LOCVS IN DEVERSORIO


Un clásico de Oppida Imperii Romani son las felicitaciones navideñas. Precisamente, hace algunas semanas, en nuestro anterior y, también navideño, post, comentábamos que incluso en los años de menor actividad de este blog, la tradicional felicitación de Navidad no ha faltado nunca. Tras estos tres últimos años, entre 2020 y el 2023 que se nos va, en que sí hemos logrado mantener el ritmo de 2/3 entradas mensuales, esta Navidad no iba a ser, desde luego, la excepción. Más cuando, precisamente, y como contábamos en nuestra entrada "Plenitudo temporis", el contexto histórico de la primera Navidad nos ha ocupado especialmente en estas últimas jornadas de un semestre tan intenso como apasionante parte de cuya actividad ha nutrido, de hecho, el contenido de este espacio. Tradicionalmente, en esas felicitaciones, que suponen siempre la última entrada del año en Oppida Imperii Romani, hemos colocado, como imagen de su encabezamiento, manifestaciones de la primera iconografía cristiana sobre la Navidad o, a lo más tardar, bizantina con un recurso bastante constante -por méritos propios- a la Epifanía del sarcófago de Castiliscar, del siglo IV d. C., en la aragonesa Comarca de las Cinco Villas, que siempre animamos a visitar.

En el trajín, sin embargo, de felicitaciones navideñas que, cada año en mayor número, se reciben estos días por vía telemática a través de las aplicaciones de mensajería o del omnipresente correo electrónico ha llamado nuestra atención la que, con texto incluido, corona esta última entrada del año en Oppida Imperii Romani. Se trata de una figura tradicional de belén de comienzos del siglo XX -una parecida sino idéntica también figuraba en nuestro nacimiento familiar- que, con una correctísima leyenda latina -que recuerda bastante el tono, y la gramática, con la que se felicitaban el año los antiguos romanos y que fue objeto de atención del post "Annum nouum" con el que abríamos el año de 2022- presenta la escena deducida a partir del pasaje transmitido por el evangelio de Lucas (Lc. 2, 7) acerca de que el nacimiento de Jesús se produjo in praesepio ("en el pesebre") quia non erat eis locus in deuersorio, "porque no había lugar para ellos (para la Sagrada Familia) en la posada". Y en la figura, graciosamente policromada, aparecen José y María, ella encinta, charlando con el posadero que les informa sobre el estado de su establecimiento: completo. Por citar la autoría de la felicitación, nos la hizo llegar un compañero del Departamento de Historia, Historia del Arte y Geografía de la Universidad de Navarra -donde también hemos puesto nuestro particular Belén con una muy especial ofrenda ante el pesebre, como mostramos en la siguiente imagen, para quien sepa identificarla-, Ricardo Fernández Gracia que dirige desde hace años la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro cuya web, desde luego, es de consulta inexcusable para los amantes del arte.


En estos días muchos saldremos de nuestras rutinas -siempre gratas- y tendremos, seguramente, que "buscar posada" en casa ajena o, cuando menos, acomodarnos a una realidad que es diferente a la que vivimos cada día y, tal vez por eso, será menos cómoda. Quizás eso nos ayudará a entender mejor las peripecias que la familia de Nazaret vivió desde el momento en que el censo de Quirino les obligó a ir a empadronarse a la aldea de Belén, de la que procedía la estirpe de José hasta aquél en que, como nos cuenta también el texto evangélico (Mat. 2, 13-15), debieron huir a Egipto para escapar de la autoridad judía. Será, sin duda, por una buena causa -estar con las personas a las que más queremos- y, también, será una buena razón para contemplar de cerca la esencia de la Navidad: una familia en apuros que sufre para sacar adelante una vida, como tantas familias que, en nuestro tiempo, salpicado por guerras y discordias por doquier, sufrirán en estos fríos días del inicio del invierno en que, en cualquier caso, parece renovarse la esperanza. A propósito del censo de Quirino que motivó el viaje de la familia de Nazaret y el alumbramiento de Jesús en un pesebre, de hecho, en otro belén de un buen amigo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, Álvaro Sánchez-Ostiz, Catedrático de Filología Latina, éste ha colocado, escrito en Latín, Griego y Hebreo (Jn. 19, 20) el ficticio decreto con el que dicho censo se promulgaría por el emperador Augusto y lo ha colocado en el atrio de la posada instalada en su belén. Os lo dejo aquí porque, sencillamente, me ha parecido fabuloso y porque entra en el ámbito de lo que a veces se ha llamado la "epigrafía ficticia" en este caso, de cualquier modo, bastante plausible y, por supuesto, con un lenguaje jurídico bastante correcto.

Con o sin viajes, con o sin peripecias, con o sin posadas, que estos día sean, de verdad, un remanso de paz y de felicidad inspirada en Belén, paz que, como solemos decir aquí, podamos ser capaces, luego, de repartir durante todo el año especialmente -como recordaba el vídeo con el que nos ha felicitado este año la Universidad de Navarra, que dejamos más abajo- con aquéllas personas con las que, quizás, normalmente tenemos más diferencias y mostrar ese cariño nos resulta menos sencillo. 

¡Muy feliz Navidad para todos los lectores, habituales u ocasionales, de siempre o primerizos, de Oppida Imperii Romani!


PLENITVDO TEMPORIS

[Mosaico bizantino, del siglo XIV, en la antigua iglesia de San Salvador de Cora, en Estanbúl, Turquía, representando a María y José empadronándose ante Publio Sulpicio Quirino, ordenante del censo citado en el Nuevo Testamento]

Aunque en los últimos tres años, Oppida Imperii Romani ha conseguido mantener una periodicidad más o menos fija de tres entradas mensuales, no siempre ha sido así y si el lector realiza un seguimiento del "Mapa web" ubicado a la derecha de este post, se dará cuenta de que, desde agosto de 2008, en que este blog inició su andadura, ha habido algunos años de escasísima actividad. Sin embargo, en todos esos años nunca ha faltado la tradicional felicitación navideña que, en bastantes ocasiones, además, ha tenido un cierto carácter histórico abordando someramente cuestiones como la del censo de Quirino (en 2022), la de los Reyes Magos (en 2021, aunque el asunto fue objeto de una, visitadísima, entrada monográfica en enero de 2020) o, sencillamente, encuadrando el tiempo augústeo en que se produjo el nacimiento de Jesús, que llenará de alegría a todo el mundo en estos próximos días (en 2019 y en 2014, año del bimilenario del emperador Augusto, precisamente). Este año, esa felicitación, tampoco faltará pero tiene ya su particular anticipo en esta entrada, casi ya navideña.

Y es que, hace algunos meses, quien escribe este blog fue invitado por los padres de la asociación juvenil Lantegi, de Pamplona, a dictar una charla de contenido histórico en torno a la Navidad. Esta, finalmente, tuvo lugar el día 15 de diciembre, viernes, al final de la tarde, en la nueva sede de esta asociación, ubicada en el pamplonés barrio de Arrosadía. En ella, tuvimos la oportunidad de repasar aspectos históricos y contextuales del acontecimiento que celebramos cada Navidad y, nos pareció que, como hemos hecho recientemente con el contenido de una charla impartida en el Colegio Mayor Belagua, el pasado mes de octubre, y en la Universidad de Salamanca, el pasado mes de noviembre, podría ser útil para los lectores de Oppida Imperii Romani transcribir, con sus correspondientes arreglos de redacción, lo que en ella se dijo, razón a la que obedece esta entrada que, además, se cierra con el handout de textos que se manejó en dicha charla y que se facilitó a los asistentes quedando, ya, además, incorporado a los dosieres y presentaciones que se reúnen en nuestro repositorio de SlideShare. Sí queremos hacer constar que antes de la impartición de la charla en Lantegui tuve la suerte de poder desgranar un anticipo de su contenido con varios estudiantes de los últimos cursos del Grado en Historia que ofrecemos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra. Uno de ellos, ya cursando máster, Javier Martínez Sarasate, me hizo saber de la existencia de un lienzo de Jean Léon Gérôme, pintado hacia 1852-1854, titulado "La edad de Augusto, el nacimiento de Cristo" que, encargado por la corte de Napoléon III y conservado en la colección del Museo Getty, en California, resume muy bien, en imagen que compartimos a continuación, una parte de lo que se dirá en las líneas que siguen.

Sólo resta desear, como prólogo a esta entrada, que su lectura sirva a todos para centrar mejor -también en su dimensión histórica- estos días ya prácticamente inminentes de Navidad y, sobre todo -pues ése es el propósito fundacional de Oppida Imperii Romani- para seguir aprendiendo sobre el mundo antiguo, y en particular sobre el romano y, también, enamorándose de él más cada día. 

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El objetivo de estas reflexiones es el de ubicar el Misterio de la Navidad en su contexto histórico, un asunto tan apasionante como amplio que, en cualquier caso, vamos a tratar de abordar de modo sintético apoyándonos, también, en varios textos que han quedado recogidos en un dosier al efecto y que, oportunamente, se citarán. La charla tendrá tres partes: la primera [I.], titulada “la plenitud de los tiempos”, expresión de San Pablo que, más adelante, explicaremos; la segunda [II.], “cuestiones cronológicas históricas y contextuales del nacimiento de Jesús”; y, por último, aunque en realidad lo que en ella se dirá puede ser un epílogo al segundo apartado -pero nos parece que el pasaje merece una atención específica desde la óptica histórica- “el episodio de los Magos”, la Epifanía, que cerrará las próximas fiestas navideñas y que constituirá la tercera sección de nuestra reflexión [III].

[I.] En su carta a los Gálatas, San Pablo escribe que “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley para redimir a los que estaban bajo la ley para que recibiéramos la adopción”. Es Pablo (Gal. 4. 4), por tanto, quien crea esa expresión, plenitudo temporis, “la plenitud de los tiempos” que hemos querido colocar en el título de nuestra charla. ¿A qué se refiere con esa alusión? ¿Qué es la plenitud de los tiempos y cuándo se produce?

Al margen de que haya dudas, que luego abordaremos, sobre la fecha concreta del nacimiento de Jesús -si tuvo lugar en torno al 6 a. C., si fue mejor en torno al 6 d. C.-, lo que es indiscutible por varias referencias, incluida la del Evangelio de Lucas -aunque luego abordaremos la validez histórica del Nuevo Testamento-  es que Jesús nace en una época histórica concreta y clave en la Historia de la Antigüedad que es la del gobierno del emperador Augusto. Augusto, como es sabido, es el primer emperador de Roma que reina entre el 27 a. C. y el 14 d. C.

En estos últimos días, en nuestro país, hemos celebrado el 45 aniversario de la Constitución. En muchos medios de comunicación se hablaba del modo cómo estos 40 años de la Historia de España habían marcado a una generación y de en qué medida muchos teníamos experiencia de la transformación vivida por nuestro país. Esa reflexión nos parecía que podía ayudar en el inicio de esta charla, tratar de mirar a cómo se percibía la contemporaneidad, los últimos 40 años que la humanidad había vivido antes del aduentus de Augusto, de la instauración del régimen monárquico imperial en Roma. Se trata, pues, de intentar describir esa situación teniendo en cuenta ese horizonte de unos 40-45 años antes del inicio del reinado de Augusto, del arranque del Imperio Romano que se acababa entonces de fundar como gobierno del “ciudadano principal”, del Princeps, en contraste al modo con que Roma se había gobernado desde el siglo VI a. C. y, obviamente, también en los 40 años anteriores a Augusto: una República presidida por una magistratura colegiada, el consulado que tomaba decisiones auxiliado por el Senado y, ocasionalmente, por el pueblo. Roma era, entonces, la dueña de gran parte del Mediterráneo y el espacio concreto en que nacerá Jesús -se discute si en Nazaret, como algunos sostienen o en Belén, como parece demostrar la tradición-, el territorio de Judea, aún no estaba articulado como provincia, lo estará sólo a partir del 6 d. C. pero estaba gobernado por Herodes el Grande que reina entre el año 37 y el año 4 a. C. –dato este importante para fechar el acontecimiento concreto del nacimiento de Jesús- y lo hace como rey vasallo de Roma, un rey con el que Roma suscribe un pacto de colaboración por el cual él tiene que mantener la seguridad y el orden en el territorio algo que hace construyendo fortalezas varias, entre ellas la mítica de Masada y reprimiendo cualquier conato de revuelta, que sí se producirán, sin embargo, ya en el reinado de su hijo Arquelao a partir del 4 a. C. quizás como reacción a actividades censuales y tributarias iniciadas por Roma, de las que luego hablaremos. En esos 40 años previos al reinado de Augusto, el Estado romano -desde la óptica política- venía dando muestras de una muy profunda crisis propia de eso que se ha llamado “el último siglo de la República romana”. La vida pública estaba profundamente militarizada, el ejército había intervenido abundantemente en la vida diaria, incluso física, de la ciudad de Roma; esa Roma que tenía en origen una clara separación de poderes entre cónsules, Senado y asambleas, deja de tenerla durante gran parte de la República y el Senado se acostumbra durante ella, al menos desde el año 90 a. C., a hacer de la excepcionalidad constitucional la norma; y, por último, el terrorismo callejero había ocupado parte de la vida cotidiana de la ciudad como demuestra la banda de Clodio que habiendo desempeñado importantes cargos en el cursus honorum romano acaba convirtiéndose en todo un agitador social.

Si se entiende este contexto, puede entenderse que se hable de la “plenitud de los tiempos” para el momento augústeo. Desde hacía años cundía, en la vida política y social de Roma, dividida en dos facciones enfrentadas -los optimates, más conservadores, y los populares, reformistas- una relativa esperanza en que, en realidad, la solución a esa crisis debía proceder de un liderazgo personal nuevo. Por otra parte, todos los grandes episodios traumáticos de la crisis tardorrepublicana habían tenido al frente a líderes militares y carismáticos que habían marcado la agenda política de las décadas previas por encima de los lazos de los magistrados tradicionales: la dictadura de Sila y la guerra civil entre Pompeyo y Sertorio en los años 80 del siglo I a. C., Espartaco y sus revueltas de esclavos en los años 70, el terrorismo callejero antes citado en los 50, la guerra civil entre César y Pompeyo en los 40 o la tercera guerra civil de la República romana, entre Antonio y Octavio -luego Augusto- en los años 30 de esa misma centuria. Ante semejante panorama puede decirse que en los últimos años 30 y primeros años 20 del siglo I a. C. en el orbis Romanus hay un deseo compartido, dúplice: una autoridad que ponga orden y que devuelva a la República a su viejo esplendor y alguien que aporte paz y estabilidad. No es, pues, casual que, precisamente, Augusto se presente en su testamento político, que se difundirá a partir de su muerte -las famosas Res Gestae- como el potitus rerum omnium, “el dueño de todos los poderes del estado”, pero, per consensus uniuersorum, “con el acuerdo de todos los poderes públicos y sociales”.

30 años antes del momento de esplendor del Principado de Augusto, que aportará esa estabilidad de que estaba huérfana, desde hacía décadas, la República romana, el poeta Virgilio, en la Égloga IV escribe unos versos dedicados a uno de los cónsules del año 40, Cayo Asinio Polión cuya lectura resulta sorprendente en el contexto que nos ocupa, tanto es así que en el cristianismo medieval al propio Virgilio se le consideró un profeta más. El texto dice: “Cantemos, ¡oh Sicilianas Musas!, mayores asuntos; pues no a todos deleitan las florestas ni los humildes tamarindos: si cantamos las selvas, que dignas sean las selvas, ¡oh cónsul! Ya viene la última era de los Cumanos versos:  ya nace de lo profundo de los siglos un magno orden (magnus ab integro saeclorum nascitur ordo). Ya vuelve la virgen (iam redit et uirgo), vuelve el reinado de Saturno; ya desciende del alto cielo una nueva progenie (noua progeniues caelo demittitur alto). Tú, al ahora naciente niño (modo nascenti puero), por quien la vieja raza de hierro termina y surge en todo el mundo la nueva dorada (quo ferrea primum desinet ac toto surget gens aurea mundo), sé propicia ¡oh casta Lucina!: pues ya reina tu Apolo. Por ti, cónsul, comenzará esta edad gloriosa, ¡oh Polión! e iniciarán su marcha los meses magníficos, tú conduciendo. Si aún quedaran vestigios de nuestro crimen, nulos a perpetuidad los harán por miedo las naciones.  Recibirá el niño de los dioses la vida, y con los dioses verá mezclados a los héroes, y él mismo será visto entre ellos; con las patrias virtudes regirá a todo el orbe en paz (pacatumque reget patriis uirtutibus orbem). Por ti, ¡oh niño! (at tibi prima, puer…), la tierra inculta dará sus primicias, la trepadora hiedra cundirá junto al nardo salvaje, y las egipcias habas se juntarán al alegre acanto.  Henchidas de leche las ubres volverán al redil por sí solas las cabras, y a los grandes leones no temerán los rebaños. Tu misma cuna brotará para ti acariciantes flores.  Y morirá la serpiente, y la falaz venenosa hierba morirá; por doquier nacerá al amomo asirio”.

Aunque hay textos del Antiguo Testamento, en particular de Isaías, que muestran tópicos parecidos, lo que los comentaristas de Virgilio dicen es que, en realidad, aquí está la base de la teoría de las tres edades. Virgilio considera que el consulado de Polión va a abrir una edad de oro, de igual modo que historiadores romanos posteriores, como Casio Dión, dirán que al morir el emperador Cómodo la historia de Roma pasa a una edad “de cobre y óxido”. Virgilio, autor de la elite intelectual de la época -que algo más tarde compondrá la Eneida- manifiesta esa esperanza de cambio y es partícipe de esa sensación de que algo tenía que cambiar y de que había que abrir una nueva era. Augusto es consciente de esa sensación y, de hecho, hay una inscripción en Asia Menor, en Priene (IKPriene 14), fechada en el año 9 a. C. -en realidad es un decreto del gobernador provincial de Asia- en la que se dice recupera esa idea: “Puesto que la providencia, que ha ordenado todas las cosas y está profundamente interesada en nuestra vida, ha puesto el orden más perfecto dándonos a Augusto, a quien llenó de virtud para que beneficiara a la humanidad, enviándolo como salvador [σωτήρ], tanto para nosotros como para nuestros descendientes, para que pusiera fin a la guerra y ordenara todas las cosas, y puesto que él, César, por su aparición (superó incluso nuestras anticipaciones), superando a todos los benefactores anteriores, y ni siquiera dejando a la posteridad ninguna esperanza de superar lo que ha hecho, y puesto que el cumpleaños del dios Augusto fue el comienzo de las buenas nuevas [εὐαγγέλιον] para el mundo que vinieron a causa de él”.

El texto de Priene muestra de qué modo Augusto defiende esa idea de la instauración de un nuevo tiempo en un contexto general de desesperanza encargándose de transformar la desesperanza en seguridad y en fe en una nueva era. Y es Augusto, de hecho, el que aporta dos elementos fundamentales que, en cierta medida, justifican esa interpretación paulina de “la plenitud de los tiempos”. El primer elemento -que se recuerda en la liturgia de la Misa de Nochebuena, cuando se lee la expresión toto orbe in pace composito, “estando todo el mundo en paz”- es la paz.  Además de esa sensación de esperanza que transmite la égloga virgiliana, la instauración del régimen de Augusto aporta varios años -no muchos, apenas hasta el 9 d. C.- de paz y al emperador se le llama, a veces, “el príncipe de la paz”. Una paz que, de hecho, se funda, se forja en la Península Ibérica tras la guerra contra los cántabros parte de la cual el propio Augusto dirige en persona. Piénsese que en el año 13 a. C. comienza el trabajo en el ara Pacis que conmemora precisamente esa pacificación. Es en ese contexto en el que se produce el nacimiento de Jesús. Pero, hay un segundo elemento, aportado por el propio Augusto, que es importante. Con Augusto puede decirse que es la primera vez en que existe, de verdad, por citar la expresión que utiliza Lucas en su evangelio, un uniuersus orbis, un “único mundo”, un único poder, una única lengua una oikoumene, un término muy empleado por las fuentes griegas del momento, de hecho… En ese tiempo de Augusto existe ya, pues, un modelo político en el que toda la gente, incluso de las periferias del Imperio, puede verse representada y en el que la noticia del nacimiento de Jesús puede difundirse sin barrera alguna a través de esa “casa común”. De hecho, la población del momento, entiende que es un saeculum aureum, un “nuevo siglo”, un nuevo tiempo que, además, como se encargará de ensalzar Tito Livio en su monumental obra histórica, estaba previsto por los dioses, por el singular fatum romano.

[II.] El segundo asunto nos lleva a abordar las cuestiones cronológicas, de fecha, en relación al nacimiento de Jesús. A este respecto, la evidencia fundamental es el texto de Lucas (Lc. 2, 1-7) en el que el evangelista hace un notable esfuerzo por introducir el acontecimiento en un contexto histórico concreto, cosa que no hace el Evangelio de Juan -que de hecho prácticamente no dice nada del episodio-, que tampoco hace Marcos pero que sí hace, aunque menos explícitamente, Mateo, que sí da, en cualquier caso, alguna coordenada histórica a propósito de la conversación entre los Magos y Herodes, que no deja de ser obviamente, un personaje histórico. Volveremos sobre ello, como antes se dijo, más adelante.

El referido capítulo de Lucas, el segundo, dice: “aconteció, pues, en los días aquellos, que salió un edicto del César Augusto para que se empadronase todo el mundo (edictum a Caesare Augusto ut describeretur uniuersus orbis). Este empadronamiento se hizo siendo Quirino gobernador de Siria (haec descriptio prima facta est ut praeside Syriae Quirino). Iban todos a empadronarse, cada uno en su ciudad. José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Estando allí se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre (reclinauit eum in presepio), por no haber sitio para ellos en el mesón”. Las coordenadas, por tanto, son claras, gobierno de Augusto y un censo general dirigido por Publio Sulpicio Quirino, gobernador de Siria. Todo esto partiendo de una base, la de que el Nuevo Testamento no es un libro histórico, aunque analizado como fuente antigua tenga una cercanía en su composición a los acontecimientos que narra que resulta bastante mayor que muchas fuentes de las que forman parte del corpus de materiales del historiador de la Antigüedad. Se da la circunstancia de que el censo en cuestión lo cita también Flavio Josefo, que sí es un historiador y que el personaje, Quirino, y el censo, aparecen citados en varias fuentes epigráficas procedentes de Tívoli, en Italia (CIL XIV, 63613), y de Beyrut, en el Líbano (CIL III, 6687), en esta última aludiendo, expresamente al censum Qurini. Según Flavio Josefo (AJ. 18, 1), el censo no habría tenido lugar estando Herodes vivo sino reinando ya su hijo Arquelao. Toda esta polémica afecta, naturalmente, a la fecha concreta del nacimiento de Jesús. Si Lucas está en lo cierto, Jesús habría nacido en torno al 6 a. C., si el que está en lo cierto es Josefo, Jesús habría nacido hacia el 6 d. C. La historiografía se ha posicionado ante esta contradicción de varias formas: considerar que Lucas se equivoca –recordemos que él sólo pretende dar un marco histórico general para el nacimiento del protagonista de su Evangelio-; plantear que el censo lo comenzó el predecesor de Quirino, Publio Quintilio Varo -conocido por su desastrosa intervención militar en Teotoburgo más tarde- pero lo culminó Quirino cuando ya era gobernador de Siria a partir del año 4 a. C., por tanto a la muerte de Herodes y que, quizás, el propio Quirino auxiliase a su predecesor en algún aspecto del censo; o, sencillamente, pensar que hubo dos censos diferentes. En cualquier caso, con los datos históricos de que disponemos, si el censo fue el de Quirino, hay que retrasar la fecha del nacimiento de Jesús al año 6 d. C. y, por tanto, el error de Lucas sería vincularla al reinado de Herodes que, en cualquier caso, aparece también como coordenada cronológica en Mateo, como después veremos. Últimamente ha tomado fuerza la idea de que el censo -que tiene una finalidad de inventario y, por tanto, tributaria, muy augústea- se realizase entre los dos gobiernos, el de Varo y el de Quirino porque la operatividad de un proceso semejante lo dilatase casi una década.

En este debate cronológico entra también la controversia en torno a la fecha de la Navidad. Hace ya varios años que muchos colegas no felicitan la Navidad, sino que felicitan “las fiestas” o, algunos, amantes del mundo romano, felicitan los Saturnalia. Es sabido que, en el calendario romano, entre el 17 y el 23 de diciembre tenían lugar estas celebraciones de fin de año, que coincidían con el final de las primeras labores agrícolas y, sobre todo, con el solsticio de invierno y el comienzo del alargamiento de los días, del “triunfo” de la luz.  Los Romanos las celebraban intercambiándose regalos, con reuniones familiares y no pocos excesos. La primera mención que tenemos en las fuentes históricas a que la Navidad se celebra en diciembre la debemos a Sexto Julio Africano que en el 241 da ese dato. Como la liturgia cristiana insiste mucho en que Jesús es “el sol que nace de lo alto” (Lc. 1, 78-79), se ha sostenido que el pontificado romano primitivo, anterior al siglo III d. C., desplazase la fecha original del nacimiento de Jesús -que algunos sostienen que debió producirse más hacia la primavera pues era ésa la época en que los pastores estaban en el monte con sus rebaños tal como se dice en el Evangelio a propósito del episodio de la anunciación a los pastores- y que lo hiciera así para contrarrestar el peso que tenían en la tradición pagana no sólo los Saturnalia sino, especialmente, la fiesta de Mitra y del Sol Inuictus que coincidía con el 25 de diciembre. Parece difícil, sin embargo, pensar que una Iglesia que en el siglo III acaba de salir de las persecuciones tenga algún interés en vincularse alpaganismo, causante de esas persecuciones. No parece muy coherente y resulta poco lógico. Muy probablemente -y es cierto que en el Nuevo Testamento se recogen muchos “recuerdos de familia” sobre Jesús de Nazaret- si la Encarnación se produjo el 25 de marzo -como recuerda la tradición- el nacimiento de Jesús tuvo que tener lugar entre el 25 de diciembre y el 6 de enero que es la fecha de la Navidad en el mundo ortodoxo. Además, en el contexto vital, casi psicológico, hebreo, la fecha de la concepción era muy importante desde un punto de vista biográfico y, por eso, se habría celebrado, desde siempre, la Navidad, en el momento en que la celebramos hoy, aunque el tema sigue abierto a controversia, claro está.

[III.] El último episodio en que me quería detener es en el de los Magos y, en concreto, para reflexionar sobre éste tal como lo transmite, Mateo, y sobre su relación con el mundo antiguo. El texto evangélico dice: “nacido, pues, Jesús, en Belén de Judá en los días del rey Herodes (in diebus Herodi regis), llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos (ecce Magi ab Oriente) diciendo: ¿dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella en el Oriente (uidimus enim stellam eius) y venimos a adorarle. Al oír esto el rey Herodes se turbó y con él toda jerusalén, y reuniendo a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías. Ellos contestaron: en Belén de judá pues así está escrito por el profeta (…) Entonces Herodes, llamando en secreto a los magos, les interrogó cuidadosamente sobre el tiempo de la aparición de la estrella; y enviándolos a Belén, les dijo: id a informaros sobre ese niño y cuando le halléis comunicádmelo para que vaya también yo a adorarle. Después de oír al rey se fueron, y la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que, llegada encima del lugar en que estaba el niño, se detuvo. Al ver la estrella sintieron grandísimo gozo, y entrados en la casa (et intrantes domum) vieron al niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron (et procidentes adorauerunt eum), y abriendo sus tesoros le ofrecieron dones (obtulerunt ei munera), oro, incienso y mirra. Advertidos en sueños de no volver a Herodes, se volvieron a su tierra por otro camino (…) Muerto ya Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel porque son muertos los que atentaban contra la vida del niño”.

¿Quiénes son los Magos? Bueno, el texto dice que son magi, en su versión latina, magi ab Oriente. Y en la versión griega original, magoi. Hay acuerdo en que, en la tradición helenística y romana, los magoi son gente dedicada al zoroastrismo, a la astronomía y a las artes adivinatorias. Eso concreta bastante la procedencia de estos Magos que luego la tradición ha dicho que son reyes seguramente por influencia del Salmo 72 en que se habla de los reyes que se postran ante el Redentor, entre ellos los reges Tharsis, “los reyes de Tarsis” algo que, como se recordará, llevó a Benedicto XVI a, incluso, sugerir que pudieran ser reyes tartesios. Procedentes, pues, del mundo persa, curiosamente, en la primera representación, hasta donde yo sé, que hay de la Epifanía, que es del siglo III en los frescos de las Catacumbas de Priscila de Roma, los Magos ya aparecen -y luego también en las de San Calixto ya del IV y, por supuesto, en los sarcófagos, como el conocido zaragozano de Castiliscar- con dos elementos en su atuendo claramente geográficos, pero, también, étnicos. En primer lugar, llevan pantalones, braccae -lo que era símbolo de barbarie en el mundo antiguo, de ser extranjero: los Germanos, por ejemplo, llevan pantalones- y están ataviados con gorros frigios, por tanto, son extranjeros, para un judío, por tanto, gentiles, y, además, son persas, a juzgar por sus gorros.

Que estos Magos reciban la noticia a partir de una estrella es un dato también muy importante porque en la tradición general del mundo antiguo cualquier personaje importante debía venir anunciado por un signo en el cielo, por lo que los romanos llaman los omina. Y si el signo no acompañaba a aquél en el nacimiento, le acompañaba tras la muerte como sucede con el sidus Iulium, que aparece en el cielo en el año 44 a. C. a la muerte de César y que justifica su apoteosis. Se trata, por tanto, volviendo a los Magos, de personajes acostumbrados a estudiar los astros y a descubrir detrás de los astros acontecimientos, algo que es muy propio también de toda la tradición persa. Se ha discutido, naturalmente, qué estrella es esa y desde Johannes Kepler, en el siglo XVII, se ha sostenido si fue la conjunción de Venus y de Júpiter, que parece que se produce en torno a la primavera del año 6 a. C. lo que podría ayudar en el debate sobre la datación del acontecimiento histórico que nos ocupa.

Luego hay un elemento muy interesante que suele pasar desapercibido cuando analiza este pasaje y es la alusión que hay en el texto a que los Magos “postrándose le adoraron” o “de hinojos le adoraron”. El texto latino dice et procidentes adorauerunt eum. Ese verbo latino, procideo, traduce el griego proskyneo que nos pone en contacto con la proskynesis, la “genuflexión”, un acto muy importante en la parafernalia de la realeza persa que, de hecho, le costó más de algún disgusto a Alejandro de Macedonia cuando, al casar con Roxana de Bactria decidió exigirla a sus hombres como muestra de reverencia y lealtad hacia su persona lo que, entre otras cosas, motivó la llamada “conspiraciónde los pajes”. Se trata, entonces, el hecho de que se postraran, de un dato muy importante que fortalece esa idea de que los Magos procedieran del mundo persa pues en un mundo de tradición helenística y romana esa proskynesis era entendida como una costumbre propia de extranjeros y, específicamente, de iranios.

Por último, y terminamos con esto, el texto de Mateo dice que obtulerunt ei munera, “le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra”. En parte, junto al ya citado Salmo 72, de aquí arranca la idea de que se tratase de reyes y no sólo de adivinos o astrónomos. Y es que, en el mundo antiguo, en la diplomacia antigua, no hay acuerdo entre estados ni relación entre estados que no se selle por el intercambio de regalos. Los Magos, por tanto, se ponen en camino, conciben que lo que van a hacer es un acuerdo con alguien que, como han visto en la estrella, está llamado a tener algún tipo de poder y es impensable ponerse en relación con ese nuevo poder sin llevar regalos. Probablemente llevarían regalos también a Herodes, aunque el texto no lo refiere, pero ésa era la praxis habitual en las relaciones internacionales en el mundo antiguo.

En el texto hay un dato más que puede resultar interesante y es que Mateo no habla ya de praesepium sino de que los Magos intrantes domum, “entrando en la casa”, procedieron a esa adoración. Ya no es un pesebre, sino que es una casa el escenario en que se produce el episodio que, por tanto, debe ser algo posterior a la Navidad. Si antes dijimos que el texto de Lucas pretende insertar el acontecimiento del nacimiento de Jesús en un contexto histórico pero que el Nuevo Testamento, pese a ello, no es un libro histórico, nos parece justo subrayar de qué modo el relato de los Magos en el Evangelio de Mateo hace una figuración de un episodio con canones muy propios de la Antigüedad, con muchos elementos que forman parte del código habitual de la representación política y diplomática y de la adivinación y de los prodigios de la Antigüedad a la que, en cualquier caso, hemos intentado aproximarnos un poco con estas reflexiones.

NOTA.- Para el lector que quiera saber más, y sin ánimo de agotar la amplísima bibliografía que existe sobre las cuestiones aquí tratadas -con mucha, y no siempre fiable, información, también, en la red- queremos citar algunos títulos concretos que nos parecen inexcusables y que, además, aportan la bibliografía pertinente (cierto que salvo uno de ellos, ninguno está, hasta donde sabemos, en versión digital). El contexto general de la crisis tardorrepublicana se describe de modo sintético en PINA, F., La crisis de la República (133-44 a. C.), Síntesis, Madrid, 1999. Sobre Augusto y su tiempo puede resultar útil el clásico de SOUTHERN, Augusto, Gredos, Madrid, 2013. La cuestión de la relación entre el tiempo de Augusto, el nacimiento de Jesús y la "plenitud de los tiempos" la desgrana de forma muy clara RATZINGER, J., La infancia de Jesús, Planeta, Barcelona, 2012. Para entender el contexto concreto -local, hebreo- en que se desenvuelve la figura de Jesús de Nazaret y, sobre todo, los problemas de crítica textual y validez histórica del Nuevo Testamento, debe verse VARO, F., Rabí Jesús de Nazaret, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2005 algo que está también muy bien tratado en el clásico trabajo de BLÁZQUEZ, J. Mª., El nacimiento del cristianismo, Síntesis, Madrid, 1990 con notable atención al asunto cronológico. La cuestión concreta del censo de Quirino está bien recogida en un artículo de DABROWA, E., "The date of the census of Quirinius and the Chronology of the governors of the province of Syria", Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik, 178, 2011, pp. 137-142. Y, por último, el episodio de la Epifanía se puede seguir muy bien en CARDINI, F., Los Reyes Magos: historia y leyenda, Península, Barcelona, 2001.


VASCONVM

 


[Cubierta de la novela Vasconum, Ediciones Eunate, Pamplona, 2023; más información sobre ella, aquí]

"-No estás solo. Nadie lo está. Ahora, más que nunca, todos somos uno. Nosotros somos quienes continuaremos con el legado de Larrahi, Enneges. Lucharemos hombro con hombro, espalda con espalda, protegiéndonos los unos a los otros, pues el motivo que nos lleva a combatir es, como decía él, que algunos de los nuestros regresen a sus hogares, a nuestra tierra; y serán ellos, y sus hijos, y después sus nietos, quienes contarán en sus ciudades y poblados las batallas, derrotas y victorias de la cohors II Vasconum. Nuestras batallas, nuestras derrotas, nuestras victorias, nuestras gestas. Hagámoslo, luchemos. Por nosotros. Por Larrahi. Porque él nos estará observando, orgulloso, desde la otra vida.

Enneges asiente. Si algo es seguro es que continuará combatiendo como lo había hecho hasta ahora, por sus camaradas, por Larrahi, por volver a ver a su padre y... por abrazar a su amada Selatse. Y, desde donde estuviese, su hermano siempre lo acompañaría. Siempre."

(ZUGARRONDO, Iñaki, Vasconum. Luchar y morir bajo las águilas de Roma, Eunate Ediciones, Pamplona, 2023)

Quienes nos dedicamos al estudio de la Hispania antigua y, en particular, quienes en alguna ocasión nos hemos ocupado de la compleja cuestión de las etnias antiguas hemos percibido rápidamente el problema que suponen las limitaciones inherentes a nuestras fuentes, especialmente elusivas, de hecho, en lo que a estas respecta, como se ha puesto de manifiesto habitualmente (SALINAS, M., Los pueblos prerromanos de la península ibérica, Madrid, 2006). En relación a los antiguos Vascones, tan presentes en Oppida Imperii Romani, el fenómeno se hace, si cabe, especialmente determinante. Como comentábamos en una de las entradas de la etiqueta que, en este espacio, se les dedica, casi hemos articulado más nuestra imagen de esta etnia histórica a través de lo que dicen los geógrafos y los etnógrafos -caso de Estrabón, por ejemplo- o los poetas -como el Calagurritano Prudencio- y hombres de la administración -como Plinio el Viejo- que a partir de lo que sobre ellos cuentan historiadores como Salustio, Tito Livio o Tácito (para el catálogo de fuentes antiguas sobre los Vascones, con comentario, debe verse PERÉX, Mª J., "Características generales del pueblo vascón", en ANDREU, J., y LAREQUI, J. (eds.), Inter medium Vasconum pertransibunt aquae. Vascones y termalismo en la antigüedad hispana, Madrid, 2022, pp. 63-80 y ANDREU, J., y JORDÁN, Á. A., "Nuevas reflexiones en torno a las fuentes literarias sobre los Vascones en la Antigüedad", Lucentum, 26, 2007, pp. 233-252). De estos tres historiadores -los únicos que, desde dicho género, aluden a los Vascones-, de hecho, el texto de Salustio que reconstruyera Adolf Schülten en las Fontes Hispaniae Antiquae presenta no pocos problemas por su carácter fragmentario y lo complejo de algunas de sus lectiones (véase PINA, F., "Sertorio, Pompeyo y el supuesto alineamiento de los Vascones con Roma", en ANDREU, J. (ed.), Los Vascones de las fuentes antiguas. En torno a una etnia de la Antigüedad peninsular, Barcelona, 2009, pp. 195-2014, esp. pp. 196-201), el de Tito Livio, en que, cronológicamente, se menciona por primera vez a los Vascones en el contexto de la marcha del ejército del proscrito Sertorio hacia su campamento en Calagurris, procede de las Periocas, una serie de libros resumidos en los que la propia acción de la síntesis condiciona la validez del contenido y nos priva, sin duda, de más información (véase SAYAS, J. J., "El proceso de urbanización del sector meridional del territorio vascón y la comarca de Tudela (II)", Espacio, Tiempo y Forma. Serie 2. Historia Antigua, 17-18, 2004-2005, pp. 335-360, esp. pp. 343-344).

Ante este habitual -pero apasionante- panorama de evidencias y testimonios y en medio del appeal que, como sabe el lector de este blog, la cuestión vascónica ha venido despertando, con nuevos bríos, en el último año. En ese repertorio sólo escapa a la crítica histórica el pasaje en que el historiador romano Tácito alude, en las Historiae, a la existencia de una serie de cohortes Vasconum lectae a Galba (Tac. Hist. 1, 33) documentando, por tanto, la primera participación evidente, en los ejércitos de Roma, de Vascones como conjunto étnico -al margen, claro está, de la de individuos aislados oriundos de ciudades vasconas en el Bellum Sociale de la que nos informa el Bronce de Áscoli-, participación que tendrá continuidad documental a partir de la existencia de una serie de cohortes Vasconum que se repiten en fechas diversas en diplomata militaria de época altoimperial de las primeras décadas del siglo II d. C. y que también han sido, naturalmente, objeto recurrente de la investigación (GARCÍA Y BELLIDO, A., "Los vascos en el ejército romano", Fontes Linguae Vasconum, 1, 1969, pp. 97-108; SAYAS, J. J., "Los Vascones y el ejército romano", Hispania Antiqua, 13, 1986-1989, pp. 97-120SAN VICENTE, J. I., "Galba, el ala Tauriana y el ala Sulpicia", Hispania Antiqua, 31, 2007, pp. 87-110 e, incluso, nosotros nos ocupamos de ellos en ANDREU, J., "Qui tenditis? qui genus? unde domo? Vascones en el Occidente Latino a través de la documentación epigráfica", Príncipe de Viana, 261, 2015, pp. 307-322).

En estos días, la prensa navarra -tanto Diario de Navarra como Diario de Noticias- se hace eco de la edición, por parte de la editora local Ediciones Eunate, de una novela que, precisamente, da vida a varios integrantes de esa cohors Vasconum del texto de Tácito y de la documentación epigráfica. Titulada Vasconum. Luchar y morir bajo las águilas de Roma, es la opera prima del guía turístico profesional -en Pamplona y en Roma- Iñaki Zugarrondo, natural de Pamplona (1993). Como el propio autor afirma en la sensacional "Nota histórica" que (pp. 367-372) que precede al utilísimo "Glosario" (pp. 373-381) que cierra el volumen, "la novela Vasconum. Luchar y morir bajo las águilas de Roma transcurre en un contexto histórico real que resultó crucial para el devenir del mundo romano, combinando la narración de pasajes reales y ficticios con un elenco de personajes tanto históricos como de ficción, y culminando con la batalla de Asciburgo, en la que nuestros antepasados vascones entraron en la Historia para siempre de manera heroica". Esa nota histórica termina con una épica afirmación que explica el éxito -con casi doscientos asistentes- que tuvo la presentación del volumen, hace apenas un par de semanas, en la librería Katakrak de Pamplona -con casi dos centenares de asistentes- y, también, el hecho de que la primera edición se haya agotado en un tiempo récord: "Ahora estos héroes olvidados vuelven para reclamar su sitio en la Historia". 


Aunque, efectivamente, la épica -junto a otras que seguidamente se glosarán- es una de las indiscutibles virtudes de la novela Vasconum, creemos que, desde un punto de vista sociológico -que resulta interesante para calibrar nuestra recepción de esos Vascones de la Antigüedad, asunto que también nos ha ocupado recientemente en este espacio- el sensacional éxito de este libro de ficción -digno continuador de Pompelo, el sueño de Abisunhar, que hace algunos años (Ediciones Eunate, Pamplona, 2014) firmó el abogado pamplonés Juan Torres Zalba (Pamplona, 1973) sobre una de cuyas novelas posteriores, El primer senador de Roma (Pamplona, 2020) nos detuvimos hace algunos años, con motivo de su edición, en Oppida Imperii Romani- vuelve a apuntar el atractivo sociológico que la cuestión étnico-identitaria de los antiguos Vascones tiene -siempre ha tenido- para la sociedad navarra y que, lógicamente, como decíamos, se ha visto incentivado con el revuelo originado por la presentación en sociedad de la mano de Irulegi y por la singular, y a veces torticera, interpretación de la misma desde una perspectiva política, sociológica y,  también, mediática, esa que ha inspirado la nutrida serie "Sorioneku", una de las más leídas de la historia de este blog. Si hace exactamente un año se agotaba en apenas un día el libro Cuando fuímos Vascones, de Javier Enériz, que haya sucedido lo mismo con la primera edición de Vasconum representa varias cosas y, desde luego, para los amantes de la Historia Antigua de Navarra, todas buenas. 

En primer lugar, la Antigüedad está de moda y, como se ha manifestado frecuentemente (ANDREU, J., "Vascoiberismo, vascocantabrismo y navarrismo: aspectos y tópicos del recurso ideológico a los Vascones de las fuentes antiguas", Revista de Historiografía, 8, 2008, pp. 41-54; BLÁZQUEZ, J. Mª., "Los vascones en las fuentes literarias de la Antigüedad y e la historiografía actual", Trabajos de Arqueología Navarra, 20, 2007-2008, pp. 103-149 y, recientemente, LAREQUI, J., "Los vascones antiguos entre posiciones antagónicas (siglos XIX-XX)", en DUPLÁ, A., y PÉREZ MOSTAZO, J. (eds.), Recepciones de la Antigüedad vascona y aquitana: de la historiografía a las redes sociales (siglos XV-XXI), Vitoria, 2022, pp. 97-116 y, en general, todo el volumen en que dicha contribución se incluye), la, poco fundada, identificación Vascones/vascos, resulta muy atractiva desde el punto de vista político y social lo que contribuye a amplificar el atractivo de cualquier nueva noticia, del tipo que sea, sobre la cuestión. En segundo lugar, un relato que subraya el elemento identitario en el marco de la globalización que supusieron "las águilas de Roma" pone el foco en los mismos elementos que hicieron posible, históricamente y a partir de la tardoantigüedad, la recuperación de esa prístina identidad vascónica (SAYAS, J. J., "De vascones a Romanos para volver a ser vascones", Revista Internacional de Estudios Vascos, 44, 1999, pp. 147-184) envuelta no pocas veces en el mito y la leyenda, en la épica, de la que antes hablábamos. Pero, además, en tercer lugar esta novela de Iñaki Zugarrondo pone el acento -no hay más que leer la glosa de su trama que figura en su elegante contraportada o en el material distribuido por la editorial, que más arriba enlazábamos- en el contraste entre la corrupción de la autoridad romana y el destino de unos jóvenes soldados vascones que "dejando atrás amor, familia y tierra (...) terminan ligando sus destinos al de las águilas de las legiones romanas", soldados a los que se presenta, además, como aguerridos combatientes, seguidores de sus ancestrales tradiciones y, por supuesto, defensores de su territorio y de su identidad al margen de que la entreguen al servicio de los generales romanos y, en concreto, del gobernador de la Tarraconense y capax Imperii en el año de los cuatro emperadores Servio Sulpicio Galba

Como supondrá el lector, el nexo que establece una plausible relación entre varios mercenarios vascones y la "gran" Historia de Roma es la sublevación de Galba a mediados del año 68 d. C. y la participación de aquellos en las batallas decisivas, ya en el 69 d. C. en torno a la revuelta, en la Germania inferior, de Julio Civil. De este modo, la acción se desarrolla entre el territorio vascón -especialmente el entorno de Pompelo pero también, ocasionalmente, Andelo e Iturissa, que desempeña un papel importante como punto de paso hacia el Pirineo y hacia Aquitania-, el ámbito Narbonense e itálico y, por supuesto, el territorio germano. En algunos de los pasajes mejor conseguidos de la obra, Zugarrondo tiene la virtud de imaginar al historiador Tácito escuchando, de boca de algunos de los vascones protagonistas, sus experiencias en una de las cohortes auxiliares de Galba en las que se desarrolla parte de la trama y, así, con una excelente pluma que, de hecho, le valió en 2019 un premio de narrativa por parte del Ayuntamiento de Pamplona, va intercalando sucesivamente saltos en el tiempo al año 101 d. C., en que está componiendo sus Historiae, cuando han transcurrido ya más de treinta años del episodio que centra la trama de la novela. Con una estructura muy cinematográfica, en la que el lector cambia constantemente de escenario -lo que ayuda, sin duda, a potenciar el contraste entre la periferia más o menos agreste en que transcurre la vida de los vascones protagonistas y los corruptos tejemanejes políticos de los escenarios más oficiales contribuyendo a dibujar una imagen casi paradisíaca del territorio vascón- los acontecimientos cubren la primera gran guerra civil del Principado Romano y permiten a Zugarrondo explayarse en torno a un asunto, el de la Historia Antigua de Roma que, es evidente, que le apasiona, pasión que, además, sabe compartir con el lector al que, además, la nota histórica final, antes citada, y el glosario, le incitan a querer saber más sobre este episodio que, según nos contaba hace unos días el propio autor -curiosa y sorprendentemente- no parece formar parte del "imaginario colectivo" que, en Navarra y entorno, se tiene sobre los Vascones antiguos, acaso más vinculado a las guerras sertorianas, donde ni siquiera podemos afirmar -más bien lo contrario- que tomasen partido en el mismo bando, y, también, a los tópicos de alteridad trazados por el conocido pasaje de Estrabón relativo a los "pueblos del norte" peninsular. Reivindicar la historicidad de ese pasaje de Tácito -como hemos dicho más arriba una de las pocas noticias que, sobre los Vascones de la Antigüedad, procede de una fuente verdaderamente autorizada e historiográfica como es Tácito y convertirlo en la espina dorsal histórica del texto- ya supone un acierto que, lógicamente, debe celebrarse.

Como tuvimos la ocasión de percibir cuando el autor nos contactó -hace ya un par de años- para que leyésemos la primera -y mucho más extensa- versión de su novela, Vasconum. Luchar y morir bajo las águilas de Roma, en primer lugar, cuida con notable acierto, la cuestión onomástica eligiendo adecuadamente, con las licencias propias del género, los nombres de los integrantes de la cohors Vasconum -Enneges, Arbiscar, Arranes o Larrahi- y de algunos de sus vecinos vascones, entre ellos Selatse y Ummesahari, protagonistas de parte importante de la trama por cuanto que la primera es pareja del héroe del relato, Enneges. Aunque es cierto -como el propio autor explica (pp. 368-369)- que algunos de los nombres -como Larrahi o Selatse- son, en su atestiguación epigráfica, teónimos, nada impide pensar que fuesen, también, nombres personales aunque resultaría raro (sobre unos y otros véase FERNÁNDEZ PALACIOS, F., "Actualización en onomástica vasco-aquitana", Palaeohispanica, 9, 2009, pp. 533-537, con todas las referencias epigráficas comprometidas en las diversas atestiguaciones). El autor da entrada, además, a otros teónimos, como Lacubegi que confirman su predilección por la documentación epigráfica que, como tantas veces hemos explicado en la etiqueta "Epigraphica" de este espacio, es una de las fuentes más directas y primarias para el conocimiento de la sociedad romana -y de las sociedades paleohispánicas- si bien Zugarrondo se rinde a tópicos -también en la toponimia- que aunque socialmente puedan estar bien asentados -como que Pompelo se llamó antes "Iruina" o que Mari figuraba entre las deidades de referencia en el panteón vascónico- desdicen de su, en general, notable esfuerzo documental aunque, como se ha dicho, se justifican por tratarse de un relato de ficción. El modo cómo se presenta el constante recurso a la memoria y al pasado compartido de las gentes vasconas protagonistas permite al autor recrear las condiciones topográficas del enclave antecesor de la Pompelo romana (pp. 18-19) del mismo modo que, con una pluma muy ágil, Zugarrondo transporta al lector al entramado urbano de esa ciudad a finales de la década de los sesenta del siglo I d. C. (pp. 37-38) dando vida a algunos de sus edificios más representativos, como el barrio artesanal que ocupó la parte baja del foro local (pp. 46-49) de igual modo que, más adelante (pp. 53-54) hace al supuesto procurator Vibio Decio (¿acaso hubiera sido mejor obtener su perfil onomástico de algunos de los personajes, o de los gentilicios, citados en las perdidas placas de Arre de CIL II, 2598-25960) disponer de una uilla en el territorium de Andelo que, con permiso del auge que, en estos últimos años, está experimentando Santa Criz de Eslava, sigue siendo una ciudad icónica para la comprensión de la Arqueología romana en territorio vascón. Esa capacidad descriptiva que, es, también, evocadora, alcanza su culmen en el momento en que Enneges entra en la ciudad de Roma y "las calles empedradas, los edificios y templos de la majestuosa urbe imperial" actúan como testigos (pp. 103-106) y presentan de qué modo un provincial como el joven Enneges redimensiona la idealizada imagen de su patria local. Aunque la novela pueda resultar, en algunos pasajes, algo previsible -los romanos, en particular el procurador Vibio Decio, son ambiciosos e, incluso, crueles (p. 153) y los Vascones, en cambio, son leales y honestos (pp. 360-362, por ejemplo)- nos parece que también en eso Vasconum bebe en lo mejor de la literatura latina que, precisamente en autores como Tácito, convirtió a los pueblos periféricos a Roma -como los Germanos, a los que también se atiende en el relato (pp. 152-157)- en modelo de esa moralidad que el engrandecimiento de la urbe se habría llevado por delante en el cénit del Alto Imperio (sobre este asunto hablamos, precisamente, no hace mucho en Oppida Imperii Romani).

La periodista de Diario de Noticias Cristina Garbayo escribía en el espacio que, el pasado mes de noviembre, dedicó a esta novedad editorial, que "Vasconum es una oportunidad para vivir en primera persona la historia de los Vascones durante el Imperio Romano" y, por su parte, Laura Puy, en Diario de Navarra entrecomillaba unas palabras de la editora, María Oset en las que ésta declaraba lo sugerente de que "a través de una novela histórica se pueda sembrar el amor por una tierra, por la historia, y hacerlo aprendiendo y disfrutando. Y me parece muy especial descubrir la vinculación de nuestra tierra y nuestros vascones con algo tan épico como el Imperio romano". Efectivamente, ese es uno de los principales méritos de esta novela que, seguro, seguirá estimulando el atractivo -que es precisamente ése, la simbiosis entre lo local y lo global- de este tema al que, desde la óptica investigadora, llevamos tantos años dedicando tantos desvelos. Un tema que, precisamente, sigue interesando hoy porque interesó al cálamo etnográfico, poético o histórico de los autores greco-latinos a los que debemos prácticamente todo lo que sabemos sobre los antiguos Vascones.

Por todo lo dicho, y por muchas más razones que sabrá descubrir el lector, Vasconum. Luchar y morir bajo las águilas de Roma es, desde luego, una buena noticia para los que amamos la Historia Antigua y, en particular, la tantas veces citada, y muy revitalizada, "controversia vascónica". 

DIGESTA VETVSTAS

[Detalle de un mosaico del Museo del Bardo, en Túnez, que representa a Virgilio junto a Clío. Montaje: © Pablo Serrano]

"La Historia sirve para muchas cosas. Más sin duda de las que hemos enumerado aquí. Pero sirve, sobre todo, no olvidemos, para conocer mejor el hombre, y por consiguiente para conocernos -y formarnos- mejor a nosotros mismos: individual y colectivamente. El historiador, por razón de su profesión, podrá encontrar muchos empleos en la vida, empleos, todo hay que decirlo, más bonitos y sugestivos que excelentemente remunerados, sin que eso quiera decir que haya que pasar apuros económicos. Si ha cursado una buena carrera, tarde o temprano encontrará una colocación decorosa, o más que decorosa. Pero la satisfacción de luchar, con honestidad e ilusión, por conocer la verdad y el sentido de la aventura del hombre, es la mejor compensación, y por tanto la mejor 'salida' que existe en la profesión de historiador" 

Eran los últimos años ochenta cuando, en las manos de quien escribe este blog, cayó el librito Guía de los estudios universitarios. Historia (Eunsa, Pamplona, 1977) que cerraba (p. 347) con la cita que abre esta entrada y que firmaba José Luis Comellas, Catedrático de Historia Contemporánea, que, tras un breve paso por la Universidad de Navarra debía ya profesar entonces en la Universidad de Sevilla. La cita resultó, seguramente decisiva en nuestra vocación como historiadores que, como hemos comentado en otras ocasiones, se despertó en una visita al monumento funerario romano de los Atilios, en Sádaba, no lejos de la ciudad romana de Los Bañales de Uncastillo y, acaso, se consolidó con la lectura de ese práctico tratado.

Es por eso que hace algunas semanas, resultó especialmente grato recibir una invitación, cursada por los jóvenes profesores de la Universidad de Salamanca, Enrique Paredes y Sara Casamayor, para, en el marco del Máster en Estudios Avanzados e Investigación en Historia que imparte su Facultad de Geografía e Historia dictar una sesión, la de clausura de la asignatura "Métodos y tendencias historiográficas en Historia Antigua", que mostrase a los estudiantes de qué modo se ejerce la profesión de historiador de la Antigüedad en el siglo XXI, con qué herramientas, y, sobre todo, ante qué retos. Aunque la sesión se anunció con el título "Nuevas tecnologías y divulgación del mundo antiguo" la impartimos con otro quizás más simple titulado "Ser historiador de la Antigüedad en el siglo XXI". Se trató de una charla que, por espacio de un par de horas, reflexionó -en su primera parte- sobre si valía la pena -y por qué- dedicar la vida a la Antigüedad y -en la segunda- mostró la labor de investigación pero, también, de transferencia y de acercamiento de las Ciencias de la Antigüedad a la sociedad que desarrollamos a través de Oppida Imperii Romani, a través del proyecto de Los Bañales y, más recientemente, del proyecto Valete uos uiatores, que tanto ha centrado la atención de este espacio en los dos últimos años. La charla tuvo lugar en la tarde del 23 de noviembre y se transcribe aquí debidamente editada, como ya hiciéramos en la primera entrada de este mes con la tertulia que, sobre pervivencia de los clásicos en el mundo actual, impartimos en el Colegio Mayor Belagua, de la Universidad de Navarra. El título de la entrada está tomado del modo cómo Estacio, en sus Tebaidas (10, 630-631), califica a Clío, Musa de la Historia, de la que se dice es responsable de la custodia y recuerdo de las acciones del pasado.

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Hace apenas un año se cumplieron veinte de la defensa de nuestra tesis de doctorado en la Universidad de Zaragoza [1], momento que suele marcar el inicio de la carrera de cualquier investigador. Es por eso que acogimos de muy buen grado la invitación que la Universidad de Salamanca, a través de dos de sus jóvenes y prometedores docentes, nos hizo de dictar una sesión en torno a “Ser historiador de la Antigüedad en el siglo XXI” dirigida, fundamentalmente, a estudiantes de Máster que, por tanto, se preparan para completar su formación y para, si ello les seduce, iniciar una carrera investigadora que, en este país, debe ir necesariamente unida a la academia, a la Universidad. Nos pareció una buena oportunidad para, además, reflexionar sobre el quehacer docente y el quehacer investigador -universitario, por tanto- en la actualidad, y sobre los retos a los que, socialmente, debe enfrentarse quien se dedica al estudio de la Antigüedad, bien desde la óptica de la Historia Antigua, o bien desde cualquiera de las disciplinas, que forman parte de las tradicionalmente denominadas Ciencias de la Antigüedad concepto que, acaso, convendrá aclarar seguidamente.

Estas reflexiones, por tanto, pretenden responder a una cuestión muy amplia en matices y respuestas, pero concreta en su formulación: ¿realmente, vale la pena dedicar la vida a la investigación en Antigüedad? Desde luego, a la vista de los años, nosotros responderíamos que sí. Pero ese "sí" sólo puede ser compartido si quien se hace la pregunta siente verdadera pasión por el conocimiento y, en este caso, por el conocimiento histórico y cultural del mundo antiguo. Es innegable que si la pasión mueve cualquier dedicación profesional deberá mover también la dedicación profesional a la investigación y a la docencia en el ámbito que sea, pero, por supuesto, también cuando el objeto de esa labor sea el mundo clásico. Cierto que el mundo clásico, nos parece, hace más fácil ese "sí" por su razones que pronto se detallarán.

Por tanto, la primera herramienta para ser historiador de la Antigüedad en el siglo XXI es el amor por la Antigüedad, la pasión por el saber y por el objeto de nuestro saber. Esa pasión puede ser, específicamente, una “pasión por la Historia Antigua”, como dice un recomendable libro recientemente editado por Urgoiti Ediciones -Pasión por la Historia Antigua, de Gibbon a nuestros días [2]- y que traza un recorrido por los grandes padres de la historiografía sobre Antigüedad desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX hasta hoy, o una pasión más abierta, más transversal que incluya no sólo la Historia Antigua sino toda la cultura clásica. En ese caso, se tratará, pues, de un amor por eso que, en un libro aún más reciente e igualmente recomendable, el profesor D. Hernández de la Fuente, ha llamado -retomando la vieja y tradicional de nominación alemana- las ciencias o la ciencia de la Antigüedad [3], concepto oportuno en tanto que pretende romper esa excesiva parcelación que, en nuestro país, y sobre todo en el mundo académico, ha habido entre la Epigrafía, la Numismática, la Historia Antigua, la Arqueología, la Filología Clásica o el Derecho Romano y que, sin embargo, no existe, por ejemplo, en las Classics del mundo anglosajón o las Altertumwissenschaften del ámbito alemán en las que los estudiantes se forman, precisamente, en la interrelación entre todas esas disciplinas y en la capacidad que éstas, y las fuentes con que trabajan, tienen de iluminar nuestro pasado clásico. La pasión -que nace de una sólida vocación- resulta, pues, fundamental para nuestra dedicación investigadora que, necesariamente, sobre todo en algunos temas y asuntos, habrá de ser necesariamente transversal. Eso puede añadir todavía más atractivo a nuestra labor como estudiosos de la Antigüedad que debemos reivindicarla como verdadera y holística dedicación -orgánica e integrada- a las ciencias de la Antigüedad.

Si respecto de la cuestión que nos ocupa hiciéramos un diagrama de decisiones, razonaríamos del siguiente modo. Si vale la pena dedicarse a la Antigüedad y, además, tenemos pasión por ella, podemos seguir avanzando en el cuadro. Conviene, entonces, saber, cómo debemos dedicarnos a estas disciplinas que tienen como objeto la investigación y el estudio del más remoto pasado del hombre. Y aquí, creemos que es bueno, volver a varias afirmaciones de conocidos historiadores de la Antigüedad que han reflexionado sobre la metodología de investigación en Historia Antigua. Quizá, una de las reflexiones más conocidas haya sido la que el profesor de la Universidad de Heidelberg Géza Alföldy, publicó en el primer número de la revista española Gerión, en los años 80. En ella, que año a año leen todos nuestros alumnos de “Mundo Clásico” en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, el profesor húngaro recomendaba que quien quiera dedicarse a la investigación sobre Antigüedad deberá hacer acopio de fuentes, como primer reto, desarrollar sobre ellas una investigación lo más sólida posible y concebir, a partir de esa investigación cuál es su propia concepción de la Historia, entendiéndola además como una disciplina útil, que debe contribuir a generar conocimiento y probablemente, también, a mejorar la sociedad [4]. Ésta es, por tanto, la rutina del historiador de la Antigüedad. Lo era en los años ochenta del siglo XX y podemos decir que lo sigue siendo hoy, avanzado el siglo XXI. En charlas informales sobre la carrera académica, parafraseando lo que escuché a una buena antigua alumna de nuestra Facultad, hoy investigadora postdoctoral, solemos recomendar que para dedicarse a la carrera investigadora hay un indicador infalible: al estudiante le tiene que gustar más estudiar que salir de cervezas. Está claro que ambas cosas se pueden compatibilizar y que cualquier intelectual no ha de rehuir nunca un café o una cerveza con otro intelectual o con cualquier amigo, pero eso sin descuidar esa rutina hermenéutica, crítica y de utilidad y servicio social que es parte fundamental de la labor del historiador, del que se dedica a la Antigüedad pero también del que pone el foco en cualquier otro momento de nuestro pasado.

Siguiendo con este singular desfile de referentes inspiradores, otro importante investigador de finales del XIX, muy especializado en cuestiones relacionadas con la ciudad en el mundo antiguo, Numa D. Fustel de Coulanges, también recordaba, y es un elemento que está muy presente en la dedicación actual a las ciencias de la Antigüedad, que hay un reto que tenemos por delante los historiadores: el de la transversalidad, el de la transdisciplinariedad [5]. A día de hoy la investigación en Antigüedad es atractiva porque necesariamente es transversal. Un historiador de la Antigüedad es, en cierto modo, un poco epigrafista, un poco arqueólogo, un poco romanista y es, además, filólogo. Es decir, quien se dedica a la Historia Antigua está, habrá de estar, siempre en contacto con otras disciplinas de las que tendrá que ser al menos conocedor de sus herramientas y de lo que nos pueden aportar para el estudio de un asunto concreto del marco de nuestra preocupación por la Antigüedad.

Pero, a nuestro juicio, al margen de lo hasta aquí dicho -que nos aporta, también, algunas destrezas y competencias que exigirá nuestra rutina como historiadores- vale, también, la pena el dedicar la vida al estudio del mundo antiguo por el atractivo que tiene la perennidad de los protagonistas de ese mundo antiguo, de los autores a los que les hemos dado la etiqueta subjetiva, pero etiqueta en cualquier caso, de “clásicos”. Al final dedicarse a la Antigüedad resulta muy reconfortante porque uno se enfrenta a las primeras veces en que el hombre se preguntó por realidades que siguen marcando nuestro día a día y que son constructoras de humanidad [6]. Quien se haya enamorado alguna vez, seguro que se reconoce verso a verso en la descripción que hace Catulo del enamoramiento en su célebre Carmen 31, en realidad una traducción de un conocido y citadísimo poema de Safo de Lesbos bastante anterior [7]. Leer ambos textos nos descubre que esos síntomas del amor siguen siendo los mismos hoy que en el siglo VI a. C. en Lesbos o en el I a. C. en Roma. Todas esas respuestas que el mundo clásico ha dado a temas de interés hacen atractivo dedicar nuestro estudio a enfrentarnos a esas primeras respuestas, a esas primeras veces, al estreno, en realidad, de la cultura occidental. Estreno lógicamente, no sólo sobre el amor, por más que éste sea el más universal de los sentimientos. Últimamente, por ejemplo, se ha convertido en todo un referente el pensamiento de Marco Aurelio. Ediciones de las Meditaciones de Marco Aurelio se están vendiendo como nunca en esta especie de auge postmoderno del estoicismo para el que el emperador filósofo se pone siempre como ejemplo y como paradigma, también, del buen gobierno [8]. Es verdad que estos días atrás la Catedrática de Cambridge Mary Beard, a la que todo el mundo obviamente sigue y lee porque comunica muy bien y escribe mejor, se horrorizaba de que Marco Aurelio fuera tan leído dado su carácter de brutal conquistador. A este respecto, y esa es también la grandeza de los clásicos grecolatinos, conviene recordar que una cosa es lo que el hombre haya podido hacer y otra cosa el legado que viaje en sus escritos, en su pensamiento que, en el caso de Marco Aurelio, resulta, además, totalmente inspirador. En este contexto nuestro de una sociedad atormentada, resulta bastante reconfortante enfrentarse con aquél conocido epigrama de Marcial que, desde una óptica también estoica, define cómo conseguir la felicidad a partir, sencillamente, de “querer ser lo que se es y no preferir nada ni temer ni anhelar el último día” [9]. Leyendo tanto el carmen de Catulo como el texto de Marcial, uno reconoce, de verdad, ese gran poder formador de cultura que tuvieron los clásicos unos clásicos que han de ser el centro de nuestra dedicación como historiadores de la Antigüedad.

Recapitulando, por tanto, dedicarse a la Antigüedad vale la pena si hay pasión y si uno se siente atraído por esa vida intelectual de hacer acopio de fuentes, de interpretarlas y de servir a la sociedad. Y, como se ha dicho, vale la pena también porque uno va a dedicar lo mejor de su atención, de sus desvelos, de su trabajo como estudioso, a los primeros momentos en que el hombre reflexionó sobre los grandes problemas que todavía hoy siguen vigentes, sobre los que seguimos discutiendo y sobre los que, de hecho, siempre volvemos a mirar a los antiguos.

Pero, a nuestro juicio hay también otra razón que hace especialmente recomendable hoy en día dedicarse a la Antigüedad. Y es que -aunque, quizá, nunca ha sido fácil- todos esos clásicos, están hoy, inequívocamente, en peligro. Sabido es que, en España, la nueva ley de educación, cancela en cierta medida parte del legado clásico y lo relega a unos cursos algo precoces -sobre todo en la Educación Secundaria, separando esos contenidos del Bachillerato- en los que, quizás, el estudiante carece todavía de madurez suficiente para ponderar el valor de esos contenidos, de ese legado que nos ha conformado como cultura en Occidente y, en particular, en Europa. Pronto, en las aulas universitarias nos vamos a encontrar con que nuestros estudiantes no sabrán, probablemente, quiénes fueron Augusto, Pericles o Rómulo. Aunque nunca ha sido fácil la defensa de los clásicos -no en vano Irene Vallejo ha dicho, con acierto, que estos son auténticos “supervivientes” [10]- creemos que también esa lucha en defensa con pasión de los autores clásicos y de su legado justifique que nos dediquemos a ellos con entusiasmo y generosidad esforzándonos por reivindicarlos como elementos inspiradores e, incluso, útiles en nuestro tiempo.

Respecto de esa indiscutible utilidad de los clásicos, el británico Neville Moorley, de la Universidad de Exeter, que tiene un librito titulado ¿Por qué importa el mundo clásico? [11], dice que el estudioso de la Antigüedad “tiene que conocer la Antigüedad, tiene que ser capaz de compararla con otros periodos históricos para ver en qué medida ha configurado, para bien y para mal, nuestro presente y para de esa enseñanza de los clásicos extraer enseñanzas a su vez de inspiración positiva de cara al futuro”. Nos parece ésta una frase bastante acertada para mostrar cuál es el presente profesional del historiador de la Antigüedad en el siglo XXI y, también, para recordar los retos profesionales, y sociales, a los que habremos de enfrentarnos.

Pero es que, además, esa dedicación a los clásicos, cuenta, también, con una relativa oportunidad que nos lleva, es cierto, a una relativa paradoja. Hemos dicho que los clásicos están amenazados, al menos desde un punto de vista normativo y curricular en la educación en nuestro país, pero quizá nunca en España esos mismos clásicos habrán sido tan consumidos como producto de masas, de cultura de masas como lo son en la actualidad. Los clásicos están absolutamente de moda, Irene Vallejo, Mary Beard, Santiago Posteguillo, Néstor Marqués, Emilio del Río… Las librerías están llenas de ensayos, de novelas o de escritos de divulgación atravesados por la herencia del mundo clásico [12]. Ahí se nos abre, de hecho, un reto muy interesante: demostrar cómo el interés mediático de la Antigüedad clásica tiene que corresponderse también con el papel de estos proceso de aprendizaje y de formación y maduración de nuestros alumnos y, por tanto, en el papel que conceda el sistema educativo a las humanidades clásicas, sin restar valor, ni censurar, ese aprendizaje no formal, que supone leer a Santiago Posteguillo o escuchar semanalmente el programa Verba volant de Emilio del Río en Radio Nacional. Labores como las que desarrollan estos profesionales -y que, de hecho, resultan inspiradoras en tanto que abren un campo, el de la divulgación de alto nivel y con rigor, aun por explorar como salida profesional para el estudioso de la Antigüedad- pueden complementar nuestro quehacer docente e, incluso, facilitarlo y prepararlo en una simbiosis que, sin duda, nos enriquece a todos como sociedad y que es una indiscutible oportunidad propia del tiempo que vivimos.

Es evidente que todo lo dicho hasta aquí puede sonar propio de una persona apasionada que disfruta con lo que hace y que volvería a dedicar su vida a la carrera académica. Pero pese a esa pasión, que todo lo facilita, es evidente que el mundo académico es proceloso y, muchas veces, ingrato. Nunca fácil. Al margen de celotipias y envidias -que las hay en todas las profesiones pero que parecen concentrarse en los pasillos de nuestras instituciones universitarias- es evidente que hoy, para el historiador de la Antigüedad, el mejor ámbito en que puede desarrollar su labor es en el ámbito universitario. Y obviamente la Universidad que vivimos hoy no es la Universidad que vivieron nuestros maestros, pues ésta se ha transformado totalmente y es, de hecho, casi irreconocible. Antiguamente un profesor universitario era, esencialmente, docente e investigador. Hoy en día tiene que ser docente, investigador, gestor y divulgador. Tiene, por tanto, que hacer docencia, investigación, gestión y transferencia y en cierta medida tiene que estar habituado a manejar esos cuatro registros, aunque, obviamente, no todos de la misma manera porque es imposible encontrar un perfil de alguien que sea excelente en la enseñanza, excelente en la investigación, excelente en la transferencia y excelente en la gestión. Con todo, el historiador de la Antigüedad del siglo XXI que quiera dedicarse a la Universidad -aunque, obviamente, existen otras apasionantes y sugerentes salidas profesionales, como antes se dijo- tiene que saber manejarse, al menos en las dos primeras, que son consustanciales al quehacer académico y científico y, cuando menos, desenvolverse en las otras dos, en la gestión y en la transferencia. Todo ello en un sistema, el universitario, demasiado exigente y altamente competitivo casi desde los inicios de la investigación predoctoral en la que, para poder optar a una beca de investigación, se piden una serie de méritos absolutamente desmedidos para un recién graduado. Se hace especialmente oportuno recordar lo que José Luis Comellas recordaba hace años en un opúsculo dirigido a jóvenes estudiantes de Historia: es necesario prepararse bien y cursar con empeño los estudios, la carrera [13]. Luego, ya en la carrera académica, seguramente, el mayor reto será el de la perseverancia y la resistencia que no es nunca tarea fácil, pero que, creemos, se hace más llevadera por el atractivo intrínseco del mundo clásico, ya hasta aquí glosado. 

Lo exigente suele ser lo que más vale la pena y en este caso como hemos dicho al principio, vale la pena dedicarse a la investigación en Antigüedad, pese a que haya que pagar el peaje de las exigencias de la carrera académica y de la actividad profesional en la Universidad que, lógicamente -y como sucede en todas las profesiones- tiene cosas que nos encanta hacer y cosas que no nos gusta tanto hacer o que nos resultan más costosas. Pero, incluso en ellas, podemos encontrar el atractivo del servicio que, en nuestra dedicación al mundo antiguo, prestamos a la sociedad sintiéndonos, además, preservadores y continuadores de uno de los más maravillosos legados culturales de nuestro pasado, labores ambas que son fundamentales en el ejercicio de nuestra profesión de historiadores.

NOTA.- [1] ANDREU, J., Edictum, municipium y lex: motivaciones, formas jurídicas y consecuencias de la extensión del ius Latii y la municipalización de Hispania por los Flavios (69-96 d. C.), Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2022, efeméride que conmemorábamos no hace mucho, en relación con la Universidad de Salamanca, de  hecho, en la entrada "Hispania Flauia" de este blog [2] DUPLÁ, A., NÚÑEZ, Ch., y REYMOND, G. (eds.), Pasión por la Historia Antigua. De Gibbon a nuestros días, Urgoiti Ediciones, Pamplona, 2021, con recomendable reseña en Veleia, 40, 2023 [3] HERNÁNDEZ DE LA FUENTE, D., Prolegómenos a una ciencia de la Antigüedad, Editorial Síntesis, Madrid, 2023, con reseña en Cuadernos de Arqueología de la Universidad de Navarra, 32, 2024 [4] ALFÖLDY, G., "La Historia Antigua y la investigación del fenómeno histórico", Gerión, 1, 1984, pp. 39-62, pp. 60-61  [5] FUSTEL DE COULANGES, N., citado en HARTOG, F., Le XIXe siècle et l'histoire. Le cas de Fustel de Coulganes, París, 1998, pp. 363-364  [6] A este respecto dedicamos una entrada, que resulta una de nuestras favoritas de Oppida Imperii Romani, a la que remitimos: "Flexamina oratio" [7] Cat. Carm. 31, con traducción disponible aquí [8] SHA. Vit. M. Aur. 17 (13), 4-5, asunto que fue objeto de atención de Oppida Imperii Romani en las entradas con la etiqueta "Covid-19" y, también, sobre el que nos detuvimos en un artículo hace más de dos décadas [9] Mart. Epig. 10, 47, del que puede leerse una traducción aquí [10] Para ésta y otras acertadas valoraciones sobre la herencia clásica en VALLEJO, I., El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, Siruela, Madrid, 2021, debe verse la entrada "Omnes libellos", una de las más visitadas de este espacio [11] MORLEY, N., El mundo clásico: ¿por qué importa?, Alianza Editorial, Madrid, 2019, pp. 50-51 sobre el que realizamos una valoración hace algún tiempo en este mismo blog [12] Este asunto fue ya objeto de análisis en la entrada "Rerum gestarum memoria" de Oppida Imperii Romani a cuyas reflexiones remitimos [13] COMELLAS, J. L., Guía de los estudios universitarios. Historia, EUNSA, Pamplona, 1977, p. 347.