TITVLI HIC



En septiembre de 2019, Oppida Imperii Romani celebraba con gozo la inclusión de la asignatura "Epigrafía e instituciones romanas" en el plan de estudios de algunos Grados ofrecidos por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, como optativa de los Grados en Historia y Filología Hispánica y como obligatoria para los alumnos del Diploma en Arqueología. Cuando se escriben estas líneas está a punto de terminar el curso 2020-2021, marcado por la pandemia del Covid-19, que ha supuesto el segundo año de impartición de dicha materia que han cursado, en total, con notable entusiasmo -y algunas dificultades con el Latín pero siempre con mucha voluntad de aprendizaje- 22 alumnos en el curso 2019-2020 y 17 en el curso 2020-2021, números que, en cualquier caso, son una esperanza para los estudios de Epigrafía Latina en la Universidad española.

Hace apenas unos meses, en el feliz contexto del inicio del segundo año de impartición de esta asignatura sobre inscripciones romanas, nuestro blog ya anunció la puesta en marcha de una serie de tutoriales en vídeo sobre Epigrafía Romana -semejantes a los que, sobre Historia del Próximo Oriente y sobre Historia de Grecia y Roma realizamos en el primer semestre para la asignatura de "Mundo Clásico"- que, aunque básicamente se detienen en los distintos tipos de inscripciones romanas, incorporan también uno sobre la Historia de la investigación epigráfica y otro sobre el futuro de ésta, que es ya presente a través de la Epigrafía Virtual (antes digital) y la Epigrafía 3D. Dichos vídeos han sido elaborados en el marco del Proyecto de Innovación Docente "Digitalia inscripta: nuevas herramientas para la docencia en Epigrafía Romana" reconocido por el Servicio de Calidad e Innovación de la Universidad de Navarra y en su realización técnica han colaborado dos alumnos internos del Departamento de Historia, Historia del Arte y Geografía, Ane Urrizburu y Javier Larequi.

Aunque, y más en el contexto del actual proyecto europeo "Valete uos uiatores", del que hablábamos en este blog hace algunos meses, la idea es que la sección de Epigrafía Romana del canal de YouTube se vaya incrementando con nuevos materiales, nos parecía que el cierre del segundo curso en que la asignatura se ha impartido ofrecía un buen pretexto para recopilar de forma sucinta -de ahí el título del post, tituli hic: "aquí (las) inscripciones", tomado de una célebre inscripción siciliana (CIL, X, 7296)-, pensando en los estudiantes de Epigrafía que puedan tropezarse con este post, la gramática de los tipos de inscripciones romanas que ilustran los tutoriales disponibles a día de hoy y que resumen algunos de los que han sido objeto de atención en las sesiones presenciales de la asignatura, perfectamente replicables, nos parece, a otros planes de estudios de otras Universidades en los que se imparta la "ciencia de las inscripciones" (un buen complemento, introductorio o de repaso, a esta entrada puede ser el capítulo de ALVAR, A., "Forma y estructura básica de las inscripciones latinas", en Fundamentos de Epigrafía Latina, Madrid, 2009, pp. 297-320). 

[1.] Inscripciones funerarias (tituli sepulchrales). Se trata, normalmente, de inscripciones dedicadas por un comitente (o varios) que encargan el monumento (en nominativo) a, normalmente, un único difunto (en dativo) precedidas, a partir de la década de los 60 del siglo I d. C., por la invocación a los dioses Manes. Ocasionalmente, bien el difunto, bien el comitente van acompañados de alguna aposición -en función del caso en que vayan cada uno de ellos- que indica el parentesco entre ambos o, si se trata del difunto, una enumeración de adjetivos que forman parte del elogium fúnebre que este tipo de tituli destilan desde su origen. Habitualmente se indica también la edad, bien en ablativo (si va precedida del verbo, normalmente uixit: "vivió durante X años") bien en genitivo (si no va precedida de dicho verbo: "de X años") junto con un verbo de dedicación del tipo posuit ("colocó"), faciendum curauit ("se ocupó de hacerlo") o fecit ("hizo") y alguna fórmula orientada a garantizar el descanso del difunto (especialmente sit tibi terra leuis, "que la tierra te sea ligera"). Buenos ejemplos son el altar de Picula (IRMN 41) y la estela de (A)emilia Vafra (HEp9, 431), ambas procedentes de la necrópolis de Santa Criz de Eslava o la hermosa estela de Iunius Masclus, hoy en el Museo de Castiliscar (CAUN, 27, 2019, pp. 153-161).

[2.] Inscripciones votivas (tituli sacri). Se trata de monumentos, normalmente con formato de altar y, por tanto, con una tipología menos variada que la de las inscripciones funerarias, dedicadas a alguna divinidad (en dativo) y promovidas por un comitente (en nominativo) que suele indicar, a través de un lenguaje formular diverso, las razones de la dedicación, siempre variadas pero mayoritariamente fruto de un voto (ex uoto) o de la liberalidad del ejercicio del mismo (uotum soluit libens merito) fórmulas ambas que van acompañadas de algún verbo del tipo dedicauit ("dedicó") o posuit ("puso"). Buenos ejemplos pueden ser el altar, casi árula, a Peremusta procedente de Santa Criz de Eslava (AE, 1956, 225) o el dedicado a Júpiter Óptimo Máximo (IRMN 17) recuperado en El Solano de Aibar, en el territorium de esa ciuitas de Vascones

[3.] Inscripciones de obras públicas (miliarios). Aunque se trata de un género mucho más amplio, que merecerá otros tutoriales en el futuro y que, hasta la fecha, sólo hemos abordado a partir de los miliarios, su gramática es notablemente sencilla. Suele aparecer en ellas el nombre del comitente -y donante, en tanto que la paga- de la obra pública en cuestión (en nominativo), la categoría material de la obra costeada (en acusativo) con todos los detalles sobre sus acabados y características (en ablativo, habitualmente) y, finalmente, algún verbo relativo a la dedicación en este caso con una semántica mucho más amplia que la indicada en los tipos anteriores (dedit, "dio"; dedicauit, "dedicó"; fecit, "hizo"...) que suele, además, ir acompañado de alguna precisión sobre el coste, el modo de pago, etcétera (ante la amplitud de opciones remitimos a la síntesis, con numerosos ejemplos que elaboramos para el capítulo "Tituli operum publicorum", en Fundamentos de Epigrafía Latina, Madrid, 2009, pp. 397-464). Los miliarios imperiales, en parte, reproducen esa misma gramática con el nombre del emperador que sufragó la vía (en nominativo, normalmente, en época alto-imperial, en dativo a partir del siglo III d. C.) sólo que, en muchas ocasiones, carecen de verbo (pues se sobreentiende, salvo que haya que matizar alguna acción concreta relacionada con la construcción o reparación de la vía) y sí cierran con la indicación, con numeral, de la milla de la vía a la que sirve el monumento: milia passuum. El ejemplo procedente de Santa Criz de Eslava, de Maximino y Máximo (CIL, II2/17, 188) ofrece una buena aproximación a esta tipología. 

[4.] Inscripciones honoríficas (tituli honorarii). Normalmente en formato pedestal, las inscripciones honoríficas, como las de obras públicas, solían ocupar lugar en los loca publica, en los "espacios públicos" de las ciudades y, en particular, en los foros si bien su gramática dedicatoria y conmemorativa tiñó también de ese carácter honorífico a los tituli sepulchrales, a los epitafios. Normalmente incorporan, en primer término, el nombre del honrado (en dativo) al que siguen los cargos o méritos por los que se le honra -los primeros configuran el denominado cursus honorum, la "carrera de servicios" a la comunidad de un determinado personaje, fuera éste del rango que fuera- y el nombre (en nominativo) del que promueve la dedicación bien sea un particular -que puede, también, como en las inscripciones funerarias, añadir como aposición su grado de vinculación o parentesco con el honrado- o una colectividad (una ciudad, por ejemplo o sus magistrados). El verbo de la dedicación, normalmente abreviado y a veces acompañado de algún sintagma circunstancial (ob merita, "por sus méritos"; ex testamento, "conforme a disposición testamentaria"; ex decreto decurionum, "de acuerdo a una disposición del consejo decurional local"...) suele pertenecer al mismo campo semántico que el de los tituli operum publicorum. El ciclo en honor a Q. Sempronio Vítulo de las antae de acceso al pórtico occidental del foro de Los Bañales de Uncastillo (AE 2016, 819) puede ser un buen ejemplo de dicha gramática. 

[5.] Inscripciones imperiales (tituli imperatorum et domus eorum). Sin lugar a dudas, desde la extensión del hábito epigráfico en época de Augusto, el emperador fue el principal destinatario de las honras públicas. Podría decirse, por tanto, que los tituli imperatorum -que, normalmente, ocupan un lugar destacado en los nuevos fascículos del Corpus Inscriptionum Latinarum- son sólo una suerte de inscripciones honoríficas sólo que dedicadas al Princeps. Por tanto, su gramática es exactamente igual que la anterior si bien la omnipresencia de homenajes estatuarios imperiales en las plazas mayores de tantas ciudades romanas de Oriente y Occidente explica que, en ocasiones, su texto vaya en nominativo y, sobre él, figure la estatua imperial. Pero, lo habitual es que vayan en dativo y que con ese dativo del nombre del emperador vayan todos los títulos, aclamaciones imperatorias y cognomina ex uirute que fue adquiriendo en su biografía y que, de hecho, tienen un gran valor cronológico para la datación de estos tituli. Los ejemplares del foro de Los Bañales, uno dedicado a Lucio César (AE 2016, 818) y otro al emperador Tiberio, precisamente por el Q. Sempronio Vítulo antes indicado (AE 2015, 656) son un buen ejemplo de esta especial categoría epigráfica. 

Ojalá que esta recapitulación no sólo de a conocer parte del patrimonio epigráfico del territorio que las fuentes antiguas atribuyen a los Vascones sino que sirva como material de consulta para quien desee aproximarse a una apasionante disciplina que tanto aporta para nuestro conocimiento de las sociedades antiguas y, en particular, de la romana (para valorar ese aporte de información recomendamos volver a nuestro trabajo "¿Para qué sirve estudiar la Epigrafía Latina?", en Siste uiator!: la epigrafía en la antigua Roma, Alcalá de Henares, 2019, pp. 27-34; de igual modo que para la tipología de las inscripciones romanas es útil el reciente libro de SIMÓN, I., Inscripciones romanas. Mensajes milenarios en la Ciudad Eterna, Roma, 2020). Ojalá que así sea.

PRAECEPTA EX HISTORIAE CORDE


 [Pintura Among the Ruins, de Lawrence Alma-Tadema, 1902-1904]

El sábado 17 de abril de 2021 el autor de este blog tuvo el honor de, por videoconferencia -en parte por problemas de agenda y en parte también por los efectos de esta ya dilatada e impertinente pandemia del Covid-19- dictar la lección magistral de clausura de curso del Colegio Mayor Vedruna, de Madrid, con imposición de becas a las alumnas que cumplían tres años de permanencia (más información sobre el acto aquí). Este post recoge, sencillamente, el texto de dicha lección aunque con el aparato crítico de los pasajes citados y una mínima edición que lo hace diferente en la forma, pero no en el fondo, a la versión que se leyó en tan entrañable acto en que me cupo el honor de participar. El título de la citada lección fue "Praecepta ex Historiae corde: lecciones de Roma para una vida lograda".

No es la primera vez que Oppida Imperii Romani ofrece un texto derivado de un evento académico que trata de reivindicar, y recuperar, el legado del pensamiento clásico y, en este caso, de su teoría política. Ya en septiembre de 2013, se recogió el texto de la lección magistral de apertura del curso en el Bachillerato del Colegio Montearagón, en Zaragoza, en que estudió el autor de este blog. En el año 2006 nos cupo ese mismo honor en el acto de apertura de curso del Centro Asociado de la UNED en Tudela. Oppida Imperii Romani no existía entonces pero el texto fue publicado por la propia UNED de Tudela

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Cuando hace algunas semanas vuestra subdirectora, Lucía -que ha sido una de las mejores estudiantes que ha pasado por el proyecto arqueológico del que soy responsable científico en la aragonesa Comarca de las Cinco Villas, la ciudad romana de Los Bañales de Uncastillo- se dirigió a mí para pedirme que impartiera esta charla en este solemne acto de clausura de curso mentiría si, recurriendo al tópico, dijera que no me lo pensé ni un minuto. Y ella lo sabe. Sí lo hice -en parte por las cuestiones de agenda que me impiden estar hoy físicamente allí, en Madrid- y, en ese pensamiento, me vino a la mente la enorme responsabilidad que suponía aceptar y dictar unas motivadoras palabras -desde la óptica de un investigador en Historia Antigua, como ella me sugirió- que, en parte, pudieran resultar inspiradoras para las estudiantes protagonistas del entrañable evento de hoy, y para sus familias. No era tarea fácil, apenas conozco el espíritu y los valores que inspiran el Colegio Mayor Vedruna y lo que conozco -el crecimiento, la escucha, la convivencia, el trabajo, la generosidad, la alegría, el servicio- lo conozco sólo a través de Lucía -una mujer, efectivamente, fuerte, humilde y diligente, como lo fue Joaquina Vedruna  y como a ella le gustaba, también, que fueran las mujeres- que ha tenido a bien invitarme a compartir con vosotros estos momentos de reflexión que, prometo, serán breves y que, me conformaré con que resulten inspiradores.

Aunque Lucía me sugirió que hablase de lo que la investigación histórica aporta a la formación humana -que, obviamente, es mucho- no me considero, todavía, capacitado para hacerlo o, al menos, no para hacerlo directamente una vez que creo que a investigar no se termina de aprender nunca y que, en esa labor de conocer los sucesos del pasado, que es la base de la investigación histórica, somos siempre aprendices. Además, la investigación, y la vida universitaria, en definitiva, es una suerte de capacidad constante de escucha -como la definió Plutarco entrado el siglo II d. C. (Plut. Mor, 48c) sobre el que luego hablaremos- y, por tanto, también de aprendizaje, de reflexión y de maduración, de espíritu crítico y de universalidad, cualidades y comportamientos que deben acompañar a un universitario durante toda su vida. Esa incapacidad a la que aludía es la que me ha llevado a, valiéndome del motivo al que he dedicado mi carrera investigadora, la Historia de Roma, centrar estas reflexiones en algunas enseñanzas que puso de relieve parte de la Literatura Latina -y, en particular, de la literatura política romana del segundo siglo de nuestra Era- y que, me parece, vienen muy al caso del contexto en que ahora os hablo. Lo hago, además, convencido de que, como glosó este año, en un sensacional ensayo de evaluación, una de mis mejores alumnas de la asignatura de “Mundo Clásico” que imparto en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, “Roma es pasado y proyección”. Mirar al mundo romano es, por tanto, mirar al “corazón de la Historia”, a la plenitud de los tiempos, de hecho, según la tradición cristiana que, al margen de que tengáis o no fe, sigue siendo portadora de valores inspiradores, universales y cada vez más necesarios, más en los tiempos de pesimismo y desesperanza en que vivimos. Es por todo ello que, como se ha anunciado, a estas reflexiones, en las que, a través mío hablarán algunos autores grecorromanos, las he titulado praecepta ex Historiae corde, “consejos desde el corazón de la Historia” una Historia que, además, parece nos sigue seduciendo e interesando sobremanera en este mundo aparentemente tecnificado y positivista que, sin embargo, no deja de redescubrir el valor de los clásicos grecolatinos como las cifras de ventas de, por ejemplo, el ensayo El infinito en un junco, de Irene Vallejo, muy recomendable, parecen demostrar.

Precisamente, esta filóloga zaragozana, a la hora de juzgar los méritos de la gran construcción  política y administrativa que fue el Imperio Romano que dominó el Mediterráneo entre, al menos, el siglo II a. C. y el siglo V d. C., destacaba varios hechos que me parece oportuno recordar pues aportan el contexto en que quieren moverse estas palabras mías en que, sencillamente, serán algunas de las más preclaras mentes de Roma las que hablen se dejen oír. Según Irene Vallejo, la creación de una “iconografía global” en que todos los habitantes del Imperio se reconocían, la forja de procedimientos de integración de los provinciales -a los que, acertadamente, ella ha definido como “provincianos”- y la tremenda extensión de la “literacy” y de la alfabetización por todo Occidente constituyen tres de los mayores haberes de esta potencia que cambió el mundo mediterráneo y a la que seguimos invocando como base nítida para muchos de los valores que sustentan nuestra cultura occidental y, en particular, la idea de Europa.

Pues bien, en ese marco de un Mediterráneo urbanizado que hizo descansar en las elites locales la dirección de los destinos políticos del Imperio a través de una tupida constelación de ciudades en un firmamento de eficaz administración y en ese contexto de reflexión sobre el buen gobierno, reflexión, por otra parte, entre estoica y pragmática -como fue siempre Roma- debemos situar a los tres autores a los que quiero hacer protagonistas de estas palabras, todos del siglo II, romano uno, griego el otro y con una gran capacidad de combinar el filohelenismo con los más tradicionales valores romanos el tercero que, en cualquier caso, también escribió en lengua griega como el primero. Me refiero a Plutarco (46-120 d. C.) -a quien ya cité antes-, a Plinio el Joven (61-112 d. C.) y al emperador Marco Aurelio (121-180 d. C.) quizás, por cinematográfico, el más conocido. El primero, griego de Queronea -una ciudad de Beocia no lejos del monte Parnaso y del concurrido y panhelénico santuario de Delfos-, desempeñó algunos cargos políticos en su ciudad aunque fue, esencialmente, un filósofo, un moralista entre cuyos tratados destaca un poco conocido titulado por los romanos como Praecepta gerendae rei publicae -aunque estaba escrito en griego- y al que, tradicionalmente, se ha traducido como Consejos políticos. El segundo, Plinio el Joven, amigo personal del emperador Trajano y, como Plutarco, bien conectado con algunas de las familias senatoriales más influyentes de la Roma del momento -con quienes mantuvo una activísima correspondencia recogida en sus Epistulae, en sus Cartas- fue, tras haber sido tribuno de la plebe en el año 91 d. C., gobernador en Bitinia, la región de Asia Menor que controlaba los estrechos donde murió en el 112 d. C. Por último, Marco Aurelio, acaso el último emperador del clasicismo romano -una vez que, a su muerte, la situación política, territorial y cultural abocaría a lo que, desde Peter Brown, se ha denominado la Antigüedad Tardía- ocupó el trono imperial entre el 161 y la fecha de su muerte, el 180, en que, además, una gran pestilentia, una durísima pandemia (Eutrop. 8, 12 y Cass. Dio 72, 14, 3-4), conocida como la “peste antonina” sumió a los territorios mediterráneos en una crisis social, económica, sanitaria y, por lo visto, también urbana, sin precedentes llevándose por delante, de hecho, la vida del propio emperador que, en cualquier caso, puso en marcha algunos medios para combatir la pandemia, semejantes a los que empleó Pericles en la Atenas que fuera castigada también por la peste durante el siglo V a. C. que, en parte, se viralizaron hace un año en los duros meses del confinamiento.

Tanto Plutarco como Plinio el Joven como Marco Aurelio tuvieron por delante un reto común: enfrentarse a un mundo que, para entonces, terminadas ya las guerras de conquista conducidas por Roma, vivía una singular prosperidad -eso que el historiador Fernando Gascó llamó con acierto “los beneficios del Principado” que, en realidad, como recordaba el romanista Álvaro d’Ors, fueron acaso sólo una “apariencia de prosperidad”-; un mundo que, además, estaba, como está hoy el nuestro, absolutamente interconectado no sólo desde un punto de vista material y de infraestructuras, viario, sino también desde un prisma ideológico y cultural. En Oriente y en Occidente, entre las ventajas aportadas por el imperialismo romano, gobernar una ciudad y, por tanto, gobernar personas y servir de ese modo a la administración imperial se hacía ya de una forma común, compartida, por más que las tradiciones políticas de partida de una región y otra del Imperio resultasen diferentes e influyeran, por supuesto, en el ejercicio del gobierno. Podría decirse, por tanto, que aquel mundo era, también, un mundo global, una suerte de patria communis, de oikoumene, de la que, sin renunciar a las identidades cívicas locales, todos se sentían parte y lo hacían, además, a partir de elementos tangibles en muchos casos materiales, arquitectónicos, urbanísticos como disponer en sus ciudades de un foro, de unos baños o de los edificios de esparcimiento y espectáculos -circos o anfiteatros- con que siempre relacionamos el mundo romano en nuestro imaginario cultural popular. Sin embargo, y contra lo que podría parecer, en la literatura política del momento -que, además, en el caso de Plutarco y de Plinio, se ha convertido en una fuente esencial de información para conocer de qué modo las aristocracias griegas se implicaron en la gestión de la res publica, del estado- no hay apenas consejos técnicos y éstos tienen siempre un carácter moral, se trata, pues de consejos que apuntan al corazón de las personas, a su ánimo. Un buen gobernante -un buen hombre, en definitiva, una buena persona- se forja, por tanto, con la moralidad de su comportamiento y, también, con los que han sido los inspiradores de su catadura moral, sus educadores de los que Plutarco afirmaba que debían ser no sólo “reputados y poderosos sino, también, virtuosos” (Plut. Prae. ger. reip. 806c). Seguro que, en femenino, habéis tenido guías así en el Colegio Mayor Vedruna en estos años. Es, por esa convicción en el poder de la ética tan propia de Roma, que algunos de esos consejos me parecen hoy, para vosotras, especialmente indicados. También vosotras, que en vuestras familias y en vuestro paso por el Colegio Mayor Vedruna, habéis recibido la mejor educación, debéis ahora afrontar el ilusionante reto de servir con alegría a la sociedad, de ilusionaros con dejar en este mundo la única huella que, como afirmaba Marco Aurelio, en sus Meditaciones (M. Aur. Med. 6, 30, 4) realmente importa: “una disposición virtuosa y unas acciones comunitarias” (diáthesis ósia kaí prákseis koinoníkai) pues, efectivamente, “el mérito” debe prevalecer “sobre la popularidad” (Plin. Ep. 3, 20, 6-8) y esa dignitas es, en definitiva, conquista de toda una vida.

Precisamente, conceder valor a la educación es lo primero que estos tres pensadores subrayan en sus textos dirigidos o inspirados, como se ha dicho, para ilustrar y servir a la elite política del Imperio. Si el filósofo emperador, Marco Aurelio, dedica el libro primero de sus Meditaciones a recordar qué ha recibido de su abuelo Anio Vero (M. Aur. Med. 1, 1), de su padre adoptivo, el emperador Antonino Pío (M. Aur. Med. 1, 16), y de su madre, Domicia Lucila (M. Aur. Med. 1, 3) así como de sus diversos maestros (M. Aur. Med. 1, 5-15) y aparecen ahí cualidades como el autodominio (M. Aur. Med. 1, 1), la sobriedad (M. Aur. Med. 1, 3), la docilidad y la complacencia (M. Aur. Med. 1, 7, 6), la reciedumbre, la determinación (M. Aur. Med. 1, 15, 2 y 4) y el amor al esfuerzo (M. Aur. Med. 1, 16, 3), la preocupación por el bien común (M. Aur. Med. 1, 16, 8) o la autocrítica (M. Aur. Med. 1, 16, 4) también Plutarco (Plut. Prae. ger. reip. 806c) recordaba que “es necesario que quien comienza en política” -y vosotras, en definitiva, os lanzáis ahora a esa vida pública de servicio que es, en definitiva, o debería ser, la esencia misma de la política, como recordaba Platón (Grg. 517b-c)- “escoja un guía no sólo reputado y poderoso, sino también virtuoso”. En esa labor educativa, además, estos autores, y quizás de un modo más nítido Plinio, subrayan el valor pedagógico de la Historia esa Historia “antigua, intermedia o reciente” (M. Aur. Med. 7, 1, 2) que había que tener siempre presente “ante cualquier suceso” y que el que fuera gobernador de Bitinia ensalzaba como dotada de una especial potestas, maiestas y dignitas -poder, majestad y autoridad divina” (Plin. Ep. 9, 27, 1) y como disciplina destinada a dar brillo, por encima de la poesía o de la oratoria, a los hechos (Plin. Ep. 5, 8, 9-11) “recónditos, extraordinarios y sublimes” del pasado, omnia recondita splendida excelsa dice el texto. Los estudios humanísticos y, en particular, los históricos eran para Plinio -como lo fueron para gran parte de la tradición historiográfica romana desde Polibio a Cicerón- el pertrecho y las armas -Plinio usa los participios latinos cinctus y armatus, emparentado el primero con el verbo cingo, “rodear”, “proteger”, “ceñir”, extraordinariamente gráficos- con los que equiparse para una vida lograda como aquél recordaba en una de sus cartas a su amigo Rufo (Plin. Ep. 7, 25). Seguramente no hay entre este auditorio muchas historiadoras pero la recomendación romana no implica la dedicación profesional a la Historia aunque sí el convertir su contemplación -la contemplación del pasado y al aprendizaje con aquél- en una noble dedicación para ese tranquilissium otium, esa “vida de tranquilidad absoluta” (Plin. Ep. 7, 25) que, para Roma, podía encontrarse en los momentos de descanso y de reflexión que hemos de autoimponernos en esta vida tan agitada. Esos momentos nos ayudarán, sin duda, a no perder de vista que “el hombre más afortunado es el que disfruta de la presunción de una buena y verdadera reputación, y convencido del juicio de la posteridad, vive en medio de su gloria futura” en palabras de Plinio a su amigo Valerio Paulino (Plin. Ep. 9, 3, 1-2). Esa vida agitada no debe parecernos propia de nuestro tiempo, también se definía como una vida llena de “estrépito” (strepitum inanem, “estrépito vano”, de hecho), de “ir y venir sin sentido” y repleta de “esos trabajos tan inútiles” (discursum et multum ineptos labores) la existencia cotidiana en la Roma antigua del siglo II de nuestra Era (Plin. Ep. 1, 9, 4-7). 

Hasta aquí todo podría parecer sencillo. Educación y contemplación del pasado como lección para el presente, estudio, en definitiva, como recordaba el mismo Plinio (Ep. 1, 3, 3-5), reflexión constante. Vosotras mismas, con el apoyo de vuestras familias, habéis dejado vuestras localidades de cuna para formaros en Madrid, en buenas Universidades o, al menos, en las que habéis pensado que eran las mejores para las disciplinas que han marcado vuestra vocación profesional y habéis, además, completado vuestra apuesta formativa con los valores que, inspirados por el humanismo cristiano, respiráis en el Colegio Mayor Vedruna. Esa tarea ya la habéis cumplido. Y eso no es poco. Pero, lógicamente, enfrentarse a la vida pública, servir, de verdad, a la sociedad, exige muchas más medidas y obliga a asumir muchos más retos. A algunos de ellos, como es lógico, también se refirieron los autores que nos están acompañando en esta reflexión.

En este sentido, y desde una óptica contemporánea, como si estuviésemos trazando un mapa de competencias para esa vida lograda que daba título a nuestra reflexión, podríamos decir que esos praecepta ex Historiae corde aluden, por un lado, a habilidades personales, que son la base y, por otro, a las interpersonales, necesarias en ese mundo en que nada puede hacerse ya en solitario. A este respecto, Marco Aurelio recordaba “no te avergüences de recibir ayuda porque tienes delante realizar la tarea que te corresponde como el soldado que ataca una muralla. ¿Y qué si, por estar cojo, no puedes tú solo trepar a las almenas pero sí te es posible con otro?” (M. Aur. Med. 7, 7). Pero, como decíamos, para poder trabajar en equipo, debemos cultivar como punto de partida nuestras propias habilidades personales. Al hilo de las reflexiones que, anteriormente, hicimos sobre la virtud y la popularidad, todos tenemos experiencia de que, como afirmaba Plutarco “la gente, aunque en un principio rechace a alguien bueno y prudente, después, al conocer su autenticidad y sus hábitos, cree que sólo él es un hombre político y popular y alguien que, de verdad, gobierna” (Plut. Prae. ger. reip. 823c) que lidera, que arrastra, podríamos decir. Pero, esa bonhomía y esa prudencia -y el atractivo que, inequívocamente, se deriva de ellas- sólo se consiguen con una ascésis constante comprometida con nuestra propia mejora y que, acaso, podría convertir en referente de nuestra actuación el consejo de Marco Aurelio de “si no es apropiado no lo hagas; si no es verdad, no lo digas” (M. Aur. Med. 12, 7). A ese trabajo personal por nuestro constante crecimiento se refería Plutarco en uno de sus más destacados consejos políticos: “tú mismo, como si en el futuro fueras a vivir en teatro abierto, arregla y ordena tus costumbres. Y si bien no es fácil expulsar de tu espíritu todo el mal, al menos arranca y reprime los defectos que más crecen y progresan” (Plut. Prae. ger. reip. 800b) contando para ello con esa facultad “más fuerte y más milagrosa que lo que provoca los sentimientos” (M. Aur. Med. 12, 19, 1) -como la definía Marco Aurelio- y que es la voluntad que debe ser, además, como el impulso para obrar, “firme” (M. Aur. Med. 12, 7, 2).

Lógicamente, ese compromiso con nuestra mejora no debe hacernos superiores a nadie, al contrario, la humildad es, cada vez más, una virtud muy necesaria. Sólo con ella podremos aspirar a ser “buenos, puros, dignos, sin pompa, amigos de lo justo, piadosos, bien intencionados, afectivos, fuertes para ejecutar lo conveniente (M. Aur. Med. 6, 30, 1 y 2) -los plurales son nuestros pues el texto original de Marco Aurelio enumera los adjetivos en singular- sin perder de vista que esas cualidades hemos de ponerlas siempre al servicio de los demás por más que, en algún momento, ocupemos puestos de responsabilidad y de dirección sobre equipos de personas (Plut. Prae. ger. reip. 813d-e) ocasión en que será bueno “atender al que es más poderoso, respetar al inferior y honrar al igual”, como también recomendaba el sabio de Queronea (Plut. Prae. ger. reip. 816b). Esa actitud será la única que nos acarreará, de verdad, una adecuada “honra” (mónon timén), honra que, como recordaba Plutarco “aumenta con la reflexión y la contemplación de lo que hemos hecho y ejercido” (Plut. Prae. ger. reip. 820 a-b). Es por eso que la contemplatio rerum, la meditación de todas nuestras decisiones (Plin. Ep. 2, 11, 7) y de todos nuestros actos, el ordenamiento a nuestro fin de todo lo que cada día hacemos, se convierte en un aliado fundamental para hacer posible el reto de aprender de nuestros errores y de entender que debemos ser siempre libres pero, también, estrictamente responsables del impacto que nuestros actos tendrán en la sociedad pues, como recordaba Plutarco, a propósito del stratégos tebano Epaminondas del siglo IV a. C., “no sólo el cargo confiere relevancia al hombre, sino también el hombre al cargo” (Plut. Prae. ger. reip. 811b).

En ese crecimiento personal hay, quizás, para Roma tres valores, que, me parece, resultan esenciales en un mundo como el de hoy. Al igual que las ciudades que articularon la vida del Imperio Romano a lo ancho de todo el Mediterráneo eran, en ocasiones, caldo de cultivo de conflictos sociales y de enfrentamientos de diverso signo -de “tempestades”, como a veces se las define (Plut. Prae. ger. reip. 815c-d)- varias son las cualidades que, nos parece, podemos convertir en base de nuestro comportamiento para “conseguir para los que viven juntos la concordia, la amistad entre unos y otros” erradicando “todas las querellas, discrepancias y disensiones” (Plut. Prae. ger. reip. 824d) algo que, realmente, no vendría mal en los tiempos que corren, como decía. Nos referimos, a la paciencia, al servicio, al orden y a la capacidad de aprendizaje habilidades todas de las que está lleno de exempla el mundo clásico, exempla que, sin embargo, por razones de tiempo, no podremos tratar aquí.

Acaso por su condición de gobernador de una provincia cuyas ciudades, como él mismo cuenta, tuvieron que hacer frente a no pocos problemas económicos y sociales, es Plinio el Joven quien mejor pondera las ventajas de la paciencia cuando afirma que “no hay que desesperarse por nada, no confiar en nada, cuando vemos tantos cambios de fortuna girar en tan rápida sucesión” (Plin. Ep. 4, 24, 6). Pero, esa habilidad de ser pacientes no parece suficiente ponerla en juego ante ese uolubilis orbis del que él habla sino, especialmente, ante otro mundo no menos volátil y en cambio, el de las cualidades de aquéllos con quienes vivimos y trabajamos, especialmente el de sus defectos. Con palabras fuertes, de hecho, Plinio recordaba a su amigo Rosiano Gémino que “el hombre mejor y más perfecto es el que perdona los defectos de los demás como si él cometiese esas mismas faltas a diario, y que se abstiene de cometerlas, como si no fuese capaz de perdonárselas a nadie” (Plin. Ep. 8, 22, 2-3) sentenciando que qui uitia odit, homines odit, “quien odia los defectos, odia, en realidad, a los hombres”. Conocer bien a aquéllos con los que hemos de emprender proyectos, ayudarles a crecer -y que ellos nos ayuden a nosotros- y dejarnos sorprender por sus cualidades positivas nos llevará, acaso, a una sana competitividad ad amorem inmortalitatis (Plin. Ep. 3, 7, 15) pensando, por tanto, en el bien común y en la perennidad de nuestra contribución a él. Sólo así podremos ser capaces de delegar constituyendo buenos equipos con “buena disposición y generosidad” (Plut. Prae. ger. reip. 812c). Será en ellos en los que, con nuestro compromiso, aprenderemos cada día, estando siempre prestos a “cambiar de criterio si aparece alguien que nos rectifica y enmienda en alguna opinión”. Siempre, claro está, continuaba Marco Aurelio, cuando “esa enmienda se produzca por alguna convicción que sea justa” (M. Aur. Med. 4, 12). Aprender algo nuevo cada día -cotidie aliquid addiscere, escribía Plinio (Plin. Ep. 4, 23, 1)- nos llevará a huir de la queja, tan actual, que el mismo Plinio el Joven formulaba a Efulano Marcelino ante la muerte de Junio Avito (Plin. Ep. 8, 23, 3-4): “pues, ¿cuántos jóvenes muestran deferencia a la autoridad o a la edad de otra persona por considerarla superior? En seguida se consideran sabios, poseen todos los conocimientos, no respetan a nadie, no imitan a nadie, ellos son sus propios modelos (statim sapiunt, statim sciunt omnia, neminem verentur, neminem imitantur, atque ipsi sibi exempla sunt). Pero no era el caso de Avito, cuya principal sabiduría era considerar a los demás como más sabios, su principal conocimiento era su deseo de aprender (haec praecipua eruditio quod discere volebat). Siempre me consultaba sobre las actividades intelectuales o sobre los deberes en la vida, siempre se marchaba pensando que había mejorado; y en efecto había mejorado, ya sea por los consejos que había recibido, ya por el simple hecho de haber hecho las preguntas”. Un buen modelo, sin duda, el de este Junio Avito, del que, por otra parte, poco más sabemos. Aunque ya es mucho.

Junto a la paciencia, y entre las cualidades interpersonales sobre las que nos alumbran estos praecepta políticos romanos -siempre entendiendo el término político en su sentido etimológico comunitario, de creación de comunidad-, el reto de “tratar a todos con afecto y estimar a todos” -ensalzado por Plutarco como medio fundamental para construir la comunidad cívica (Plut. Prae. ger. reip. 816b)- nos lleva al servicio y al orden, con los que, con un apunte final sobre el optimismo, quisiera terminar esta reflexión. 

La experiencia administrativa romana en Occidente puso de manifiesto que la organización era la mejor herramienta para la gestión de un territorio plagado, además, de diversidad y, por tanto, de retos. El orden, por tanto, era una herramienta esencial y, tal vez, por ello, Plinio el Joven, experto gobernador provincial, como dijimos, recomendaba esta cualidad mostrándose, quizás indulgente respecto de ella en los jóvenes de los que dice que pueden llevar “una vida relajada y desordenada” pero recomendando “una existencia plácida y organizada” -placida et ordinata, en Latín- como mejor medio para gestionar el exceso de actividad (Plin. Ep. 3, 1, 2) que, a buen seguro, demandará vuestra incipiente carrera profesional y vuestra actual vida universitaria. Orden, pues, para llegar a todo y para hacerlo, además, con sosiego y paz que son la antesala de la determinación. Esa carrera profesional, pero también el mundo académico al que algunas de vosotras todavía vais a dedicar algunos de vuestros años de juventud, os ofrecerá, además, como Plutarco recordaba a los dirigentes de las ciudades-estado de la parte más oriental del Imperio Romano, muchas oportunidades de servicio que, además, como él decía, “jamás provocan envidia” (Plut. Prae. ger. reip. 808b) y que, bien lo sabéis, son la base de nuestra felicidad. Él las enumeraba como sigue: “la vida política ofrece con frecuencia ocasiones de ayuda para los amigos: designa a uno para un caso remunerado en defensa de la justicia, presenta a otro a un hombre rico que requiere atención y defensa, en otro caso colabora para que algún amigo consiga un trabajo o un contrato de interés” (Plut. Prae. ger. reip. 809a). Quizás en vuestro caso, diariamente, no se os presenten esas ocasiones salvo que alcancéis puestos de notable responsabilidad académica, profesional o política -que, seguro, que con el tiempo así será- pero sí que se os presentarán otras muchas situaciones semejantes en las que podréis poner a prueba vuestra generosidad, esa libertad de ánimo, esa liberalitas que los romanos, por su parte, desde el De officiis de Cicerón consideraban la mejor manifestación posible de grandeza de ánimo.

Hace poco leí que los historiadores tratábamos de explicar el pasado en el presente pero, sobre todo, tratábamos de ver qué había del pasado en el presente, sin nostalgias y desde el optimismo de vivir el mejor de todos los tiempos posibles. Las reflexiones de estos minutos han pretendido, por un lado, poner de relieve de qué modo la filosofía política romana puede equipar, a cualquiera -y también a unas jóvenes estudiantes de un Colegio Mayor especial como es el Vedruna- para los retos de la vida actual que sigue siendo, 2000 años después, una vida eminentemente social. Creo, sinceramente que vosotras, por la formación que habéis recibido, podéis regalar al mundo dos cualidades que Plutarco demandaba en los gobernantes de su tiempo, y de las que también anda necesitado el proceloso -pero apasionante- mundo que nos toca vivir, el “manejar los asuntos con mesura” y no descomponerse con nada “al tener como objetivo único el bien” (Plut. Prae. ger. reip. 799a). Disponéis, de hecho, para ello, de “los preparativos y el cálculo” que, en ese mismo pasaje, definiéndolos como conocimiento en profundidad, metanoia, él recordaba como herramientas clave para el éxito en la vida política y, en definitiva, en la vida pública a la que ahora os lanzáis o pronto llegaréis, herramientas que, en definitiva, son también base para eso que ahora se ha dado en llamar “liderazgo con propósito”. En definitiva, combinad, como habéis aprendido en el Vedruna, “educación y gracia” (paidia kaí járitos) (Plut. Prae. ger. reip. 810e) y “seriedad y amabilidad” (seueritatem comotatemque), sin que “la primera se convierta en antipatía y la segunda en ligereza” (Plin. Ep. 8, 21, 1-2) y tendréis mucho ganado. No perdáis de vista que, por vuestra formación, sois portadoras de tres valores que Plinio el Joven recomendaba presidieran siempre cualquier decisión de gobierno: la dignidad (dignitas), la libertad (libertas) y el orgullo (iactatio) (Plin. Ep. 8, 24, 3). Estoy convencido, y seguro que vuestras directoras, que se desviven por vosotras tabién lo están, de que pertrechadas con estos consejos pero, sobre todo, con lo mucho que habéis aprendido y aprendéis cada día en el Colegio Mayor y en vuestras familias y con una alegría que debe hundir sus raíces en vuestra fe -en Dios o en el hombre y en todo lo que ya habéis conseguido (M. Aur. Med. 5, 20, 3)- daréis la vuelta al corazón de este mundo, por terminar, como empezábamos, hablando de corazones y hablándoos al corazón. Muchas gracias. Y mucha suerte.

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NOTA: Las traducciones manejadas de los autores romanos que vertebran este texto son las que siguen: la de Fernando Gascó, de los Consejos Políticos de Plutarco (Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991), la de Julián González, de las Cartas de Plinio (Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 2005) y la de Francisco Cortés y Manuel J. Rodríguez, de las Meditaciones de Marco Aurelio (Cátedra Letras Universales, Madrid, 2001). La traducción del Gorgias de Platón es la de Ramón Serrano y Mercedes Díaz de Cerio (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 2000). Los hipervínculos que se incluyen a lo largo del texto remiten a bibliografía -o, en su defecto a recursos digitales- de carácter complementario que, sin embargo, prefiere no citarse de forma canónica por el formato, más divulgativo, de este espacio pero que sí se recomienda consultar para quien dese profundizar en algunos de los aspectos. Se trata, normalmente, de trabajos nuestros que aportan, a su vez, otros recursos ajenos. Cuando existen ediciones en red de los textos citados en su lengua original, cada pasaje ha sido hipervinculado a los loca en internet en que el texto puede ser consultado, principalmente en la recurrente Perseus Digital Library.