OBELISCVS ROMAE

[Recreación del circo Máximo con los obeliscos de la spina, según World History Encyclopedia]

Para quien viaja a Roma -que, sorprendentemente, no tiene en Oppida Imperii Romani la presencia que debería tener y que ojalá seamos capaces de generarle en adelante- uno de los elementos que resulta más sorprendente es la presencia, en varias de sus plazas, de obeliscos egipcios. Los hay en la Plaza de San Pedro, en la Piazza del Popolo o en la, más recogida, de Montecitorio justo frente a la sede del Parlamento italiano. Todos portan inscripciones en caracteres jeroglíficos y varios de ellos llevan, también, en su base, inscripciones latinas. En total, en Roma hay trece obeliscos que ya han interesado y preocupado a otros blogueros, por ejemplo a quien gestiona el blog Roma caput mundi que, en esta entrada, realiza un inventario muy detallado de los mismos y de la Historia, y las historias, que cada uno de ellos encierran.

Entre todos ellos, destaca, por su altura y por su antigüedad, el que se ubica hoy en la trasera de la basílica papal de San Juan de Letrán, en el límite sur de la Roma antigua, a escasos metros del muro aureliano, en la cúspide de la colina del Laterano, próxima a la del Celio, una de las siete de la Roma histórica. Como indica la ficha a él dedicado en la página de Turismo del Comune di Roma, el monumento -que se alza majestuoso en la ahora llamada plaza de San Juan Pablo II- mide casi 50 metros (45,7), pesa casi 500 toneladas (455) y, por sus inscripciones en jeroglífico, sabemos que data del reinado de Tutmosis III y Tutmosis IV, por tanto, del siglo XV a. C., de la clásica XVIII dinastía del Reino Nuevo faraónico lo que le convierte en el más antiguo de los obeliscos egipcios repartidos por Roma. Su porte destaca en un espacio extraordinariamente transitado de la Roma moderna casi señalando a la vía Merulana que se dirige a otra de las basílicas pontificias romanas, la de Santa María la Mayor, justo frente a los restos que quedan del acueducto de Claudio-Nerón, algunas de cuyas arcuationes pueden verse justo frente a la plaza en que se ubica el obelisco.



El pedestal que sustenta el obelisco, ofrece al visitante actual las siguientes inscripciones de las que aquí ofrecemos lectio y traducción al castellano:

Lado oeste: Flavio Constantino Caesari Augusto / victor et fidei defensori / quem transferre a Thebana civitate / Amonis in honorem, fluvioque Nilus / deponere in Alexandriam / iussit, ut novae Romae ornamentum foret, es decir "Flavio Constantino, César Augusto, vencedor y defensor de la fe cristiana, hizo transportar este obelisco desde la ciudad de Tebas, donde había sido erigido en honor al dios Amón, a través del río Nilo hasta la ciudad de Alejandría, con el propósito de adornar la nueva Roma que estaba construyendo".

Lado norte: Flavio Constantio Caesari Augusto / Constantini filio, qui pridem a Theba / obeliscum patri suo, postquam diu mansit / in Alexandria, remisit navis trecenta / remis portante, qui Romam Circum Maximum / sollemni ponendum erexit, es decir "Flavio Constancio, César Augusto, hijo de Constantino, tomó el obelisco que su padre había trasladado desde Tebas, y que había permanecido durante mucho tiempo en Alejandría, lo embarcó en una nave con trescientos remeros, y lo transportó por mar hasta Roma, donde lo erigió en el Circo Máximo con gran solemnidad".


Lado este: Constantinus, cruce intercessione victor / in hoc loco sancto per Sanctum Silvestrum / gloriam crucis diffudit, es decir "Constantino, vencedor por la intercesión de la Cruz, en este lugar consagrado por San Silvestre, difundió la gloria de la Cruz".

Lado sur: Sixtus V, summus pontifex / hoc obeliscum, tempestate vastatum / restituens magno labore atque sumptu / in hoc loco posuit, invictae cruci dedicavit / anno pontificatus MDLXXXVIII, es decir "Sixto V, Papa Máximo, restauró este obelisco, que había sido dañado por las calamidades de los tiempos, y lo erigió en este lugar con gran esfuerzo y gasto, dedicándolo a la Cruz Invencible en el año 1588 de su pontificado".

Contra lo que pudiera parecer, dichas inscripciones, pese a su factura, extraordinariamente clásica y a estar enriquecidas con apliques de bronce el modo de las litterae aureae, no son originales, no son romanas. Fueron compuestas en verso en el siglo XVI por el poeta italiano Giovanni Andrea Bussi, primer bibliotecario de la Bibliotheca Vaticana, entre otros cargos. Sin embargo, aportan noticias fidedignas sobre el obelisco, sobre su origen y sobre el contexto histórico de sus distintas vicisitudes en Roma y antes de llegar a Roma. Así, se indica la procedencia del obelisco, Tebas, que estaba dedicado al dios Amón y que Constantino se propuso trasladarlo por el curso del Nilo, primero, hasta el gran puerto del Egipto romano, Alejandría y, de ahí, a Roma para que sirviera de monumento de embellecimiento de la ciudad. En segundo lugar, se atribuye al hijo de Constantino, Constancio (Constantino II) -que le sucedió en el trono imperial a la muerte del primero, en el 337 d. C.- haber ejecutado la empresa planificada por su padre trasladando el obelisco de Alejandría a Roma con una nave dotada de hasta trescientos remeros. La tercera inscripción alude a la conversión de Constantino bajo el pontificado del Papa Silvestre I y, finalmente, la última, con un Latín que imita el de la Epigrafía clásica, alude a la colocación del obelisco, tras su invención y restauración, en el lugar que ahora ocupa coronado por una cruz, que todavía porta en su coronamiento, empresa, como se indica, debida al Papa Sixto V que fue el pontífice responsable, entre otras cosas, del inicio de las excavaciones arqueológicas en el circo Máximo, excavaciones que condujeron a la invención de tan insigne monumento.

Como se ha estudiado sobradamente -y una buena síntesis puede ser la que publicó hace algunos años el Catedrático de Topografía Antigua de la Universitá di Firenze Paolo Liverani, disponible en red aquí y recomendado como lectura en la sección dedicada a este monumento en la prestigiosa página del proyecto Judaism and Rome- el volumen VI del Corpus Inscriptionum Latinarum dedicado a las Inscriptiones Vrbis Romae Latinae (Berlín, 1801, p. 241) recoge el texto original (CIL VI, 1163) que portaba el obelisco Lateranense cuando fue descubierto, en febrero de 1587, según lo transmitió un testigo presencial del hallazgo, Arnoldus Mercator que, en sus notas, hizo constar, que el monumento apareció "nel giusto mezzo del cerchio massimo a dì 15 di febraro 1587 (...) sottoterra ventiquatro piedi" (CIL VI, p. 241). La inscripción original ofrece algunos datos interesantes sobre el origen del monumento, sobre su traslado a Roma y sobre su colocación en el mayor circo del Occidente Romano justo donde, de hecho, sabemos por las fuentes (particularmente Plinio, Nat. 36, 14) que Augusto habría colocado uno algo posterior, de época de Ramsés II, hoy trasladado a la siempre animada Piazza del Popolo (para su posición original puede consultarse la web del sensacional proyecto Digital Augustan Rome) mayor que el que empleó como horologium, como gran reloj solar, en el Campo de Marte, hoy en la citada Plaza de Montecitorio que fue el segundo de los obeliscos augústeos. Destacamos algunas de las informaciones aportadas por la inscripción original, a continuación.

ll. 7-9 (ll. 1-3 del lado norte): "Pero la preocupación por el transporte afligía grandemente al emperador, ya que ninguna inteligencia, esfuerzo ni mano habría podido mover la imponente mole" (quod nullo ingenio nisuque manuque moueri caucaseam molem)

ll. 11-14 (ll. 6 del lado norte y ll. 1-4 del lado oeste): "Ordenó que se moviera sobre la tierra una no pequeña parte de la montaña y depositó su confianza en el mar hinchado, y las aguas, con ondas plácidas, condujeron la nave a las playas del Occidente, para asombro del [Tíber]" (fluctu litus ad hesperium [Tiberi] mirante carinam Romam)

ll. 17-18 (ll. 5-6 del lado oeste): "(...) sino porque nadie creía que una obra de tanta envergadura pudiera elevarse hasta las auras celestes" (sed quod non crederet ullus tantae molis opus superas consurgere in auras).

Como puede verse, el texto, que, en parte, como explica Paolo Liverani -que ultima, de hecho, actualmente, un sensacional proyecto europeo de investigación sobre la topografía antigua de este sector de la Roma clásica, el proyecto Rome Transformed- fue recompuesto con añadidos e interpolaciones que mediaron entre que fuera anotado por Mercator y, luego, recogido por Eugen Bormann y Wilhelm Henzen, los editores del correspondiente volumen del CIL, destaca, en un tono propio de la retórica imperial de la época, el reto que supuso el traslado del obelisco, el afán de exclusividad de la empresa y la simbólica conexión Nilo-Tíber que subyacía a la misma. 

Hace algunos años, en Oppida Imperii Romani, con el objetivo de ofrecer al lector dos recursos digitales extraordinarios para el conocimiento de la topografía la antigua Roma -el proyecto Rome Reborn, de la University of California Los Ángeles-UCLA y la digitalización del New Topographical Dictionary of Ancient Rome (Baltimore-Londres, 1992)- publicamos una entrada, titulada "Decora Vrbis aeternae", que abría con un texto de Amiano Marcelino que, precisamente, también -como ya se hacía constar en la voz "obeliscus Constantii" del tradicional diccionario topográfico de Roma, de S. Ball Plattner (Londres, 1929)- aporta abundante información sobre este monumento pues si Mercator fue testigo del hallazgo de la pieza, Amiano lo fue del momento de su entrada en Roma y de su colocación en el circo Máximo. Los pasajes de las Rerum Gestarum de Amiano -obra cumbre de la historiografía tardoantigua-, rezan como sigue:

XVI, 10, 17: "Finalmente, tras reflexionar durante bastante tiempo acerca de qué podía hacer allí, determinó contribuir con algo a la belleza de la ciudad erigiendo en el Circo Máximo un obelisco, acerca de cuyo origen y forma trataré en el lugar apropiado".

XVII, 4: "Por orden del Augusto Constancio se determina la colocación de un obelisco en Roma, en el circo Máximo (obeliscus Romae in Circo Maximo subrectus) (...)". 4, 6. "En esta ciudad [Tebas] junto a magníficos baños y construcciones diversas que muestran imágenes de dioses egipcios, vimos numerosos obeliscos (obeliscos uidimus plures), algunos de ellos en pie y otros caídos y fragmentados. Se trata de grandes moles de piedra que los reyes de la antigüedad, bien después de derrotar a algún pueblo (bello domitis gentibus), bien para demostrar su orgullo por la prosperidad de su mandato (prosperitatibus summarum rerum elati), arrancaron de las entrañas de los montes, incluso en regiones muy alejadas. Luego las cortaron y erigieron esos obeliscos, dedicándolos a los dioses superiores de sus religiones". 4, 7. "Es, pues, el obelisco, una piedra de gran dureza, que se eleva gradualmente en forma de columna cónica hasta una gran altura y, como si fuera un rayo, va perdiendo grosor de forma paulatina, con una superficie cuadrada que va alargándose y haciéndose más estrecha junto a la cima, y pulido todo por manos artesanas (...)". 4, 10. "Pero [al inscribirlos] no seguían la práctica actual, en la que una serie determinada y sencilla de letras expresa todo lo que pueda concebir la mente humana (litterarum numerus praestitutus et facilis exprimit). Al contrario, en la escritura de los egipcios, cada carácter representaba un nombre o una palabra e incluso, a veces, representaban frases completas (...)". 4, 12. "Y, puesto que los aduladores de Constancio, según su costumbre, avivaban su orgullo y le repetían sin mesura que, mientras que Octaviano  Augusto trabajo dos obeliscos desde la ciudad de Heliópolis -de los cuales uno fue situado en el circo Máximo y el otro en el Campo de Marte (unus in circo Maximo alter in Campo locatus est Martio)- el que habían transportado recientemente, ante el temor que provocaba la dificultad de su traslado, Constancio no había osado ni moverlo ni tocarlo siquiera. Sepan, pues, los que lo ignoren, que, aunque trajo algunos obeliscos, el emperador antiguo citado no quiso tocar éste, porque estaba dedicado como ofrenda al dios Sol y situado dentro de un ambicioso templo, que no podía ser profanado, donde sobresalía como la cumbre de todo". 4, 13. "Pero Constantino, sin preocuparse por esto, se trajo esta enorme piedra de aquel lugar, pensando correctamente que no perjudicaba en nada a la divinidad si arrebataba de un templo esta obra admirable y se la consagraba a roma, verdadero templo de todo el mundo (in templo mundi totius). Por ello, el obelisco permaneció tendido durante mucho tiempo, mientras se preparaba todo lo necesario para el traslado. Pero, una vez transportado por el cauce del río Nilo y llevado a Alejandría, se fabricó una nave de tamaño desconocido hasta entonces, que necesitaba trescientos remeros para avanzar". 4, 14. "Una vez realizados estos preparativos, tras la muerte del emperador citado [Constantino], disminuyó la urgencia de la empresa y, finalmente, después de mucho tiempo el obelisco fue colocado sobre una nave y traído a través de los mares y del curso del Tíber (per maria fluentaque Tibridis), que parecía asustado por el temor de aquello que le había enviado el casi desconocido Nilo (...) Con todo, el obelisco fue trasladado al barrio de Alejandro, situado a tres millas de la ciudad. Desde allí, tras ser colocado sobre una plataforma y llevado con cuidado a través de la puerta de Ostia y de la Piscina Pública (per Ostiensem portam piscinamque publicam), fue trasladado hasta el circo Máximo". 4, 15. "Después de esto, sólo faltaba erigirlo (erectio), algo que se suponía muy complicado y casi imposible. Pero lo consiguieron del siguiente modo: acumularon, elevaron y colocaron en vertical (ad perpendiculum) altos palos (de manera que parecía que estabas viendo un auténtico bosque de maquinaria). Ataron fuertes y largas cuerdas, semejantes a múltiples cintas, que, dada su densidad, llegaban a ocultar el cielo. A estos palos se ató esta auténtica montaña con caracteres escritos grabados sobre ella, mientras iba siendo elevada en el aire hasta las alturas. Después de quedar colgando durante bastante tiempo, se necesitó a muchos miles de hombres para hacer girar ruedas que parecían de molino (molendinarias rotantibus metas), y así quedó colocado en mitad del circo. Sobre él se colocó una esfera de bronce, brillante, con láminas de oro, pero al ser alcanzada por la fuerza del fuego divino [un rayo] fue reemplazad por una imagen de bronce de una antorcha, que tenía igualmente incrustaciones de oro y parecía despedir brillantes llamaradas". 4, 16. "En épocas posteriores se trajeron otros obeliscos, uno de los cuales fue colocado en el Vaticano, otros en los jardines de Salustio y dos en el mausoleo de Augusto (unus in Vaticanus, alter in hortis Salusti, duo in Augusto monumento)". 4, 17. "El significado de los signos grabados en el antiguo obelisco que vimos en el circo, vamos a ofrecerlo en letras griegas (...)" (a partir de ahí, en griego, transcribe el texto original compuesto en jeroglífico: lado sur: 4, 18, l. 1; 4, 19, l. 2; 4. 20, l. 3; lado oeste, 4, 21, l. 2; 4. 22, l. 3; lado este, 4. 23, l. 1).

Del largo texto de Amiano que aquí hemos transcrito -y que incluye, de hecho, en su parte final, aunque en lengua griega, una auténtica autopsia epigráfica por él realizada sobre las inscripciones jeroglíficas del obelisco- cabe destacar varios aspectos, fundamentalmente tres. En primer lugar, la asociación entre el obelisco y la legitimación política, la exaltación del poder personal. En segundo lugar la existencia -cuando se alude al poder de Augusto y a su capacidad para hacer llegar a Roma dos obeliscos- de una cierta competitividad entre los emperadores, y también entre las elites, en materia de construcción pública convirtiéndose ésta, y los retos que se afrontaban en ella, en herramientas de prestigio, de auto-representación. En tercer lugar el texto de Amiano muestra muy bien la sorpresa del escritor de Antioquía respecto de la exigencia y los retos técnicos de la empresa que, como hemos visto, también se exaltaron en los tituli que, originariamente, se grabaron en la base del monumento. Sabemos, de hecho, que desde la construcción del foro de César, el primero en que se emplearon fustes de columnas de carácter monolítico, ese ejercicio de poder se convirtió en un modo de impresionar a la población y constituyó un auténtico "tour de force" para la edilicia pública. Que Amiano se entretenga en explicar los pormenores técnicos que hicieron posible el traslado y la erección del obelisco en el circo Máximo va, sin duda, en esa línea aportándonos -como vimos en un vídeo incorporado hace algún tiempo a nuestro canal de vídeos en YouTube- deliciosa información sobre algunos de esos sistemas técnicos, acaso semejantes al que muestra un grabado de Natale Bonifacio -también artista contemporáneo a la invención del obelisco de Letrán- alusivo al obelisco Vaticano, hoy conservado en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, que reproducimos a continuación. Se trata de tres conceptos que, nos parece, pueden explicar muy bien la ideología de los procesos de transformación urbana vividos por la Roma imperial, como algunos títulos de la nota bibliográfica que cierra esta entrada desgranan.

Está claro, por tanto, que cuando se compusieron las inscripciones que -pese a no ser Romanas- admiran aun hoy, en el siglo XXI, al visitante que se acerca a San Juan de Letrán, el recurso a las fuentes antiguas -tanto epigráficas como, especialmente, literarias, dado el extraordinario relato de Amiano Marcelino- resultó fundamental y contribuyó a dar historicidad a este uso del modo clásico de grabar mensajes para la eternidad que es la Epigrafía Romana. Nos parecía que esa coincidencia entre Historia, Literatura e Historiografía Latinas, Epigrafía -aunque en este caso la lectio que hace Amiano sea de una inscripción en jeroglífico- y Recepción -y en parte resignificación- de la Antigüedad podía interesar a los lectores de Oppida Imperii Romani y abrir una serie en la que podamos presentar otros loca memorabilia en los que interactúen las fuentes literarias, las materiales y, sobre todo, las epigráficas algo de lo que, de hecho, los editores del CIL VI, se dieron cuenta incorporando en la ficha de la inscripción, también el texto, casi completo, del relato de Amiano Marcelino en una interpolación casi única en la Historia de esta obra monumental a la altura, sin duda, del monumento que portó la inscripción que los sabios alemanes recogieron en el fascículo sexto de dicha obra.

Nota bibliográfica sucinta.- El caso aquí tratado ofrece un singular ejemplo de una ocasión en que la Literatura Romana, en concreto el historiador Amiano Marcelino, ofrece utilísima información sobre una actividad edilicia imperial en Roma, tema tratado de forma excelente por SCHEITHAUER, A., Kaiserliche Bautätigketi in Rom. Das Echo in der antiken Literatur, Stuttgart, 2000 (la bibiografía, pp. 295-324 recoge los títulos clásicos sobre la topografía de la Roma antigua y sobre sus principales monumentos, en todos los idiomas) asunto también objeto de análisis desde ZANKER, P., Augusto y el poder de las imágenes, Madrid, 1992 y con actualizaciones y reflexiones sugerentes en DE KLEJIN, G., "The emperor and public works in the city of Rome", en The Representation and Perception of Roman Imperial Power. Proceedings of the third workshop of the international network Impact of Empire (Roman Empire, c. 200 BC-AD 476), Amsterdam, 2003, pp. 207-214. Nosotros nos hemos ocupado del tema también en los capítulos introductorios de ANDREU, J., Liberalitas Flauia. Obras públicas, monumentalización urbana y exaltación dinástica en el Principado de los Flavios (69-96 d. C.), Sevilla, 2022, pp. 11-17 a partir del clásico de KLOFT, H., Liberalitas principis. Herkunft und Bedeutung. Studien zur Prinzipatsideologie, Colonia, 1979. El acento que el texto de Amiano, de hecho, pone en las dificultades técnicas que implicó el traslado y la erección del obelisco de Letrán nos permiten, también, conocer aspectos concretos de la actividad edilicia romana desde un punto de vista técnico, siempre bien ilustrados en el clásico trabajo de ADAM, J.-P., La construcción romana: materiales y técnicas, León, 2002, inexcusable. También resulta un clásico, pese a su fecha, GARCÍA Y BELLIDO, A., "Roma como problema urbano", en Urbanística de las grandes ciudades del mundo antiguo, Madrid, 1966, pp. 105-144.








ANTIQVA TEMPESTAS, HODIERNA OCCASIO

[Diosa Roma portando el universo en su mano izquierda, siglo I d. C., Roma, Campidoglio (ver foto)]

Pocas satisfacciones hay mayores para un docente universitario que ver el éxito y progreso de sus antiguos estudiantes. En este año de 2025, dos de los más brillantes antiguos alumnos del Grado en Historia y Periodismo que ofrece la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, Leire Santos y Javier Larequi, el segundo, además, actualmente en proceso de realización de su Tesis de Doctorado, bajo nuestra dirección, con beca FPU del Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes, están en Nueva York, la comúnmente llamada "capital del mundo", la primera realizando un Máster en la Columbia University, con beca de la Fundación La Caixa, y el segundo disfrutando, además, de una beca Fullbright en el prestigioso Institute for the Study of the Ancient World, de la New York University, que ahora dirige el Prof. Greg Woolf. El carácter extraordinariamente competitivo de ambas convocatorias es más que suficiente como carta de presentación sobre su madurez académica presente y su prometedor futuro investigador.

Gracias a esos lazos y a la iniciativa de Leire Santos y a su implicación en la Columbia European Union Study Association, en el marco de las actividades de nuestro proyecto de investigación en curso, financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades -del que ya hemos hablado aquí en las recientes entradas de la serie "Parua labentia" que, precisamente, recoge el acrónimo del citado proyecto-, el pasado día 10 de abril pudimos impartir, en la Columbia University, la conferencia titulada "European challenges through an ancient lens: revisiting the 'decline' of the Western Roman Empire" ("Los retos de Europa desde la óptica de la Antigüedad: revisitando el 'final' del Imperio Romano de Occidente") y que se incluyó en la serie "Ancient crisis, modern challenges" ("Antiguas crisis, modernas oportunidades"), de los Seminarios de dicha institución, título en que se inspira el que, en Latín -antiqua tempestas, hodierna occasio- hemos dado a este post. En ella reflexionamos sobre los verdaderos causantes del final del mundo romano en Occidente y, también, sobre lo que la transformación de Roma durante los siglos de la Antigüedad Tardía nos enseña para afrontar la situación presente, que ofrece tantos paralelismos con la vivida en la Europa mediterránea al final de la Antigüedad. A petición de algunos seguidores de Oppida Imperii Romani, y aunque la conferencia fue pronunciada en inglés, se ofrece a continuación el texto, editado y anotado, de la versión castellana de la misma así como la presentación que la ilustró esperando, como siempre, que resulte útil e inspiradora. 


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Buenas tardes, muchas gracias a todos por vuestra asistencia y en particular, gracias a la Columbia University European Union Study Association, por preparar y programar esta conferencia. He de confesar que para quien se considera, por encima de todo, un estudioso del mundo romano, sentir, a miles de kilómetros del extremo occidental del antiguo Imperio, cómo el legado de Roma se ha extendido, también, fuera de los que fueron sus límites territoriales y administrativos conlleva una emoción bastante especial que sé que compartimos algunos de los que aquí estamos y, en particular, dos de mis mejores antiguos alumnos en la Universidad de Navarra, actualmente en Nueva York mejorando su formación como prometedores investigadores y comprometidos historiadores.

Es por ello que, en parte, consideré que el centro de mi reflexión en esta prestigiosa Universidad debía girar en torno al modo cómo determinados problemas del pasado no sólo influyen en nuestra percepción del presente sino, también, nos aportan luces para entender una situación de desarticulación y final de una era que, parece, define bien lo que estamos viviendo. Como se repitió muchas veces a lo largo de 2020, con la irrupción de la pandemia del covid-19, en ocasiones resulta más sencillo escribir Historia -estudiarla, en definitiva, y enseñarla- que vivirla. Y, está claro, ahora la estamos viviendo, la estamos "haciendo" y ello nos genera, cuando menos, una cierta preocupación y acaso, también, inseguridad respecto del futuro.

Es sabido que, recientemente, Mary Beard ha recordado en conferencias varias -aunque el principio estaba ya presente en conocidos e influyentes historiadores de la Antigüedad como Henri Marrou o Arnaldo Momigliano, entre otros- que "la Historia no trata sobre lo que ocurrió en el pasado sino sobre la relación entre el pasado y el presente". Ella misma, de hecho, ha viralizado la ocurrente reflexión mediática sobre el número de veces en que, al día, los hombres -entiendo que también, por supuesto, las mujeres- pensamos en el Imperio Romano en una expresión que tuvo bastante eco en la agenda informativa durante el pasado año. Y está claro que al margen de las que fueron sus explicaciones -un mundo de hombres en el que cualquier hombre puede dar rienda suelta a muchas de sus fantasías de poder y de dominio- Roma nos fascina, la invocamos, y pensamos en ella porque es un lugar seguro al que volver. Seguro en términos ideales -pues, seguramente, poco tiene que ver la Roma ideal que imaginamos o recreamos con la Roma real- pero también seguro en términos reales, históricos. Roma nos ofrece una serie de lugares comunes, de referentes, que nos permiten no sólo entendernos a nosotros mismos sino, dada la durabilidad de su dominio, contemplar, también, situaciones históricas que, es cierto, en ocasiones, parecen repetirse o que, si no, al menos, nos ofrecen escenarios con los que compararnos.

Esa percepción de Roma como lugar seguro, estable, ordenado, racional, bien administrado y, por tanto, perdurable, forma parte, de hecho, de la propia tradición historiográfica romana que fue capaz -sobre todo en lengua griega- de transmitir esa imagen a las generaciones futuras con una serie de clichés que todos relacionamos con Roma cuando pensamos en ella. Por ejemplo, con Polibio, consideramos que la expansión de la cultura y del modo de vida romanos acabó por mejorar la vida de los pueblos a los que dicha potencia se impuso [1]. Con Estrabón atribuimos a Roma la capacidad de crear una "casa común" en la que los recursos y los bienes se compartían a ambos lados del Mediterráneo por medio de una tupida red de ciudades y calzadas [2]. Con Flavio Josefo [3] admiramos la constancia, capacidad de entrenamiento, trabajo y disciplina del ejército romano -responsable para él de la expansión de Roma y razón por la que espetó a sus paisanos judíos que la resistencia era en vano- y con Apiano [4] reconocemos los méritos de una administración absolutamente eficaz y, especialmente, omnipresente a partir de una excelente simbiosis entre el poder central y la autonomía local concretada en “vigilar las provincias tratando de evitar el provocar en ellas hostilidades”.

Teniendo en cuenta esta percepción, en los inicios de la investigación sistemática sobre la Historia Antigua, en los siglos XVIII y XIX, muchos de esos elementos pasaron a formar parte del juicio que los primeros historiadores de la Antigüedad -en parte impactados por el particular appeal del legado de Roma, tanto del material, monumental, arqueológico como del jurídico y normativo- hicieron respecto del mundo romano.

Así, Edward Gibbon, probablemente el mejor representante de la tardía Ilustración europea y acaso el último representante de una generación de británicos interesados en el mundo antiguo antes de que el siglo XIX estuviera dominado por la historiografía alemana, escribía en su celebrado The History of the decline and fall of the Roman Empire, cuya primera edición es de 1776 [5]:

“Domestic peace and union where the natural consequences of the moderate and comprehensive policy embraced by the Roman (...); the obedience of the Roman world was uniform, voluntary, and permanent. The vanquished nations, blended into one great people, resigned the hope, nay even the wish, of resuming their independence, and scarcely considered their own existence as distinct from the existence of Rome. The established authority of the emperors pervaded without an effort the wide extent of their dominions, and was exercised with the same facility on the banks of the Thames, or of the Nile, as on those of the Tiber. The legions were destined to serve against the public enemy, and the civil magistrate seldom required the aid of a military force. In this state of general security, the leisure as well as opulence both of the prince and the people were devoted to improve and to adorn the Roman Empire (...) All the cities were connected with each other, and with the capital, by the public highways, which issuing from the forum of Rome, traversed Italy, pervaded the provinces, and were terminated only by the frontiers of the empire (...) Such was the solid construction of the Roman highways, whose firmness has not entirely yielded to the effort of fifteen centuries. They united the subjects of the most distant provinces by an easy and familiar intercourse; but their primary object had been to facilitate the marches of the legions; nor was any country considered as completely subdued, till it had been rendered, in all its parts, previous to the arms and the authority of the conqueror. The advantage of receiving the earliest intelligence, and of conveying their orders with celerity, induced the emperors to establish throughout their extensive dominions, the regular institution of posts”.

De este modo, la paz, la autoridad de los emperadores, el compromiso de los cargos públicos a escala local, la seguridad militar y comercial, la conectividad y la vertebración fueron, a juicio de Gibbon -un juicio inspirado en Tácito y, como se ha visto, en tópicos presentes en las fuentes romanas- parte del éxito y de la duración del Imperio Romano. Algunos años más tarde, el que podemos considerar padre de todos los historiadores de la Antigüedad -ganador de un Premio Nobel de Literatura en 1902 por su aclamada Römische Geschichte publicada entre 1854 y 1885- Theodor Mommsen, a partir de un análisis de Roma claramente realizado en tiempo presente y admirando de ella la eficacia administrativa propiamente prusiana volvía sobre esos tópicos de seguridad, eficacia administrativa y uniformidad cultural que ya estaban presentes en Gibbon y que, seguro, todos tenemos presentes cuando pensamos en Roma, escribía en su Historia de Roma [6]:

“Rara vez se mantuvo el gobierno del mundo en un orden tan durable y persistente, y las recias normas administrativas trazadas por César y Augusto y continuadas por sus sucesores en el trono mantuviéronse en conjunto con su maravillosa firmeza, pese a todas las mudanzas de dinastías y dinastas (…) Lo verdaderamente grandioso de estos siglos consiste en que la obra ya cimentada, la implantación de la civilización grecolatina, bajo la forma del desenvolvimiento del régimen municipal de las ciudades y la incorporación gradual a esta órbita de los elementos bárbaros, o, por lo menos, extraños, obra que requería, por su propia naturaleza, para desarrollarse por sí misma, siglos de incesante actividad y de sosiego, encontró en efecto el largo plazo y la paz que necesitaba, tanto por mar como por tierra (...) Este imperio aseguró la paz y la prosperidad de las muchas naciones agrupadas en él, más largo tiempo y de un modo más completo que ninguna otra potencia dirigente anterior (…) Y si algún día bajase del cielo un ángel del Señor y estableciese un balance de gobierno para saber cuándo, si entonces u hoy, fueron gobernadas con mayor inteligencia y mayor humanidad aquellas regiones denominadas por Septimio Severo, y si desde aquellos tiempos han progresado o han retrocedido en general, en estos países, la moral, las costumbres y la felicidad de los pueblos, es harto dudoso que el fallo recayese a favor de la época actual (... es así) cuando tratamos de explicarnos aquel fenómeno impresionante de la Roma que, siguiendo las huellas de Alejandro, dominó y civilizó al mundo”.

Lo cierto es que ya los autores antiguos, entre los siglos III y IV d. C. se dieron cuenta de que, por entonces, algunos de esos elementos que habían garantizado la paz y prosperidad de Roma se habían quebrado. Estos autores, como Próspero de Aquitania, por ejemplo, o Agustín de Hipona, hablaron del occasus mundi [7], del final del mundo y, también, de un evidente cambio de ciclo como cuando en las Confesiones el obispo de Hipona escribía mundus transit et omnia in eo [8] aunque confiaba en que ese tránsito terminaría en una renovación de los tiempos y, también, de la Historia. También Mommsen, a partir de Diocleciano, y Gibbon, siguiendo a Casio Dión y su teoría de las edades en la Historia de Roma, a partir de Septimio Severo, fueron desgranando algunos de los componentes de esa crisis, de ese "decline and fall" que, en expresión gibboniana, ha tenido bastante éxito incluso en la cultura popular y hasta cinematográfica: "decadencia y ruina", "ruina y caída". La disolución de la eficacia de la administración, la conversión del ejército en un cuerpo de mercenarios, la tumultuaria elección de emperadores por las provincias y los cambios de personalidad y estridencias de los emperadores, en particular, a juicio de Gibbon, los posteriores a Alejandro Severo, evidenciaban un claro cambio de ciclo que potenció, desde el siglo XVIII, esa singular -y aun vigente- narrativa del "decline and fall".

Sin embargo, recientemente, los trabajos de Bryan Ward Perkins han tratado de matizar esa idea de la decadencia de Roma dando carta de naturaleza a una advertencia de cambio cultural y de transición, más que de ruina y declive, ya planteado por otro de los títulos de referencia en la cuestión, el The World of Late Antiquity de Peter Brown, publicado en 1971. Para el historiador irlandés, a partir del año 200 d. C., se produjeron una serie de transformaciones en Roma que no fueron negativas pero que acabaron por abrir un nuevo tiempo en el que, acaso, la "decadencia" no era el término clave sino que, más bien, se asistía a una "revolución cultural y religiosa" [9], revolución que comenzaría en el Bajo Imperio e, incluso, en lo que ahora ha dado en llamarse periodo medio-imperial, y continuaría por un tiempo demasiado largo, hasta, prácticamente, la recuperación de la unidad ideológica antes Romana, con la coronación de Carlomagno en Aachen en el año 800.

Pese a esa matización del concepto de caída y decadencia al que nos estamos refiriendo, el periodo ha resultado tan sugerente que hasta historiadores alemanes, como Alexander Demandt, en su Der Fall Roms, publicado en Munich en 1984, enumeró hasta 210 razones que, en alguna ocasión, la historiografía había empleado para explicar la transformación del Imperio Romano en la tardoantigüedad. Aunque los factores pueden verse en la presentación que abría estas líneas, y, ciertamente, como ha recordado recientemente el propio Bryan Ward Perkins [10], suenan especialmente impactantes en la lengua alemana, no parece que muchos se distingan de los que actualmente se están citando como elementos clave en la llamada crisis de la posmodernidad, el momento histórico que, de hecho, estamos viviendo. Así, entre los incluidos por Demandt figuran: el agotamiento ideológico, la pérdida del argumento de autoridad, la crisis de la intelectualidad, la hybris de determinados territorios, algunos ejercicios imperialistas agresivos, el panem et circenses, las alteraciones climática, el auge de los totalitarismos o los conflictos fronterizos asuntos todos que recuerdan, tristemente, a la agenda actual. En este sentido, si emulando a Demandt, enumeramos los problemas que la sociología actual suele citar a propósito de la crisis de la posmodernidad o las que los analistas políticos suelen referir como claves del cambio posmoderno, encontramos algunos valores que si bien no figuran en la lista historiográfica de este investigador alemán sí es evidente que formaron parte de los factores que aceleraron la transformación de Roma, tanto de los citados por Gibbon o por Mommsen como los que, en seguida lo veremos, ha ido aportando la historiografía más reciente que, al respecto, ha abierto algunas nuevas visiones sobre la crisis de Roma que resultan sugerentes y que diagnostican algunos aspectos del tiempo actual. Así, entre esos factores propios de la crisis de nuestro tiempo es recurrente citar el fin de la globalización acompañado de un fortalecimiento de las identidades locales disgregadoras de las que los proteccionismos económicos podrían ser una manifestación; la negación o puesta en duda de la libertad a partir de un cada vez más intervencionista control estatal; el orillamiento de la verdad o la aparición de la posverdad a partir del triunfo del relato y de la cultura de la cancelación; o, en definitiva, y guarda relación con el primer punto, las perniciosas consecuencias de la revolución tecnológica. Qué duda cabe que el triunfo de las periferias -con los pronunciamientos militares de la anarquía de la Roma del siglo III d. C.-, el aumento de la tasación económica y tributaria; la difusión del cristianismo y el cuestionamiento -pero también la adaptación y sincretismo- de los cultos tradicionales se han venido citando, por ejemplo en los prestigiosos coloquios The Impacts of Empire [11], como signos distintivos de la transformación tardoantigua que tienen presencia, también, en los problemas que copan cotidianamente las portadas de nuestros periódicos.

Acaso porque la investigación histórica encuentra su mayor estímulo en el análisis del presente, en los últimos años, no sólo se han añadido nuevas perspectivas a esta apasionante, y paradigmática, cuestión del final de la más estable de las civilizaciones de la Antigüedad sino que, también, se ha reflexionado abundantemente sobre el inicio de las transformaciones que acabaron con la generalización de un nuevo mundo ajeno ya al poder de Roma. Nosotros mismos, en dos volúmenes de reciente aparición publicados en Alemania, hemos reflexionado sobre esa cuestión con argumentos procedentes, sobre todo, de la perspectiva hispana y de la documentación material, epigráfica y arqueológica, asunto sobre el que luego volveremos. Ya en 1953, uno de los más influyentes estudiosos del Derecho de Roma, Álvaro d'Ors [12], sostuvo que, probablemente, el modelo romano de ciudad, en Occidente, resultó demasiado exigente para su sostenimiento por parte de las elites locales en una teoría que, en los años noventa, recuperó con acierto Géza Alföldy y que, acaso, por haber sido publicada en un trabajo de poca difusión internacional, pasó desapercibida [13]. Más recientemente, ha encontrado acomodo como auténtico best-seller el aclamado libro de Kyle Harper The fate of Rome en el que la peste antonina y el cambio climático se han puesto en el centro del debate sobre los agentes del cambio de modelo vivido por Roma desde, al menos, la muerte del emperador Marco Aurelio. Efectivamente, noticias como las que da Eutropio, al hablar de la muerte de la mayor parte de la humanidad en la gran pestilentia del siglo II d. C. [14] o la que, sobre los efectos de la distancia social sobre las ciudades afectadas por la citada epidemia, aporta Paulo Orosio [15] han resultado sugerentes para entender otro fenómeno que es inseparable de la transformación experimentada por Roma desde el último cuarto del siglo II d. C. que, desde luego, ha venido a restar fuerza a la tesis invasionista o administrativista y ha puesto en el centro del debate una cuestión más estructural que coyuntural por más que ésta -o éstas, pues fueron varias- resultase también influyente.

Quizás haya sido Greg Woolf, en un libro generalista publicado en 2022, Rome. An Empire's story, quien mejor ha descrito, prescindiendo de trabajos más especializados, que también los hay, especialmente en la literatura europea, dos de los factores que, nos parece, más han sido soslayados y más deben ser tenidos en cuenta a la hora de interpretar el por qué de la decadencia de una civilización de la que Occidente se siente heredero [16]. Efectivamente, como él señala, es evidente que, en Roma, desde antes del año 200 d. C., el desarrollo urbano se frenó completamente, al menos en Occidente fenómeno al que siguió, también, la reducción demográfica de muchos núcleos urbanos y que, como aduce, pone en evidencia que, efectivamente, y como recordó el ya citado Álvaro D'Ors, del que luego se hizo eco Géza Alföldy, el Imperio Romano fue, esencialmente "a world of farmers". Un mundo de granjeros, de agricultores, típicamente pre-industrial, que, seguramente, encerraba en su dependencia de la vida urbana y en el sostenimiento primario de la misma, la semilla de su propia debilidad.

Aunque está claro que los textos literarios resultan el documento esencial de la labor del historiador es sabido también que éstos, a partir de, al menos, la Historia Augusta, adoptan un valor más encomiástico que historiográfico lo que limita notablemente contar con evidencias que resulten válidas y que estén desprovistas del ropaje retórico propio del momento. Es por ello que, nos parece, la mejor manera de aproximarse al verdadero "core" de la crisis de Roma y obtener de ella reflexiones metodológicas y sociológicas para el presente desde las lentes del pasado, es dar entrada, en la ecuación que ha de explicar esa transformación, a los dos elementos que, precisamente, Greg Woolf ha puesto en valor en su título de hace apenas tres años: la vida urbana y la situación económica susceptibles de ser estudiadas a partir de la evidencia material y de los datos epigráficos que, al menos para Occidente, se están revelando decisivos para ver en qué medida, muchos de los elementos que antes citábamos a partir del listado de Demandt, realmente no fueron causantes de la transformación sino simplemente elementos añadidos, superpuestos, coyunturales, a una crisis que fue, esencialmente, estructural, sistémica y que gravitó, de hecho, sobre al binomio: ciudad/economía. Es decir, sobre, fundamentalmente, la economía urbana. No puede ser de otro modo en una civilización que, desde Augusto, al menos, constituyó un gran Imperio de ciudades. La mirada, por tanto, a la evidencia arqueológica, material, a los ritmos del desarrollo urbano y a las inscripciones, a la evidencia jurídica, nos parece, puede aportar nuevas luces a la crisis de Roma y, sí, también a nuestra transformación -e incluso decadencia- como civilización.

En esta discusión, nos parece que la evidencia procedente, en el campo arqueológico y en el epigráfico, de la península ibérica, en el extremo occidental del Occidente del Imperio, puede resultar, y está resultando, de hecho, tan paradigmática como ilustrativa. Recuérdese que, al margen de Sicilia, resultó uno de los territorios que primero fue administrado conforme al Derecho de Roma desde que, en el 196 a. C., se fundaron las provincias Citerior y Vlterior. Además, fue escenario, entre los años 80 y 40 del siglo I a. C., de dos de las tres guerras civiles de la República romana lo que, sin duda, es prueba de la integración de sus habitantes en las claves políticas de Roma. Fue, también, corte imperial durante unos años en época de Augusto, cuando el emperador eligió el territorio cántabro para legitimarse con una guerra externa tras su victoria contra Antonio en la administración del legado cesariano lo que motivó una notable transformación de su vida urbana y de su aparato administrativo. Y, de hecho, como narra Tácito, fue en su solar, y en Tarraco, la actual Tarragona, donde se erigió el primer templo del culto imperial provincial que sirvió in omnes prouincias exemplum. Aunque también Adriano, como cuenta la Historia Augusta, recaló en Tarraco, fueron, seguramente, los acontecimientos del año 68-69 d. C. los que, con dos partidarios al trono imperial procedentes del solar hispano, Otón y Galba, llamaron la atención de la maduración política y del valor estratégico de la península ibérica. No en vano, Vespasiano, recién inaugurada la dinastía flavia, la primera de proclamación militar en el aún joven Principado, decidió que todas las comunidades hispanas que no eran ya colonias y municipios pasasen a serlo motivando una notable transformación urbanística de un buen porcentaje de las 500 ciudades que, se calcula, hubo en el territorio hispano y, sobre todo, garantizando la implicación de la elite local en el gobierno de las mismas medida que acabó por multiplicar el número de los ciudadanos romanos y por hacer eficaz el binomio entre poder central y autonomía local que, como vimos en Mommsen y en Gibbon, resultó una de las señas de identidad del éxito y la estabilidad de Roma.

Esa extensión del derecho Latino a toda Hispania, testificada por Plinio y por otras evidencias de naturaleza, fundamentalmente epigráfica, supuso un revulsivo para la vida urbana hispanorromana. En muchas comunidades que, hasta entonces, habían sido extranjeras a Roma, fueron los notables locales, testificando, además, su condición de primeros magistrados del nuevo ordenamiento municipal, los que promovieron equipamientos públicos nuevos que contribuyeron -sobre todo los de naturaleza cívica- a mejorar las comodidades urbanas de sus ciudades. Los datos arqueológicos así lo testifican pero, también, los epigráficos. Sin ánimo de exhaustividad, podemos citar un ejemplo por provincia. Por ejemplo, en Andelo (Mendigorría, Navarra), en la Tarraconense, dos magistrados, ediles, sufragaron la construcción de un recinto de culto dedicado a Apolo, bajo la forma del culto imperial, mientras esperaban recibir la ciudadanía romana -pues su onomástica es todavía latina- al terminar su servicio público municipal. La forma del monumento es muy parecida a la de otro que un matrimonio de notables de la ciudad, Marco Fabio Novo y Porcia Faventina, dedicaron en la vecina ciudad de Los Bañales de Uncastillo (Zaragoza), acaso Tarraca. En Lusitania, por su parte, un antiguo magistrado indígena que, tras la municipalización de su ciudad, siguió desempeñando cargos públicos, M. Fidio Macro, construyó un sensacional arco de cuatro vanos en el punto de la ciudad en que la vía se convertía en decumanus, entre el foro y las termas del municipio de Capera (Cáparra, Cáceres). Finalmente, en la Bética, en la sierra de Sevilla, en un área minera, varios notables rendían culto al emperador en una ciudad, Munigua, que se ha convertido -por su grandilocuente arquitectura, pero no sólo por eso- en un paradigma de las luces y de las sombras de este proceso de incentivación de la vida urbana hispanorromana que, además, aunque sin conexiones jurídicas, está bien documentado para la época en otras provincias romanas, como recientemente hemos podido estudiar.

Entre las singulares inscripciones en bronce que, de época romana, se conservan en la península ibérica, el Museo Arqueológico de Sevilla custodia una muy singular para el asunto que nos ocupa. Se trata de la copia en bronce de una carta del emperador Tito, fechada en septiembre del año 79 d. C., apenas un par de meses después del fallecimiento de su padre Vespasiano, y dirigida a los decuriones et quattuoruiri de Munigua. La carta, que, pese a su contenido, los Muniguenses recibieron con alegría y acabaron por exponer en la plaza pública de la ciudad, fue enviada por la cancillería imperial en respuesta a una que, meses antes, aquéllos habían hecho llegar al emperador pidiéndole indulgentia ante el endeudamiento que habían contraído con un contratista de servicios públicos, Seruilio Polión, que habría llevado a la comunidad a una situación grave de desequilibrio financiero, de tenuitas, como Roma solía describir estos problemas y desajustes de naturaleza financiera. Respondiendo el emperador que no procedía indulgentia alguna y que debían pagar lo que adeudaban, el documento -como otro un poquito anterior, procedente de Sabora (Cañete La Real, Málaga), firmado por Vespasiano, en este caso, éste perdido de antiguo- permite rastrear las difficultates et infirmitates que, en términos de sostenibilidad económica, debió generar para muchas comunidades hispanas el beneficio de tener que gestionarse, desde época flavia, de forma autónoma.

En este sentido, nuestras investigaciones arqueológicas de las últimas décadas en una de estas, en su momento, splendidissimae ciuitates, Los Bañales de Uncastillo, enclave ya antes citado, ha puesto de relieve de qué modo apenas cien años después de la recepción del título de municipio, muchas de estas comunidades que -como ha subrayado con acierto no hace mucho, en un volumen clave sobre la cuestión, Javier Arce- "nunca fueron grandes ciudades" [17] ya no disponían de ninguno de los elementos que pueden configurar la check-list del funcionamiento municipal y que, también, en nuestro imaginario colectivo, explican muy bien lo que era, o debía ser, desde la óptica material, una ciudad romana. Arce toma esa lista de los méritos que los Orcistani, una comunidad del noroeste de Phrygia, en Asia Menor, adujeron a Constantino entre el año 328 y el 330 d. C., para recuperar el viejo estatuto cívico de que en su día disfrutaron y que habrían perdido. A saber, antigüedad (uetustissimum oppidum), situación privilegiada en el ámbito geográfico circundante (situ adque ingenio locus opportunus esse), número suficiente y permanente de curiales, magistrados y población de ciudadanos (annuis magistratuum fasces ornaretur), servicio de abastecimiento de aguas en uso (aquarum ibi abundantem adfluentiam), baños públicos y privados (labacra publica et priuata), foro adornado con estatuas de los emperadores anteriores (forum istatuis ueterum principum ornatuum), y, en el caso específico de Orcistus, sus numerosos molinos de agua (ex decursibus praeterfluentium aquarum aquimolinarum numerum copiosum) que garantizaban la sostenibilidad local. El caso de Los Bañales, en este sentido, es paradigmático: promocionada al estatuto municipal en época flavia, los principales signos de dignitas de la comunidad estaban arruinados o habían perdido su función original apenas ciento diez años más tarde: el foro, con su basilica, sus programas escultóricos y su criptopórtico meridional, era ya un espacio para el reciclaje y el aprovechamiento irregular del bronce y el mármol de sus estatuas dando cabida, además, a estructuras parasitarias que contravenían la legislación local; algunos antiguos espacios públicos de la parte baja de la ciudad habían sido amortizados y habían transformado su uso deviniendo en áreas residenciales o artesanales privadas; y, en definitiva, la limpieza del viario urbano y el abastecimiento de agua, con el inicio de la colmatación del embalse que hacía las veces de caput aquae del sistema, se había abandonado por completo.

De hecho, y aunque Los Bañales de Uncastillo resulte un paradigma de esta transformación, no se trata de la única comunidad urbana hispanorromana que a mediados del siglo II d. C., estaba en proceso de desmantelamiento tras dos centurias de intensa y ferviente actividad constructiva . Los ejemplos se multiplican en la Hispania Romana y en Occidente y se explican por causas diversas entre las que pueden citarse la competencia con otros centros próximos o una economía especialmente focalizada en un único recurso. Pero, más allá de las razones, está claro que esa pérdida de vitalidad de la vida cívica, volviendo a Gibbon, no deberá acaso llevarnos a considerar si la crisis de Roma no fue precedida -como afirmó también Álvaro D'Ors y de acuerdo al dato aportado por Greg Woolf en torno de las dinámicas urbanas- por una crisis de las ciudades que, al final, eran la hebra que tejía la eficacia de la administración imperial y que, más allá de su aspecto material, de su stadtbild, evidenciaban también una nítida ideología por citar ese binomio, stadtbild und ideologie, que, desde Paul Zanker [18] a mediados de los años noventa, ha marcado la investigación sobre la vida urbana en Occidente.

En su antes citado libro de 2017, Kyle Harper escribía [19]:

“For historians, explaining the rapid disintegration of the empire has proved and enduring challenge. ‘Few things are more difficult in late-antique history than to know why, in the western half ot the empire, the Roman military and the Roman government failed’. If anything, the scope of the problem has only become even more daunting in recent years, as we have increasingly come to appreciate the robust recovery from the crisis of the third century. The empire roared back, and it is harder than ever to lay the blame for its demise on a progressive decay from within or a spiral of inevitable dissolution”.

Nos parece que, como hemos adelantado más arriba, una mirada a la documentación jurídica de naturaleza municipal, puede aportar algunas luces al respecto y ayudarnos en esa explicación. Sugiero, aquí, traer a colación tres secciones del más extenso reglamento de funcionamiento de comunidades urbanas con que contamos en todo Occidente y que procede de una, por otra parte, muy pequeña comunidad -de la que, arqueológicamente, apenas nada sabemos- de la provincia de Sevilla, en El Saucejo, que fue solar del municipium Flauium Irnitanum. Transcribimos tres disposiciones, capítulo 80, 31 y 83 de la denominada lex Irnitana:

"Si los decuriones (…) hubiesen decretado que era necesario tomar prestado algún dinero en interés de la gestión del municipio flavio Irnitano y, si ese dinero ha sido anotado como gasto para los munícipes, siempre que no se anoten como gasto cada año más de 50.000 sestercios, salvo si es con permiso del gobernador de la provincia (…) los munícipes (…) deben adeudar las cantidades que hayan sido así anotadas como gasto (erogatio pecuniae)".

"El año en que haya en este municipio menos de 63 decuriones o conscriptos (…) que sean elegidos (facta decurionum conscriptorumue lectio sublectio) los titulares o suplentes sustitutos para que añadidos al número de decuriones o conscriptos que había en este municipio, por derecho o costumbre, antes de la difusión de esta ley".

"Quienes sean munícipes o íncolas de este municipio, o vivan dentro de los límites de este municipio, o tengan campos, todos ellos deben dar, realizar y proporcionar el trabajo o la contribución que los decuriones o conscriptos de este municipio hayan decretado que deben realizarse (munitione damni cui factum erit ex re communi it aestimetur)".

Aunque se trata sólo de una pequeña muestra que no hace justicia a la amplia casuística de cuestiones que se contemplan en estos reglamentos de los que las provincias hispanas han facilitado el catálogo más completo de todo Occidente, es evidente que la administración local romana nacía con varias obligaciones y condicionantes. En primer lugar, como lo llamó François Jacques, con el "privilège de liberté" [20]. La participación en los cargos públicos era libre y, sobre todo, era generosa. De hecho, los reglamentos municipales y las inscripciones cívicas hablan de la summa honoraria que los magistrados tenían que depositar ante las arcas públicas al acceder a sus cargos al margen de que de ellos se esperase un comportamiento generoso, liberalis, que permitiera, también, sufragar gastos públicos. Además de libre y generoso, por tanto, asumir los munera ciuitatium exigía un desembolso y la prestación de garantías, de cautiones, de carácter hipotecario que, a veces, podían impedir a un magistrado electo tomar posesión de su cargo y desempeñar aquél para el que habían sido elegidos. En ese sentido, por lo tanto, había una clara obsesión por la cuestión de la sostenibilidad, por evitar situaciones de endeudamiento y por, como hemos visto, regular en buena medida la conformación, cumplimiento y salvaguarda de la pecunia communis, del presupuesto municipal. Este concepto, junto a la voluntad general de los nacidos en el municipio, la llamada res communis es absolutamente protegida y custodiada como una obsesión ante cualquier amenaza en varias de las rúbricas de la ley. Por último, y sin ánimo de exhaustividad, como hemos visto, en unas comunidades que aplazaban sus asuntos públicos en periodos de cosecha y vendimia -lo que habla de las bases agrícolas, ya antes citadas, de muchas de estas comunidades- parte del sostenimiento de algunos de los munera municipalia -limpieza, custodia y mejora de la red de caminos, canales o acequias- descansaba sobre la propia población en una suerte de trabajos colectivos, munitiones, pero personales, munera personalia, que se esperaban de los municipes. Es evidente que ante un modelo municipal tan voluntarista como exigente económicamente, cuestiones coyunturales como el cambio climático, el aumento de la tributación, la crisis económica o los conflictos civiles que se abrieron en Roma a la muerte de Cómodo debieron ser demasiado gravosos como para ser soportados por un modelo de articulación territorial que, a partir del siglo II d. C., tuvo que redimensionarse de forma clara [21].

“Such was the unhappy condition of the Roman emperors, that, whatever might be their conduct, their fate was commonly the same. A life of pleasure or virtue, of severity or mildness, of indolence or glory, alike led to an untimely grave; and almost every reign is closed by the same disgusting repetition of treason and murder. The death of Aurelian, however, is remarkable by its extraordinary consequences. The legions admired, lamented, and revenged their victorious chief. The artifice of his perfidious secretary was discovered and punished. The deluded conspirators attended the funeral of their injured sovereign with sincere or well feigned contrition, and submitted to the unanimous resolution of the military order (...)”.

Son palabras de Edward Gibbon [22] justo en el capítulo en que, con la muerte de Aureliano en el 214 d. C., él hacía arrancar la crisis general de Roma, ese "decline and fall" que, desde una perspectiva casi propia de Tácito, vinculaba a los vicios del poder romano y, de modo claro, también a los de quienes los detentaban. Theodor Mommsen, sin embargo, como vimos, cifraba en la pérdida de eficacia centralizadora de la administración romana el punto de arranque de ese singular "narrating decline and fall", en acertada expresión de Clifford Ando [23]. Seguramente por eso, factores exógenos se han aducido, tradicionalmente, para explicar la transformación de la Roma clásica hacia los tiempos de la tardoantigüedad. Por orden cronológico la peste antonina, el cambio climático, las guerras civiles de finales del siglo II d. C., la anarquía militar, la crisis económica y fronteriza del siglo III d. C. y, finalmente, en medio de esas alteraciones, las invasiones, han llevado a que se generalice esa idea de una decadencia jalonada por hitos externos propios del cambio de ciclo que abrió paso al ya citado mundo de la Antigüedad Tardía. Sin embargo, los estudios arqueológicos y, también, los epigráficos -que se sustentan sobre fuentes que, de hecho, están menos procesadas que las literarias, que los relatos de los historiadores- demuestran, en primer término, que la transformación a la que desde Gibbon resumimos con el término "decline and fall", en realidad, comenzó años antes casi a la vez que se propagó la peste antonina y a la vez que, por ejemplo, el comercio mediterráneo dio -en lo que respecta, por ejemplo, al aceite bético que llegaba al monte Testaccio de Roma- sus primeras muestras de debilidad y agotamiento, por tanto en el siglo II d. C. Pero, además, el hecho de que esas fuentes apunten claramente, por un lado, a una redimensión -cuando no abandono- de la vida urbana con la consiguiente ruralización de los paisajes y a una retirada de la elite local del comprometido servicio, político y edilicio, que otrora prestaban en sus comunidades y a que esa redimensión tuvo consecuencias, también, de carácter económico y administrativo permite poner el foco en que, acaso, fueron problemas estructurales los que -aderezados, eso sí, por condicionantes externos en una época medio-imperial tremendamente compleja- aceleraron la decadencia de Roma que puede verse ahora con unas lentes nuevas a tenor de las últimas investigaciones y de los datos que arroja el estudio de las comunidades locales de Occidente.

Está claro que la Historia de Roma -y eso es lo que la hace grande- no es sólo lo supuestamente acontecido en el pasado de esta civilización sino, también, aquello que cada época ha narrado sobre ese pasado más o menos mitificado o, incluso, mistificado, del que las civilizaciones occidentales se reconocen herederas. Y, aun podríamos decir más, la Historia de Roma es también aquello que cada periodo histórico ha admirado de ese pasado. Es evidente que esa Europa que fue romana hace frente hoy a un particular “decline and fall” que ofrece algunos retos singulares en los que, acaso, Roma y su histórica, y romántica, decadencia y ruina, tienen algo que decir sabedores de que, de acuerdo con el historiador Tácito, como dijo el emperador Claudio en el Senado de Roma en los años 40 del siglo I d. C. [24], aquello que hoy “defendemos como precedentes, será considerado precedente” en el futuro.

El primero de esos retos es, desde luego, reconocer -sin cancelaciones ni revisionismos- el pasado en que las tierras de Europa escribían y protagonizaban la Historia conscientes, claro está, de que hay aspectos de la sociedad y la política romanas que nunca serán ejemplarizantes pero que nos posicionan ante un momento de la Historia en que sí existió una unidad política y cultural que, acaso, ha estado siempre detrás del singular sueño de la construcción europea y que, desde un punto de vista catártico, de pasado compartido, tiene mucho que ofrecer en estos tiempos de atomización e incertidumbre. El segundo tiene que ver con un necesario examen interno. Si, como hemos visto, la crisis de Roma no tuvo tanto que ver con elementos coyunturales exógenos sino con debilidades internas -administrativas, locales, cívicas- que nacían del propio régimen ciudadano, está claro que las transformaciones que hoy vive Europa -y, en general, el mundo- nos obligan a reconsiderar nuestras raíces, nuestra identidad y, por tanto, también nuestras propias convicciones para cimentarse éstas, si cabe, con mayor fuerza y enfrentar de ese modo los vaivenes de este mundo que, parece, ha dejado también de ser global y que sólo podremos recomponer si somos capaces de reedificarlo sobre valores compartidos, algo de lo que Roma nos da una buena serie de ejemplos y también de anti-modelos. Por último, como hemos visto, la verdadera ruina de Roma no sólo vino precedida de la crisis de sus ciudades sino que consistió, como Peter Brown recordó, en una sustitución de valores que hizo que el edificio estable de esa civilización perdiera cohesión no sólo ideológica sino, también, administrativa y práctica. Si, efectivamente, la Historia es, como afirmó Polibio, el saber que mejor prepara al hombre para la vida política y para los cambios de fortuna, vamos a necesitar -necesitamos ya- buenas dosis de Historia -y de Historia de Roma- para enfrentar el futuro de Europa como proyecto global, identitario y supranacional. Tenemos fuentes para inspirarnos, ahora, hará falta voluntad para ejecutar ese futuro.

NOTAS.- Sin ánimo de exhaustividad se recogen aquí las notas bibliográficas y referencias a fuentes que no se precisan en la presentación embebida más arriba, que acompañó a la conferencia. Si sobre alguno de los asuntos se ha tratado en otros posts de la serie "Disputationes" de este blog, se remite directamente a las entradas en cuestión. Por último, de los volúmenes cuya editio princeps fue en inglés, se ofrece en el texto cita en dicha lengua, por razones obvias de la preparación de la conferencia pero si existe traducción al castellano, se indica en estas notas. [1.] Polibio, Historias, 6, 1, 3 y 22, [2.] Estrabón, 1, 2, 1 y 2, 5, 12, [3.] Flavio Josefo, Bellum Iudaicum, 3, 71-74, 85-88, 98-101 y 103-16, [4.] Appiano, Historia Romana, 3, 11, [5.] GIBBON, Edward, The History of the decline and fall of the Roman Empire. Volume I. The turn of the Tide, The Folio Society, Londres, 1983, pp. 64-65, sobre este volumen existe edición castellana de EpubLibre, de 2014, disponible aquí, [6.] MOMMSEN, Theodor, El mundo de los Césares. Volumen V. Las provincias, de César a Diocleciano, Fondo de Cultura Económica, Méjico, 2011, pp. 19-24, traducción al castellano de la Römische Geschichte que está disponible aquí íntegramente [7.] Próspero de Aquitania, Chronica, 2, [8.] Agustín de Hipona, Confesiones, 9, 4, [9.] WARD-PERKINS, Bryan, The fall of Rome and the end of civilization, Oxford, 2005, pp. 3-4, libro sobre el que Espasa publicó traducción al castellano como también la hay del seminal volumen del Peter Brown, por ejemplo en Taurus [10.] WARD-PERKINS, Bryan, op. cit. p, 33 [11.] HEKSTER, Olivier, Crises and the Roman Empire. VII Workshop of the International Network Impacts of Empire, Leiden, 2007, [12.] D'ORS, Álvaro, Epigrafía jurídica de la España romana, Madrid, 1953, p. 142, [13.] ALFÖLDY, Géza, "Hispania bajo los Flavios y los Antoninos: consideraciones históricas sobre una época", en De les structures indígenes a l'organització provincial romana de la Hispània Citerior: homenatge à Josep Estrada i Garriga, Barcelona, 1998, pp. 11-32, [14.] Eutropio, Breviarium historiae Romanae, 8, 12 [15.] Paulo Orosio, Historia aduersus paganos, 7, 15, 15, [16.] WOOLF, Greg, Rome. An empire's story, Oxford, 2022, p. 57 [17.] ARCE, Javier, "La inscripción de Orcistus y las preocupaciones del emperador", en Urbanisme civique en temps de crise: les espaces publics d'Hispanie et de l'Occident romain entre les IIe et IVe s., Madrid, 2015, pp. 311-324, cuyo texto puede leerse completo aquí, [18.] TRILLMICH, Walter (ed.), Stadtbild und Ideologie: die Monumentalisierung hispanischer Städte zwischen Republik und Kaiserzeit, Munich, 1990, [19.] HARPER, Kyle, The fate of Rome: climate, disease and the end of an Empire, Princeton/Oxford, 2017, aunque existe edición en castellano en Plantea de los Libros, [20.] JACQUES, François, Le privilège de liberté. Politique impériale et autonomie municipale das les cités de l'Occident romain (161-244), Roma, 1984 [21.] ANDREU, Javier, "Retos y amenazas de la administración municipal durante el Alto Imperio: el caso hispano", Cadmo, 27, 2018, pp. 29-46, [22.] GIBBON, Edward, op. cit., p. 283, [23.] ANDO, Clifford, "Narrating decline and fall", en ROUSSEAU, Philipp (ed.), A companion to Late Antiquity, Sussex, 2009, pp. 60-76, esp. p. 60 [24.] Tácito, Annales, 11, 24.