ROMA VICTRIX

 

[Reverso ROMA VICTRIX en denario acuñado por Galba en la primavera del 68 d. C., RIC 45]

Desde el año 2016, cada verano, estudiantes de la Pontificia Universidad Católica de Chile y, desde 2022, también de la Universidad de Los Andes –ambas en Santiago de Chile– cruzan el océano para participar en el Programa de Arqueología de Los Bañales, en la modalidad internacional del mismo. Son siempre estudiantes extraordinarios, muy motivados y con una pasión por Roma que resulta tan admirable como contagiosa. El primero de todos esos estudiantes, Arturo Covarrubias -hoy ingeniero y, cuando se acercó por Los Bañales, todavía pregraduado en dicho título aunque con gran interés por la Historia- se dirigió a nosotros hace unos días pues Elena Irarrazabal, subdirectora del suplemento dominical Artes y Letras que acompaña a la edición de fin de semana del diario chileno El Mercurio, estaba preparando un reportaje que, titulado "Pasión por Roma" pretendía hacer balance de algunas de las manifestaciones de ese interés global actual por el pasado romano de Occidente y, también, ahondar en sus causas y en sus razones. Irarrazabal quería charlar con nosotros para ilustrar su reportaje y Covarrubias hizo de intermediario para ponernos en contacto y que pudiera responder a una serie de preguntas sobre la cuestión. La entrevista, a partir de nuestra respuesta a sus sagaces cuestiones, se cerró justo la víspera de que, en la sede de posgrado de la Universidad de Navarra, en Madrid, el 14 de febrero, interviniéramos en un coloquio sobre la herencia del mundo clásico, "Entre clásicos y selfies", en el que participó también Emilio del Río que acaba de publicar su Pequeña historia de la mitología clásica (Madrid, 2023) y que sigue triunfando con su Locos por los Clásicos (Madrid, 2022) y su Calamares a la romana (Madrid, 2020) entre otros títulos que tanto están haciendo por acercar el mundo clásico a un público masivo.

Aunque el reportaje, publicado el domingo 18 de febrero, resultó excepcional, nos pareció que la coincidencia de los dos eventos en una misma semana aconsejaba realizar en Oppida Imperii Romani, blog que, de hecho, aparece citado en reportaje, una suerte de making off que recogiera las preguntas que Elena Irarrazabal nos hizo llegar para preparar las dos extensas páginas que, a tres columnas, publicó El Mercurio y que, en cualquier caso, se ofrecen también a continuación. De esa manera, nos parece, el seguidor de este blog tendrá más material, si lo desea, para seguir ahondando en esa pasión por Roma que, de hecho, es, también, el motor de este espacio.

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- ¿Cómo entiendes la subsistencia de la “pasión por Roma” en la cultura actual, que se manifiesta en el éxito de los libros de Santiago Posteguillo y otros autores, en la nueva y exitosa exposición "Legion: life in the Roman army" del British Museum y en el interés que sigue suscitando la historia de Roma no solo en la academia, sino en el público masivo?

Cuando en 1856 el, probablemente, mayor historiador de Roma de todos los tiempos, el alemán Theodor Mommsen, publicó su Historia de Roma, en el prólogo al último de sus volúmenes afirmó que en ningún otro periodo de la Historia en general y de la Historia Antigua en particular naciones tan diversas y pueblos tan diferentes habían estado unidos, con tanta eficacia, bajo un sistema administrativo común y eficaz como durante el Imperio Romano y que éste constituía, además, una suerte de plenitud de los tiempos cuyo estudio podía aportar muchas enseñanzas al presente. Seguramente, esa mirada “en tiempo presente” a la Historia de Roma ha sido, desde entonces, absolutamente recurrente. Roma ofrece –también porque los propios historiadores de época romana concebían así la labor historiográfica– ejemplos inspiradores de eficaz administración, de buen gobierno, de integración jurídica y, sobre todo, en Occidente nos reconocemos bastante en su cultura, en su pensamiento, e, incluso, en su propia evolución constitucional.  Si ya para Valerio Máximo, un historiador romano de época imperial, rescatar los hechos y dichos memorables de los grandes prohombres de Roma tenía un valor pedagógico, incluso moral, hoy seguimos haciendo lo mismo y, casi, cada acontecimiento de nuestro presente, se proyecta hacia el pasado. Roma es, por tanto, pasado y proyección pues su legado vive entre nosotros. Nos seguimos sintiendo Romanos porque, en realidad, como nadie derogó la disposición del emperador Caracalla de conceder la ciudadanía romana a todos los hombres libres del Imperio, de algún modo, seguimos siendo, todos Romanos y hablando una lengua directamente derivada del Latín. Eso no es óbice para que, quizás, en la recepción histórica del legado de Roma, hayamos construido una imagen de Roma acaso muy apolínea, muy racional, casi prusiana, algo idealizada, que quizás no se corresponde con la civilización algo caótica y, en algunas cosas poco ejemplarizante, que, Roma, realmente, fue.

 -Si tuvieras que recomendar algún escritor o novelista actual que trate historias de Roma, ¿cuáles serían?  ¿E historiadores?

El fenómeno de la literatura de ficción, o histórica, en torno a Roma y al mundo clásico en general ha funcionado siempre comercialmente por todo lo dicho anteriormente y por razones que ya vertimos hace algunos años en este mismo blog. La Historia de Roma, desde la época de los reyes (siglos VIII al VI a. C.) hasta la época imperial (siglos I a. C. al V d. C.) pasando por la gran expansión mediterránea (siglos IV-II a. C.) y por la crisis republicana (siglo I a. C.) está llena de relatos fascinantes que resisten muy bien los lenguajes narrativos del cine y de la literatura, de la ficción. Además de Santiago Posteguillo, quizás podrían recomendarse autores como Andrea Frediani, Colleen McCullough o Harry Sidebottom, pero también algunos otros que suelen aparecer en los rankings al uso. En castellano están escribiendo novelas muy interesantes Juan Torres Zalba, Gabriel Castelló o Isabel Barceló. Pero, yo siempre, a mis estudiantes, suelo animarles a que, antes de consumir esa literatura de ficción –que tiene, en muchos casos, un buen trabajo de documentación histórica detrás– se acerquen a las fuentes en las que esos autores han bebido y que son, lógicamente, los grandes historiadores romanos. Es difícil descubrir un relato épico más fascinante que las historias de Polibio, mejor “novela” de intrigas palaciegas y mejor thriller psicológico que La vida de los doce Césares de Suetonio, mejor descripción de los problemas políticos de un tiempo convulso que la Conjuración de Catilina de Salustio o las Historias de Tácito o mejor novela bélica que La guerra de los judíos de Flavio Josefo, del que algo extractamos no hace mucho en Oppida Imperii Romani. Roma diseñó un modelo introspectivo y muy personalista de hacer Historia, que concedía un gran protagonismo a las individualidades, que ha tenido una gran influencia en la narrativa posterior y que, de hecho, explica que todos los novelistas que ahora escriben sobre Roma elijan, como centro de su relato, la vida y hazañas de un personaje central en la época que quieren novelar.

Entre los historiadores, y pese al éxito de Mary Beard, Fernando Lillo, Emilio del Río, o Néstor Marqués, todos muy recomendables, también recomendaría volver a los clásicos. La Historia de Roma de Theodor Mommsen, que mereció en 1902 el Nobel de Literatura; La revolución romana de Ronald Syme; El emperador en el mundo romano, de Fergus Millar –estos dos últimos profesores en Oxford–; la Historia social de Roma de Géza Alföldy; El oficio de ciudadano en la República romana o Roma y la conquista del mundo mediterráneo, de Claude Nicolet o las biografías sobre distintos emperadores –Vespasiano, Trajano, Adriano– de Barbara Levick o de Anthony Birley; las aproximaciones a la vida cotidiana de Robert Etienne o los modernos ensayos que, en materia de historia de las ideas o historia cultural, han escrito recientemente Greg Woolf, profesor en UCLA, o Andrew Wallace Hadrill, compañero de Mary Beard en Cambridge. Todos estos investigadores, algunos aun en activo, otros fallecidos, han sabido conjugar la buena investigación histórica con hacer las conclusiones de ésta asequibles al gran público. En Chile, Catalina Balmaceda, de la Universidad Católica de Chile, tiene también una dilatada producción investigadora sobre historiografía romana e historia política y cultural de la República, que conviene conocer pues aporta muchas claves para entender el presente. Y en toda Latinoamérica ha sido, como en Europa, un gran éxito El infinito en un junco, de Irene Vallejo, un ensayo sobre los libros en el mundo antiguo cuya parte sobre la producción escrita y la difusión del libro en Roma es deliciosa (sobre ella puede verse un post monográfico en Oppida Imperii Romani).

-¿Qué opinas de los libros de Santiago Posteguillo, que en Chile tienen mucho éxito?

Como comentábamos hace algunos años en Diario de Navarra (noviembre de 2018) Santiago Posteguillo es un maestro de la ficción narrativa. Maneja la pluma como nadie y, sobre todo, lo hace desde una técnica casi cinematográfica que resulta adictiva para el lector. Además, se documenta muy bien, visita los escenarios en que se desarrollaron los acontecimientos que elige como centrales para sus novelas y elige estos muy oportunamente siguiendo la mainstream dominante: grandes reformadores políticos que resultan atractivos en un contexto de auge de los populismos como el actual como en Roma soy yo o Maldita Roma; mujeres influyentes como en Yo Julia; o personajes de la periferia del Imperio que alcanzan el gobierno central, como en la trilogía sobre Trajano. En general, sus novelas suponen una buena introducción a la problemática histórica de periodos apasionantes de la Historia de Roma pero, personalmente, como anoté antes, yo siempre elegiré, y recomendaré, volver a los autores (Suetonio, Cicerón, el propio César, la Historia Augusta...) a partir de los cuáles él ha tenido que construir sus vibrantes relatos. Su éxito es, indirectamente, el éxito de todos esos cronistas e historiadores antiguos con que ha construido sus novelas.

- ¿Se abusa a veces de las comparaciones con la historia de Roma? ¿Por ejemplo, en relación al fin del Imperio y los tiempos actuales?

Sí, sin duda. Es cierto que el libro El fatal destino de Roma, de Kyle Harper –que se ha hecho eco de los problemas climáticos y, también, sanitarios, que salpicaron la ya denominada “crisis medio-imperial” de Roma– ha tenido un impacto extraordinario y, con el favorable contexto pandémico, ha vuelto a poner sobre la mesa los tópicos que ya Edward Gibbon, en su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, vertió sobre la fascinante Antigüedad Tardía (siglos III al V d. C.). Pero ya Amiano Marcelino, en el siglo IV d. C., describió que la apertura de fronteras, los cambios ideológicos y la debilidad política de Roma, y su cristianización, vaticinaban un mundo diferente. En cualquier caso, pese a que a veces se abuse de esas comparaciones, los procesos históricos vividos en el pasado son siempre un buen escenario desde el que entender y comprender el presente y, si es posible, corregirlo.

-El British Museum organiza ahora “Legion: life in the Roman army”, sobre la vida en el ejército romana ¿Se puede definir a Roma como un “Estado militar”? ¿Roma tenía un ejército “profesional”? 

Sin duda la expansión de Roma fue, hasta época del Principado, una expansión militar. Pero Roma fue mucho más que eso: su sistema administrativo, como destacó Mommsen, fue uno de los más perfeccionados –acaso con el persa– de todo el mundo antiguo con el diseño del aparato provincial y con un refinado equilibrio entre un poder central fuerte y una administración municipal muy empoderada que dejaba a la elite local protagonismo y responsabilidad en la toma de decisiones, edificio que sólo cuando se resquebrajó produjo los primeros síntomas de crisis a partir de comienzos del siglo III d. C. También, Roma supo crear, a partir de la gran revolución cultural de época de Augusto, un sentido de pertenencia, una idea de “patria común” en la que todos los hombres se sentían interconectados en torno al Mediterráneo como nunca antes lo habían estado. Y ello permitió que el mundo alcanzase una prosperidad económica desconocida hasta entonces.

Curiosamente, pese a esa potencia militar, a Roma le costó siglos contar con un ejército profesional. De hecho, entre el siglo VIII y los años 90 del siglo I a. C., como casi todas las sociedades arcaicas mediterráneas, el ejército era un ejército de ciudadanos que, además, costeaban, en función de su renta, su propia panoplia militar más ventajosa para los más ricos y más frágil para los más pobres. A ese ejército sí se fue añadiendo, al ritmo de la expansión, la pericia técnica especializada de los extranjeros, que se integraban como tropas auxiliares, complementarias, a la unidad básica, las legiones que, durante la monarquía y la república fueron ejércitos cívicos, de infantería ciudadana. Las reformas de Cayo Mario, tras varios intentos frustrados previos, transformaron el ejército de un ejército cívico a un ejército de civilización en el que quien se enrolaba acababa recibiendo, con su certificado de licenciamiento, con su honesta missio, la ciudadanía romana. El ejército tuvo un notable protagonismo en la crisis constitucional del modelo republicano y, también, en la llamada anarquía militar del siglo III d. C. pero algunos emperadores fueron capaces de emplearlo, también, con fines civiles para la construcción de infraestructuras que favorecieron la conectividad del Imperio, por ejemplo, Augusto o Vespasiano, acaso dos de los emperadores más habitualmente invocados –desde las propias fuentes romanas– como modelos de buen gobierno. 

-Y si bien el ejército romano logró conquistar y construir un imperio, ¿no había también un gran recelo y temor desde el mundo político al militar? ¿funcionaban los sistemas de check and balance o se perdieron en el Imperio?

Sí, sin duda. La constitución romana, desde el siglo VI a. C. en que se funda la república, estaba basada en cuatro poderes: cónsules, senado, asambleas populares y ejército. Y el pueblo controlaba dos de esos poderes, el comicial-electoral de las asambleas y el militar y coercitivo del ejército. Con la fundación del Principado, del régimen “imperial”, por encima de ese engranaje se colocó el emperador. Pero, por su carácter original de ejército cívico, durante gran parte de la República y, también, por la fidelidad que los soldados guardaban a sus comandantes –el denominado fenómeno clientelar, del que también nos ocupamos hace algunos años en este blog– algunas unidades militares de Roma se convirtieron casi en ejércitos privados, particulares, empleados como medio de presión por parte de sus comandantes. Así sucedió con Sila o con César en los años 80 y 40 del siglo I a. C. cuando, entrando con el ejército en la capital, en Roma, desafiaron la legalidad constitucional. Aunque el papel del ejército en las transformaciones políticas se redujo en época imperial qué duda cabe que éste jugó un papel importante también en las reformas que, por ejemplo, siguieron a la muerte de Nerón y motivaron el llamado “año de los cuatro emperadores” que acabó con la proclamación, militar, de Vespasiano. Conseguir un adecuado consensus, la concordia ordinum, entre ejército, senado, asambleas y poder central fue un reto al que debieron hacer frente todos los emperadores y, antes, también, los cónsules de la República.

-¿Cuáles son hoy, a tu juicio,  las áreas de la historia de Roma que están generando investigaciones o descubrimientos más interesantes?

Creo que fundamentalmente tres que, en cierta medida, surgen al ritmo del tiempo presente. Por un lado, la historia de las ideas, por otro la historia económica e institucional y, por otro la historia social y, sobre todo, la denominada “historia de género”. La convulsa crisis espiritual y de valores que vivimos ha convertido, de nuevo, a las Meditaciones de Marco Aurelio en todo un best-seller –un auténtico long-seller, como le gusta decir a Emilio del Río– y se está trabajando mucho para profundizar en de qué modo la historia de las ideas condicionó la práctica jurídica y política romana y alimentó los grandes debates políticos, sobre todo durante la República. Además, la constatación de una cierta debilidad institucional de Roma –a partir de la crisis de muchas de sus ciudades, que, en muchos casos, crecieron por encima de lo que sus recursos, básicamente agrícolas, podían luego mantener– ha abierto un sensacional panorama de estudio en torno al fenómeno de la gestión presupuestaria urbana y las exigencias del modelo municipal y colonial que Roma extendió por el Mediterráneo y en el que, acaso, la documentación arqueológica, esa auténtica materialidad de la Historia que son las fuentes arqueológicas, está resultando esencial como muestran nuestros proyectos de los últimos años en torno a los oppida labentia y los parua oppida. Por último, como un paso más en la historia social, si los años 60 y 70 fueron los años del estudio de los sectores desfavorecidos de la sociedad romana –esclavos y libertos– en los últimos años todos los focos están puestos en dar luz al rol de la mujer en la sociedad romana desde todas las perspectivas posibles, jurídicas, domésticas, políticas, asunto también recurrente en entradas recientes de este blog… En este último ámbito la documentación epigráfica, las inscripciones –el verdadero medio de comunicación de Roma– también se están convirtiendo en una fuente fundamental, como lo vienen siendo desde que, a finales del siglo XIX, la ciencia de las inscripciones, la Epigrafía, tomó carta de naturaleza como ciencia de la Antigüedad.

- ¿Ha llegado la cancelación y la mirada woke al análisis de la historia romana? ¿Cómo se expresa?

Sí. El gran peligro actual –en medio, también, de este consumo “de masas”, de la Historia romana– es el del presentismo, el de ver el pasado de Roma con los estándares del presente. Y, acto seguido, juzgarlo. Desde nuestra atalaya de supuesta superioridad moral nos permitimos juzgar a algunos de los protagonistas de la Historia de Roma siempre desde la mirada actual o tratamos de tergiversar las fuentes para que nos ofrezcan una imagen de ella que nos parezca políticamente correcta hoy ofreciendo una lectura del pasado totalmente condicionada y que no sirve a la verdad histórica sino a intereses políticos o sociales contemporáneos. El historiador de la Antigüedad debe reconstruir el pasado y, sobre todo, entenderlo en las que fueron sus causas y dinámicas pero no le corresponde, en absoluto, juzgarlo. Si se da el paso a ese juicio se abre la puerta a eliminar episodios de la historia o de la mitología romana por no considerarlos ejemplarizantes y a fabricar, por tanto, una Historia de Roma, a nuestra medida, casi de conveniencia (a propósito de esto puede verse la tertulia que, sobre la cuestión, mantuvimos hace algunos meses en Vitoria organizada por la asociación Raíces de Europa, y disponible en YouTube en el recomendabilísimo canal de vídeos de este colectivo). 



SEPTIMIA, AMOENAE FILIA

 

[Gone but not forgotten, por John William Waterhouse, 1873]

"La ciencia histórica nos deja en la incertidumbre acerca de los individuos. Sólo nos revela aquellos puntos en que se unieron a las acciones generales (...) estos hechos individuales sólo tienen valor porque modificaron los acontecimientos o porque habrían podido desviar su curso. Son causas reales o posibles. Hay que dejárselas a los científicos (...) Las ideas de los grandes hombres son el patrimonio común de la humanidad: lo único que ellos realmente poseyeron fueron sus extravagancias. El libro que describiese a un hombre con todas sus anomalías sería una obra de arte, como una estampa japonesa en la que se ve eternamente la imagen de una pequeña oruga descubierta una vez a una hora particular del día. Las historias no dicen nada de estas cosas. En la basta colección de materiales que proveen los testimonios, no hay muchos fragmentos singulares e inimitables. Los biógrafos antiguos son especialmente avaros. Como no apreciaban mucho más que la vida pública o la gramática, nos transmitieron de los grandes hombres sus discursos y los títulos de sus libros. Fue el mismo Aristófanes el que nos dio la alegría de saber que era calvo, y si la nariz chata de Sócrates no hubiera sido usada en comparaciones literarias, y su costumbre de caminar descalzo no hubiera formado parte de su sistema filosófico de desprecio por el cuerpo, sólo habríamos conservado de él sus interrogatorios sobre moral. Los chismes de Suetonio no son más que polémicas rencorosas (...) Estamos reducidos a consultar a Ateneo, a Aulo Gelio, a los escoliastas y a Diógenes Laercio, que creyó haber compuesto una especie de historia de la filosofía (...) Por desgracia, los biógrafos siempre creyeron que eran historiadores. Y así nos privaron de retratos admirables. Supusieron que sólo podía interesarnos la vida de los grandes hombres (...) Si se tentara el arte (...) no haría falta describir minuciosamente al hombre más grande de su tiempo, o señalar las características de los más célebres del pasado, sino contar con la misma dedicación las existencias únicas de los hombres, hayan sido adivinos, mediocres o criminales"

Como verá quien se acerque a la etiqueta "Epigraphica" de este blog, desde el curso 2019-2020 impartimos, en el Diploma de Arqueología que ofrecemos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, la asignatura "Epigrafía e instituciones romanas". En las sesiones introductorias a la materia solemos poner el acento -como hacemos todos los que nos dedicamos a "la ciencia de las inscripciones"- en de qué modo las inscripciones romanas arrojan luz sobre aspectos que, acaso, no interesaron a los historiadores antiguos que vivieron en la época en que dichas inscripciones se generaron y, especialmente, esa luz la aportan a través, sobre todo, de la técnica prosopográfica, que nos obsequia con información biográfica sobre esos individuos que vivieron hace 2.000 años y cuya memoria, cuyo recuerdo, viaja todavía en esos auténticos monumenta que fueron las inscripciones latinas. Existen en la bibliografía "clásica" sobre Epigrafía Romana abundantes textos que reivindican el papel como fuentes históricas de los documentos epigráficos, varios, de hecho, aparecen citados en esta publicación nuestra de hace algunos años, con bibliografía.

Se trata, por tanto, de una reivindicación muy parecida a la que abre estas líneas. Nacida de la pluma del francés Marcel Schwob -que es uno de los representantes del simbolismo francés de finales del siglo XIX- e incluida en el "Prólogo" de sus Vidas imaginarias, publicadas en 1896 (pp. 15-24 de la edición de Editorial Losada, Buenos Aires, 2008) esa reflexión ahonda en la diferencia entre historia y biografía y en el rol que, en la construcción del discurso histórico, han desempeñado siempre las acciones notables de los hombres notables quedando fuera de aquél, a menudo, la vida cotidiana, acaso sin brillo, de la gente del común. 

Pues bien, esa vida es la que, habitualmente, emerge a través de la documentación epigráfica. Una inscripción funeraria, por ejemplo, es una ocasión inmejorable para que el historiador se haga preguntas que trasciendan, incluso, al propio texto y, al responderlas, trate de dar voz, a través de lo que el texto cuenta, a sus protagonistas, al comitente, al finado que en el titulus, en la inscripción, se conmemora, y, también, a las circunstancias que rodearon el hecho mismo de la dedicación de la pieza e, incluso, de su llegada hasta nosotros a través de una traditio, de una transmisión que, textual o material, resulta siempre fascinante. Hace unos días, de hecho, reflexionábamos sobre esto en clase a propósito de esta conocida pieza del extraordinario repertorio del Museo Nacional de Arte Romano de Mérida (AE 1967, 190).

El monumento en cuestión, un sensacional dintel arquitectónico, disfruta, en su texto, de una extraordinaria ordinatio, de una paginación cuidadísima (se recomienda pinchar en la ficha digital de esta inscripción en el interactivo Corpus Inscriptionum Latinarum Augustae Emeritae para descubrir todos los detalles sobre este singular epitafio). En ella, sin embargo, sorprende que exista un vacío notable -en el que cabría, al menos, una línea de texto más- bajo la l. 3 en la que aparece la fórmula final h(ic) s(itus) e(st) s(it) t(ibi) t(erra) l(euis): "aquí está enterrado, que la tierra te sea leve". ¿Por qué ese hueco? ¿Fue acaso que el scriptor, el artesano encargado de grabar la inscripción, se distrajo en el proceso de traslado del borrador -la forma- a la pieza y calculó mal los espacios o, sencillamente, cuando empezó a usar su scalprum, su cincel, no reparó en la citada forma y en que el texto no iba a ser tan largo como el bloque, por su tamaño, anchura y altura, permitía? (recuérdese que el tema de la producción de los documentos epigráficos en la Antigüedad romana ha merecido varias entregas agrupadas bajo el título "De quadratorio titulorum" en este mismo espacio). ¿Fue, acaso, que en el proceso de traslado de la forma a la pieza alguien interrumpió al artesano y eso frustró su concentración llevándole a calcular mal la paginación del texto? ¿O, fue que, como parece más que probable dada la calidad del material en que la pieza fue grabada -extraordinario mármol de Estremoz- quizás el comitente pensó en que también el monumento en que obraría esta inscripción -acaso sobre la puerta de acceso a él- le acogería a él cuando muriera, además de a C. Flauius Sabinus, cuyo nombre luce en espléndidas litterae quadratae en ll. 1 y 2, y que, llegado ese momento, si fuera el caso, alguno de sus piadosos descendientes esculpiría su nombre, cosa que luego nadie hizo? Cualquiera de las opciones son probables y todas, desde luego, inciden, como recordaba el texto que abría este post, en los entresijos biográficos que hay detrás de la lectura, contextualización y datación de las inscripciones romanas que deben ser los objetivos de la acción de cualquier epigrafista.

Y es que, en esencia, interpretar una inscripción latina, obtener de ella toda la información histórica con que ésta pueda obsequiarnos es lo más parecido a acometer una narrativa biográfica que traiga, de nuevo, a los protagonistas de ese titulus a la vida y que consiga que, como decía Marcel Schwob en el texto que abría esta entrada, sus aspectos biográficos pasen a ser relevantes también para el historiador. En definitiva se trata de efectuar una suerte de story-telling que, como técnica de la narrativa moderna, ha invadido ya el campo de los estudios epigráficos y es empleada de forma recurrente en la creación de contenidos de carácter pedagógico que tengan las inscripciones romanas en el centro. Ya hablamos de esto, de hecho, a propósito del volumen final del proyecto "Valete uos uiatores" -profusamente representado en la etiqueta de ese mismo nombre en este blog- y, también, a propósito de una reciente publicación epigráfica realizada en torno al sensacional catálogo epigráfico del Museo Nazionale Romano, en Roma. Esta última en la entrada "Bonis bene".

Fue gracias a la última edición de la Semana Romana de Cascante, el pasado mes de septiembre, que tuvimos conocimiento, gracias a Francisco García Jurado, Catedrático de Filología Latina de la Universidad Complutense de Madrid y a sus reflexiones recurrentes sobre las ficticias historias de la Literatura Latina de las que da cumplida cuenta en su -tantas veces recomendado aquí- blog "Reinventar la Antigüedad", que fue precisamente Marcel Schwob uno de los pioneros de esta técnica del story-telling epigráfico y que lo fue, de hecho, en las Vidas imaginarias, el trabajo con un extracto de cuyo prólogo abríamos estas líneas. En esa deliciosa obrita Schwob recoge veintidós singulares biografías siete de las cuales (Empédocles, Eróstrato, Crates, Séptima, Lucrecio, Clodia y Petronio) están ambientadas en el mundo grecorromano. Aunque en todas ellas -de no más de tres páginas- se deslizan interesantes y sugerentes ambientaciones sobre el mundo antiguo y sobre su vida cotidiana, es el cuento sobre "Séptima, encantadora" -a veces traducido como "Séptima, hechicera"- el que mejor recoge una temática de carácter epigráfico. De hecho, el propio García Jurado ya se dedicó a él en un extraordinario y monográfico post en "Reinventar la Antigüedad". Reproducimos aquí el texto del citado cuento tomado de la edición digital de las Vidas imaginarias de Ediciones Godot (Buenos Aires, 2015), disponible en Digitalia Hispanica.



Como se habrá visto, el relato cuenta el modo cómo una esclava de la ciudad de Hadrumetum, en el Africa Proconsularis, Séptima, se dirige al sepulcro de su difunta hermana, también esclava, Foinisa, para aprovechando el contacto que, con los dioses del inframundo, los Romanos atribuían a los muertos, pedirle a ella, por medio de un encantamiento -que toma forma de una "placa de plomo, enrollada y atravesada por un clavo, que la encantadora deslizó por el conducto de las libaciones de la tumba de su hermana"- consiga que el joven de clase social más alta del que Séptima andaba enamorada, un tal Sextilo, acabe por sentir por ella lo mismo que ella por él. Se trata, por tanto, de hacer mutuo un amor imposible entre una esclava y un hombre libre. Para lograrlo, y es lo que encarga a su difunta hermana, Foinisa, ya en contacto con los dioses del inframundo, ésta debía hacer a Anteros -el dios contrario al del amor, Eros, que "reside entre los muertos"- cambiar de parecer respecto de un amor, entre un joven de clase alta y una esclava, que, como se ha dicho, se prefiguraba como imposible. La trama en cuestión está inspirada en el texto, bilingüe -en Latín y en Griego- de una tabella defixionum recuperada en Hadrumetum (AE 1890, 158) y de la que nos da traducción el post del blog "Reinventar la Antigüedad" que antes enlazábamos, traducción que, en parte, también hace el propio Schwob cuando, en el relato que hemos capturado más arriba, escribe "haz que Sextilio, hijo de Dionisia, se consuma de amor por mí, Séptima hijo de nuestra madre Amoena. Que arda en la noche, que me busque cerca de tu tumba, ¡oh Foinisa! (...) Ruégale a Anteros que enfríe nuestros alientos si no deja a Eros que los encienda. Muerta perfumada, acoge la libación de mi voz. ¡Ashrammachalala!".


Sistematizadas por el epigrafista francés Augusto Audollent a comienzos del siglo XX, prácticamente el propio Marcel Schwob define desde un punto de vista material cómo son estas "tablillas de execración" o "de maldición" como, normalmente, solemos traducir la expresión latina defixionum tabellae. Como resume muy bien la voz correspondiente en Wikipedia, esta sensacional entrada del blog "Los fuegos de Vesta", y, también, ésta del blog Arraona Romana se trata de un tipo epigráfico caracterizado, en primer lugar, por su formato -normalmente láminas de plomo sobre las que el texto era grabado con punzón en caracteres cursivas y que, después, eran enrolladas y clavadas a algún lugar en que pudieran poner su contenido en contacto con los dii inferi, con los dioses del inframundo- pero, también, y en segundo término, por su contenido que incluye encantamientos relacionados con rivalidades deportivas -que también movían abundantes cifras de dinero, en apuestas, en época romana- o de carácter erótico que suponen un género -de amor despechado o de amor deseado- muy frecuente junto con los judiciales y forenses, por ejemplo. Por tratarse de textos que -al margen de la religión oficial, lo que los convierte en mágicos- debían llegar a las divinidades infernales se han hallado, sobre todo, en surgencias termales -con un extraordinario repertorio, por ejemplo, en Bath, Reino Unido, la antigua Aquae y, también, en Roma, en el santuario de Anna Perenna- y en áreas cementeriales como la que inspiró a Marcel Schwob que fue descubierta en las excavaciones de la necrópolis de Hadrumetum en 1890, necrópolis que contó también con una sugerente perduración cristiana. En necrópolis y en surgencias termales se consideraba que moraban esas divinidades destinatarias y medium de los mensajes que los devotos querían solicitarles y que, a veces, iban acompañados de muñecos de vudú que personificaban al individuo al que la defixio quería dañar como una bien conocida, hoy en el Museo del Louvre de París y en la que aparece perforada la figurita justo en las partes del cuerpo a las que solía dirigirse la maldición textual. Se trata, además, las defixionum tabellae, de un tipo epigráfico que, en los últimos años, se ha trabajado notablemente desde nuestro país gracias, fundamentalmente, a Francisco Marco Simón, a Celia Sánchez Natalías o a Antón Alvar Nuño, todos con abundantes y bien documentadas publicaciones al respecto (del primero es también este vídeo, de una conferencia sobre el tema, dictada en Chile, altamente recomendable) no pocas, además, disponibles en open access.


La tablilla que inspiró a Schwob (puede verse foto aquí) tiene muchos elementos interesantes, sin duda. En primer lugar, se trata de un muy buen ejemplo de las defixiones de temática amorosa. Es atractiva también por su contenido y por la fórmula non dormit neque sedeat, neque locuatur sed in mente habeat me Septimiam Amoenae filiam ("que (Sextilio) ni duerma, ni descanse, ni hable salvo que me tenga en la mente a mí, Séptima, hija de Amoena") que resulta recurrente en las tablillas de execración de este género y que resume el contenido mismo de la maldición solicitada. Pero, además, como se explica en este trabajo de Mary B. Smith (pp. 49-55) la fórmula original de la defixio incluye el concurso no sólo de una vox magica, Ashrammachalala, sino también de algunos entes mágicos de carácter judaico (Eloe Sabaoth) o incluso egipcio (Osiris) lo que demuestra, sin duda, el extraordinario sincretismo que obraba en este puerto del área tunecina en época romana, antigua colonia fenicia. Todo en un texto de algo más de tres decenas de líneas, escrito en Latín y en Griego. 

Es evidente que un caso como el aquí seleccionado pone de manifiesto no sólo que las inscripciones latinas han sido inspiradoras de grandes relatos sino que, como venimos haciendo en muchas de las etiquetas de esta sección, su fuerza como documentos históricos queda fuera de toda duda. Nos toca ahora a los epigrafistas ser capaces de dar vida a los mismos para obtener de ellas historias tan deliciosas como la que Marcel Schwob obtuvo de esta conocida defixio africana. Quizás no seremos capaces de hacerlo con la excelencia de su simbolista pluma pero sí traeremos a la vida las historias que se esconden "escritas en piedra".