, es mucho- no me considero, todavía, capacitado para hacerlo o, al menos, no para hacerlo directamente una vez que creo que a investigar no se termina de aprender nunca y que, en esa labor de conocer los sucesos del pasado, que es la base de la investigación histórica, somos siempre aprendices. Además, la investigación, y la vida universitaria, en definitiva, es una suerte de capacidad constante de escucha -como la definió Plutarco entrado el siglo II d. C. (Plut. Mor, 48c) sobre el que luego hablaremos- y, por tanto, también de aprendizaje, de reflexión y de maduración, de espíritu crítico y de universalidad, cualidades y comportamientos que deben acompañar a un universitario durante toda su vida. Esa incapacidad a la que aludía es la que me ha llevado a, valiéndome del motivo al que he dedicado mi carrera investigadora, la Historia de Roma, centrar estas reflexiones en algunas enseñanzas que puso de relieve parte de la Literatura Latina -y, en particular, de la literatura política romana del segundo siglo de nuestra Era- y que, me parece, vienen muy al caso del contexto en que ahora os hablo. Lo hago, además, convencido de que, como glosó este año, en un sensacional ensayo de evaluación, una de mis mejores alumnas de la asignatura de “Mundo Clásico” que imparto en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, “Roma es pasado y proyección”. Mirar al mundo romano es, por tanto, mirar al “corazón de la Historia”, a la plenitud de los tiempos, de hecho, según la tradición cristiana que, al margen de que tengáis o no fe, sigue siendo portadora de valores inspiradores, universales y cada vez más necesarios, más en los tiempos de pesimismo y desesperanza en que vivimos. Es por todo ello que, como se ha anunciado, a estas reflexiones, en las que, a través mío hablarán algunos autores grecorromanos, las he titulado praecepta ex Historiae corde, “consejos desde el corazón de la Historia” una Historia que, además, parece nos sigue seduciendo e interesando sobremanera en este mundo aparentemente tecnificado y positivista que, sin embargo, no deja de redescubrir el valor de los clásicos grecolatinos como las cifras de ventas de, por ejemplo, el ensayo El infinito en un junco, de Irene Vallejo, muy recomendable, parecen demostrar.
Precisamente, esta filóloga zaragozana, a la hora de juzgar los méritos de la gran construcción política y administrativa que fue el Imperio Romano que dominó el Mediterráneo entre, al menos, el siglo II a. C. y el siglo V d. C., destacaba varios hechos que me parece oportuno recordar pues aportan el contexto en que quieren moverse estas palabras mías en que, sencillamente, serán algunas de las más preclaras mentes de Roma las que hablen se dejen oír. Según Irene Vallejo, la creación de una “iconografía global” en que todos los habitantes del Imperio se reconocían, la forja de procedimientos de integración de los provinciales -a los que, acertadamente, ella ha definido como “provincianos”- y la tremenda extensión de la “literacy” y de la alfabetización por todo Occidente constituyen tres de los mayores haberes de esta potencia que cambió el mundo mediterráneo y a la que seguimos invocando como base nítida para muchos de los valores que sustentan nuestra cultura occidental y, en particular, la idea de Europa.
Pues bien, en ese marco de un Mediterráneo urbanizado que hizo descansar en las elites locales la dirección de los destinos políticos del Imperio a través de una tupida constelación de ciudades en un firmamento de eficaz administración y en ese contexto de reflexión sobre el buen gobierno, reflexión, por otra parte, entre estoica y pragmática -como fue siempre Roma- debemos situar a los tres autores a los que quiero hacer protagonistas de estas palabras, todos del siglo II, romano uno, griego el otro y con una gran capacidad de combinar el filohelenismo con los más tradicionales valores romanos el tercero que, en cualquier caso, también escribió en lengua griega como el primero. Me refiero a Plutarco (46-120 d. C.) -a quien ya cité antes-, a Plinio el Joven (61-112 d. C.) y al emperador Marco Aurelio (121-180 d. C.) quizás, por cinematográfico, el más conocido. El primero, griego de Queronea -una ciudad de Beocia no lejos del monte Parnaso y del concurrido y panhelénico santuario de Delfos-, desempeñó algunos cargos políticos en su ciudad aunque fue, esencialmente, un filósofo, un moralista entre cuyos tratados destaca un poco conocido titulado por los romanos como Praecepta gerendae rei publicae -aunque estaba escrito en griego- y al que, tradicionalmente, se ha traducido como Consejos políticos. El segundo, Plinio el Joven, amigo personal del emperador Trajano y, como Plutarco, bien conectado con algunas de las familias senatoriales más influyentes de la Roma del momento -con quienes mantuvo una activísima correspondencia recogida en sus Epistulae, en sus Cartas- fue, tras haber sido tribuno de la plebe en el año 91 d. C., gobernador en Bitinia, la región de Asia Menor que controlaba los estrechos donde murió en el 112 d. C. Por último, Marco Aurelio, acaso el último emperador del clasicismo romano -una vez que, a su muerte, la situación política, territorial y cultural abocaría a lo que, desde Peter Brown, se ha denominado la Antigüedad Tardía- ocupó el trono imperial entre el 161 y la fecha de su muerte, el 180, en que, además, una gran pestilentia, una durísima pandemia (Eutrop. 8, 12 y Cass. Dio 72, 14, 3-4), conocida como la “peste antonina” sumió a los territorios mediterráneos en una crisis social, económica, sanitaria y, por lo visto, también urbana, sin precedentes llevándose por delante, de hecho, la vida del propio emperador que, en cualquier caso, puso en marcha algunos medios para combatir la pandemia, semejantes a los que empleó Pericles en la Atenas que fuera castigada también por la peste durante el siglo V a. C. que, en parte, se viralizaron hace un año en los duros meses del confinamiento.
Tanto Plutarco como Plinio el Joven como Marco Aurelio tuvieron por delante un reto común: enfrentarse a un mundo que, para entonces, terminadas ya las guerras de conquista conducidas por Roma, vivía una singular prosperidad -eso que el historiador Fernando Gascó llamó con acierto “los beneficios del Principado” que, en realidad, como recordaba el romanista Álvaro d’Ors, fueron acaso sólo una “apariencia de prosperidad”-; un mundo que, además, estaba, como está hoy el nuestro, absolutamente interconectado no sólo desde un punto de vista material y de infraestructuras, viario, sino también desde un prisma ideológico y cultural. En Oriente y en Occidente, entre las ventajas aportadas por el imperialismo romano, gobernar una ciudad y, por tanto, gobernar personas y servir de ese modo a la administración imperial se hacía ya de una forma común, compartida, por más que las tradiciones políticas de partida de una región y otra del Imperio resultasen diferentes e influyeran, por supuesto, en el ejercicio del gobierno. Podría decirse, por tanto, que aquel mundo era, también, un mundo global, una suerte de patria communis, de oikoumene, de la que, sin renunciar a las identidades cívicas locales, todos se sentían parte y lo hacían, además, a partir de elementos tangibles en muchos casos materiales, arquitectónicos, urbanísticos como disponer en sus ciudades de un foro, de unos baños o de los edificios de esparcimiento y espectáculos -circos o anfiteatros- con que siempre relacionamos el mundo romano en nuestro imaginario cultural popular. Sin embargo, y contra lo que podría parecer, en la literatura política del momento -que, además, en el caso de Plutarco y de Plinio, se ha convertido en una fuente esencial de información para conocer de qué modo las aristocracias griegas se implicaron en la gestión de la res publica, del estado- no hay apenas consejos técnicos y éstos tienen siempre un carácter moral, se trata, pues de consejos que apuntan al corazón de las personas, a su ánimo. Un buen gobernante -un buen hombre, en definitiva, una buena persona- se forja, por tanto, con la moralidad de su comportamiento y, también, con los que han sido los inspiradores de su catadura moral, sus educadores de los que Plutarco afirmaba que debían ser no sólo “reputados y poderosos sino, también, virtuosos” (Plut. Prae. ger. reip. 806c). Seguro que, en femenino, habéis tenido guías así en el Colegio Mayor Vedruna en estos años. Es, por esa convicción en el poder de la ética tan propia de Roma, que algunos de esos consejos me parecen hoy, para vosotras, especialmente indicados. También vosotras, que en vuestras familias y en vuestro paso por el Colegio Mayor Vedruna, habéis recibido la mejor educación, debéis ahora afrontar el ilusionante reto de servir con alegría a la sociedad, de ilusionaros con dejar en este mundo la única huella que, como afirmaba Marco Aurelio, en sus Meditaciones (M. Aur. Med. 6, 30, 4) realmente importa: “una disposición virtuosa y unas acciones comunitarias” (diáthesis ósia kaí prákseis koinoníkai) pues, efectivamente, “el mérito” debe prevalecer “sobre la popularidad” (Plin. Ep. 3, 20, 6-8) y esa dignitas es, en definitiva, conquista de toda una vida.
Precisamente, conceder valor a la educación es lo primero que estos tres pensadores subrayan en sus textos dirigidos o inspirados, como se ha dicho, para ilustrar y servir a la elite política del Imperio. Si el filósofo emperador, Marco Aurelio, dedica el libro primero de sus Meditaciones a recordar qué ha recibido de su abuelo Anio Vero (M. Aur. Med. 1, 1), de su padre adoptivo, el emperador Antonino Pío (M. Aur. Med. 1, 16), y de su madre, Domicia Lucila (M. Aur. Med. 1, 3) así como de sus diversos maestros (M. Aur. Med. 1, 5-15) y aparecen ahí cualidades como el autodominio (M. Aur. Med. 1, 1), la sobriedad (M. Aur. Med. 1, 3), la docilidad y la complacencia (M. Aur. Med. 1, 7, 6), la reciedumbre, la determinación (M. Aur. Med. 1, 15, 2 y 4) y el amor al esfuerzo (M. Aur. Med. 1, 16, 3), la preocupación por el bien común (M. Aur. Med. 1, 16, 8) o la autocrítica (M. Aur. Med. 1, 16, 4) también Plutarco (Plut. Prae. ger. reip. 806c) recordaba que “es necesario que quien comienza en política” -y vosotras, en definitiva, os lanzáis ahora a esa vida pública de servicio que es, en definitiva, o debería ser, la esencia misma de la política, como recordaba Platón (Grg. 517b-c)- “escoja un guía no sólo reputado y poderoso, sino también virtuoso”. En esa labor educativa, además, estos autores, y quizás de un modo más nítido Plinio, subrayan el valor pedagógico de la Historia esa Historia “antigua, intermedia o reciente” (M. Aur. Med. 7, 1, 2) que había que tener siempre presente “ante cualquier suceso” y que el que fuera gobernador de Bitinia ensalzaba como dotada de una especial potestas, maiestas y dignitas -“poder, majestad y autoridad divina” (Plin. Ep. 9, 27, 1) y como disciplina destinada a dar brillo, por encima de la poesía o de la oratoria, a los hechos (Plin. Ep. 5, 8, 9-11) “recónditos, extraordinarios y sublimes” del pasado, omnia recondita splendida excelsa dice el texto. Los estudios humanísticos y, en particular, los históricos eran para Plinio -como lo fueron para gran parte de la tradición historiográfica romana desde Polibio a Cicerón- el pertrecho y las armas -Plinio usa los participios latinos cinctus y armatus, emparentado el primero con el verbo cingo, “rodear”, “proteger”, “ceñir”, extraordinariamente gráficos- con los que equiparse para una vida lograda como aquél recordaba en una de sus cartas a su amigo Rufo (Plin. Ep. 7, 25). Seguramente no hay entre este auditorio muchas historiadoras pero la recomendación romana no implica la dedicación profesional a la Historia aunque sí el convertir su contemplación -la contemplación del pasado y al aprendizaje con aquél- en una noble dedicación para ese tranquilissium otium, esa “vida de tranquilidad absoluta” (Plin. Ep. 7, 25) que, para Roma, podía encontrarse en los momentos de descanso y de reflexión que hemos de autoimponernos en esta vida tan agitada. Esos momentos nos ayudarán, sin duda, a no perder de vista que “el hombre más afortunado es el que disfruta de la presunción de una buena y verdadera reputación, y convencido del juicio de la posteridad, vive en medio de su gloria futura” en palabras de Plinio a su amigo Valerio Paulino (Plin. Ep. 9, 3, 1-2). Esa vida agitada no debe parecernos propia de nuestro tiempo, también se definía como una vida llena de “estrépito” (strepitum inanem, “estrépito vano”, de hecho), de “ir y venir sin sentido” y repleta de “esos trabajos tan inútiles” (discursum et multum ineptos labores) la existencia cotidiana en la Roma antigua del siglo II de nuestra Era (Plin. Ep. 1, 9, 4-7).
Hasta aquí todo podría parecer sencillo. Educación y contemplación del pasado como lección para el presente, estudio, en definitiva, como recordaba el mismo Plinio (Ep. 1, 3, 3-5), reflexión constante. Vosotras mismas, con el apoyo de vuestras familias, habéis dejado vuestras localidades de cuna para formaros en Madrid, en buenas Universidades o, al menos, en las que habéis pensado que eran las mejores para las disciplinas que han marcado vuestra vocación profesional y habéis, además, completado vuestra apuesta formativa con los valores que, inspirados por el humanismo cristiano, respiráis en el Colegio Mayor Vedruna. Esa tarea ya la habéis cumplido. Y eso no es poco. Pero, lógicamente, enfrentarse a la vida pública, servir, de verdad, a la sociedad, exige muchas más medidas y obliga a asumir muchos más retos. A algunos de ellos, como es lógico, también se refirieron los autores que nos están acompañando en esta reflexión.
En este sentido, y desde una óptica contemporánea, como si estuviésemos trazando un mapa de competencias para esa vida lograda que daba título a nuestra reflexión, podríamos decir que esos praecepta ex Historiae corde aluden, por un lado, a habilidades personales, que son la base y, por otro, a las interpersonales, necesarias en ese mundo en que nada puede hacerse ya en solitario. A este respecto, Marco Aurelio recordaba “no te avergüences de recibir ayuda porque tienes delante realizar la tarea que te corresponde como el soldado que ataca una muralla. ¿Y qué si, por estar cojo, no puedes tú solo trepar a las almenas pero sí te es posible con otro?” (M. Aur. Med. 7, 7). Pero, como decíamos, para poder trabajar en equipo, debemos cultivar como punto de partida nuestras propias habilidades personales. Al hilo de las reflexiones que, anteriormente, hicimos sobre la virtud y la popularidad, todos tenemos experiencia de que, como afirmaba Plutarco “la gente, aunque en un principio rechace a alguien bueno y prudente, después, al conocer su autenticidad y sus hábitos, cree que sólo él es un hombre político y popular y alguien que, de verdad, gobierna” (Plut. Prae. ger. reip. 823c) que lidera, que arrastra, podríamos decir. Pero, esa bonhomía y esa prudencia -y el atractivo que, inequívocamente, se deriva de ellas- sólo se consiguen con una ascésis constante comprometida con nuestra propia mejora y que, acaso, podría convertir en referente de nuestra actuación el consejo de Marco Aurelio de “si no es apropiado no lo hagas; si no es verdad, no lo digas” (M. Aur. Med. 12, 7). A ese trabajo personal por nuestro constante crecimiento se refería Plutarco en uno de sus más destacados consejos políticos: “tú mismo, como si en el futuro fueras a vivir en teatro abierto, arregla y ordena tus costumbres. Y si bien no es fácil expulsar de tu espíritu todo el mal, al menos arranca y reprime los defectos que más crecen y progresan” (Plut. Prae. ger. reip. 800b) contando para ello con esa facultad “más fuerte y más milagrosa que lo que provoca los sentimientos” (M. Aur. Med. 12, 19, 1) -como la definía Marco Aurelio- y que es la voluntad que debe ser, además, como el impulso para obrar, “firme” (M. Aur. Med. 12, 7, 2).
Lógicamente, ese compromiso con nuestra mejora no debe hacernos superiores a nadie, al contrario, la humildad es, cada vez más, una virtud muy necesaria. Sólo con ella podremos aspirar a ser “buenos, puros, dignos, sin pompa, amigos de lo justo, piadosos, bien intencionados, afectivos, fuertes para ejecutar lo conveniente” (M. Aur. Med. 6, 30, 1 y 2) -los plurales son nuestros pues el texto original de Marco Aurelio enumera los adjetivos en singular- sin perder de vista que esas cualidades hemos de ponerlas siempre al servicio de los demás por más que, en algún momento, ocupemos puestos de responsabilidad y de dirección sobre equipos de personas (Plut. Prae. ger. reip. 813d-e) ocasión en que será bueno “atender al que es más poderoso, respetar al inferior y honrar al igual”, como también recomendaba el sabio de Queronea (Plut. Prae. ger. reip. 816b). Esa actitud será la única que nos acarreará, de verdad, una adecuada “honra” (mónon timén), honra que, como recordaba Plutarco “aumenta con la reflexión y la contemplación de lo que hemos hecho y ejercido” (Plut. Prae. ger. reip. 820 a-b). Es por eso que la contemplatio rerum, la meditación de todas nuestras decisiones (Plin. Ep. 2, 11, 7) y de todos nuestros actos, el ordenamiento a nuestro fin de todo lo que cada día hacemos, se convierte en un aliado fundamental para hacer posible el reto de aprender de nuestros errores y de entender que debemos ser siempre libres pero, también, estrictamente responsables del impacto que nuestros actos tendrán en la sociedad pues, como recordaba Plutarco, a propósito del stratégos tebano Epaminondas del siglo IV a. C., “no sólo el cargo confiere relevancia al hombre, sino también el hombre al cargo” (Plut. Prae. ger. reip. 811b).
En ese crecimiento personal hay, quizás, para Roma tres valores, que, me parece, resultan esenciales en un mundo como el de hoy. Al igual que las ciudades que articularon la vida del Imperio Romano a lo ancho de todo el Mediterráneo eran, en ocasiones, caldo de cultivo de conflictos sociales y de enfrentamientos de diverso signo -de “tempestades”, como a veces se las define (Plut. Prae. ger. reip. 815c-d)- varias son las cualidades que, nos parece, podemos convertir en base de nuestro comportamiento para “conseguir para los que viven juntos la concordia, la amistad entre unos y otros” erradicando “todas las querellas, discrepancias y disensiones” (Plut. Prae. ger. reip. 824d) algo que, realmente, no vendría mal en los tiempos que corren, como decía. Nos referimos, a la paciencia, al servicio, al orden y a la capacidad de aprendizaje habilidades todas de las que está lleno de exempla el mundo clásico, exempla que, sin embargo, por razones de tiempo, no podremos tratar aquí.
Acaso por su condición de gobernador de una provincia cuyas ciudades, como él mismo cuenta, tuvieron que hacer frente a no pocos problemas económicos y sociales, es Plinio el Joven quien mejor pondera las ventajas de la paciencia cuando afirma que “no hay que desesperarse por nada, no confiar en nada, cuando vemos tantos cambios de fortuna girar en tan rápida sucesión” (Plin. Ep. 4, 24, 6). Pero, esa habilidad de ser pacientes no parece suficiente ponerla en juego ante ese uolubilis orbis del que él habla sino, especialmente, ante otro mundo no menos volátil y en cambio, el de las cualidades de aquéllos con quienes vivimos y trabajamos, especialmente el de sus defectos. Con palabras fuertes, de hecho, Plinio recordaba a su amigo Rosiano Gémino que “el hombre mejor y más perfecto es el que perdona los defectos de los demás como si él cometiese esas mismas faltas a diario, y que se abstiene de cometerlas, como si no fuese capaz de perdonárselas a nadie” (Plin. Ep. 8, 22, 2-3) sentenciando que qui uitia odit, homines odit, “quien odia los defectos, odia, en realidad, a los hombres”. Conocer bien a aquéllos con los que hemos de emprender proyectos, ayudarles a crecer -y que ellos nos ayuden a nosotros- y dejarnos sorprender por sus cualidades positivas nos llevará, acaso, a una sana competitividad ad amorem inmortalitatis (Plin. Ep. 3, 7, 15) pensando, por tanto, en el bien común y en la perennidad de nuestra contribución a él. Sólo así podremos ser capaces de delegar constituyendo buenos equipos con “buena disposición y generosidad” (Plut. Prae. ger. reip. 812c). Será en ellos en los que, con nuestro compromiso, aprenderemos cada día, estando siempre prestos a “cambiar de criterio si aparece alguien que nos rectifica y enmienda en alguna opinión”. Siempre, claro está, continuaba Marco Aurelio, cuando “esa enmienda se produzca por alguna convicción que sea justa” (M. Aur. Med. 4, 12). Aprender algo nuevo cada día -cotidie aliquid addiscere, escribía Plinio (Plin. Ep. 4, 23, 1)- nos llevará a huir de la queja, tan actual, que el mismo Plinio el Joven formulaba a Efulano Marcelino ante la muerte de Junio Avito (Plin. Ep. 8, 23, 3-4): “pues, ¿cuántos jóvenes muestran deferencia a la autoridad o a la edad de otra persona por considerarla superior? En seguida se consideran sabios, poseen todos los conocimientos, no respetan a nadie, no imitan a nadie, ellos son sus propios modelos (statim sapiunt, statim sciunt omnia, neminem verentur, neminem imitantur, atque ipsi sibi exempla sunt). Pero no era el caso de Avito, cuya principal sabiduría era considerar a los demás como más sabios, su principal conocimiento era su deseo de aprender (haec praecipua eruditio quod discere volebat). Siempre me consultaba sobre las actividades intelectuales o sobre los deberes en la vida, siempre se marchaba pensando que había mejorado; y en efecto había mejorado, ya sea por los consejos que había recibido, ya por el simple hecho de haber hecho las preguntas”. Un buen modelo, sin duda, el de este Junio Avito, del que, por otra parte, poco más sabemos. Aunque ya es mucho.
Junto a la paciencia, y entre las cualidades interpersonales sobre las que nos alumbran estos praecepta políticos romanos -siempre entendiendo el término político en su sentido etimológico comunitario, de creación de comunidad-, el reto de “tratar a todos con afecto y estimar a todos” -ensalzado por Plutarco como medio fundamental para construir la comunidad cívica (Plut. Prae. ger. reip. 816b)- nos lleva al servicio y al orden, con los que, con un apunte final sobre el optimismo, quisiera terminar esta reflexión.
La experiencia administrativa romana en Occidente puso de manifiesto que la organización era la mejor herramienta para la gestión de un territorio plagado, además, de diversidad y, por tanto, de retos. El orden, por tanto, era una herramienta esencial y, tal vez, por ello, Plinio el Joven, experto gobernador provincial, como dijimos, recomendaba esta cualidad mostrándose, quizás indulgente respecto de ella en los jóvenes de los que dice que pueden llevar “una vida relajada y desordenada” pero recomendando “una existencia plácida y organizada” -placida et ordinata, en Latín- como mejor medio para gestionar el exceso de actividad (Plin. Ep. 3, 1, 2) que, a buen seguro, demandará vuestra incipiente carrera profesional y vuestra actual vida universitaria. Orden, pues, para llegar a todo y para hacerlo, además, con sosiego y paz que son la antesala de la determinación. Esa carrera profesional, pero también el mundo académico al que algunas de vosotras todavía vais a dedicar algunos de vuestros años de juventud, os ofrecerá, además, como Plutarco recordaba a los dirigentes de las ciudades-estado de la parte más oriental del Imperio Romano, muchas oportunidades de servicio que, además, como él decía, “jamás provocan envidia” (Plut. Prae. ger. reip. 808b) y que, bien lo sabéis, son la base de nuestra felicidad. Él las enumeraba como sigue: “la vida política ofrece con frecuencia ocasiones de ayuda para los amigos: designa a uno para un caso remunerado en defensa de la justicia, presenta a otro a un hombre rico que requiere atención y defensa, en otro caso colabora para que algún amigo consiga un trabajo o un contrato de interés” (Plut. Prae. ger. reip. 809a). Quizás en vuestro caso, diariamente, no se os presenten esas ocasiones salvo que alcancéis puestos de notable responsabilidad académica, profesional o política -que, seguro, que con el tiempo así será- pero sí que se os presentarán otras muchas situaciones semejantes en las que podréis poner a prueba vuestra generosidad, esa libertad de ánimo, esa liberalitas que los romanos, por su parte, desde el De officiis de Cicerón consideraban la mejor manifestación posible de grandeza de ánimo.
Hace poco leí que los historiadores tratábamos de explicar el pasado en el presente pero, sobre todo, tratábamos de ver qué había del pasado en el presente, sin nostalgias y desde el optimismo de vivir el mejor de todos los tiempos posibles. Las reflexiones de estos minutos han pretendido, por un lado, poner de relieve de qué modo la filosofía política romana puede equipar, a cualquiera -y también a unas jóvenes estudiantes de un Colegio Mayor especial como es el Vedruna- para los retos de la vida actual que sigue siendo, 2000 años después, una vida eminentemente social. Creo, sinceramente que vosotras, por la formación que habéis recibido, podéis regalar al mundo dos cualidades que Plutarco demandaba en los gobernantes de su tiempo, y de las que también anda necesitado el proceloso -pero apasionante- mundo que nos toca vivir, el “manejar los asuntos con mesura” y no descomponerse con nada “al tener como objetivo único el bien” (Plut. Prae. ger. reip. 799a). Disponéis, de hecho, para ello, de “los preparativos y el cálculo” que, en ese mismo pasaje, definiéndolos como conocimiento en profundidad, metanoia, él recordaba como herramientas clave para el éxito en la vida política y, en definitiva, en la vida pública a la que ahora os lanzáis o pronto llegaréis, herramientas que, en definitiva, son también base para eso que ahora se ha dado en llamar “liderazgo con propósito”. En definitiva, combinad, como habéis aprendido en el Vedruna, “educación y gracia” (paidia kaí járitos) (Plut. Prae. ger. reip. 810e) y “seriedad y amabilidad” (seueritatem comotatemque), sin que “la primera se convierta en antipatía y la segunda en ligereza” (Plin. Ep. 8, 21, 1-2) y tendréis mucho ganado. No perdáis de vista que, por vuestra formación, sois portadoras de tres valores que Plinio el Joven recomendaba presidieran siempre cualquier decisión de gobierno: la dignidad (dignitas), la libertad (libertas) y el orgullo (iactatio) (Plin. Ep. 8, 24, 3). Estoy convencido, y seguro que vuestras directoras, que se desviven por vosotras tabién lo están, de que pertrechadas con estos consejos pero, sobre todo, con lo mucho que habéis aprendido y aprendéis cada día en el Colegio Mayor y en vuestras familias y con una alegría que debe hundir sus raíces en vuestra fe -en Dios o en el hombre y en todo lo que ya habéis conseguido (M. Aur. Med. 5, 20, 3)- daréis la vuelta al corazón de este mundo, por terminar, como empezábamos, hablando de corazones y hablándoos al corazón. Muchas gracias. Y mucha suerte.
NOTA: Las traducciones manejadas de los autores romanos que vertebran este texto son las que siguen: la de Fernando Gascó, de los Consejos Políticos de Plutarco (Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991), la de Julián González, de las Cartas de Plinio (Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 2005) y la de Francisco Cortés y Manuel J. Rodríguez, de las Meditaciones de Marco Aurelio (Cátedra Letras Universales, Madrid, 2001). La traducción del Gorgias de Platón es la de Ramón Serrano y Mercedes Díaz de Cerio (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 2000). Los hipervínculos que se incluyen a lo largo del texto remiten a bibliografía -o, en su defecto a recursos digitales- de carácter complementario que, sin embargo, prefiere no citarse de forma canónica por el formato, más divulgativo, de este espacio pero que sí se recomienda consultar para quien dese profundizar en algunos de los aspectos. Se trata, normalmente, de trabajos nuestros que aportan, a su vez, otros recursos ajenos. Cuando existen ediciones en red de los textos citados en su lengua original, cada pasaje ha sido hipervinculado a los loca en internet en que el texto puede ser consultado, principalmente en la recurrente Perseus Digital Library.
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