ROMA VICTRIX

 

[Reverso ROMA VICTRIX en denario acuñado por Galba en la primavera del 68 d. C., RIC 45]

Desde el año 2016, cada verano, estudiantes de la Pontificia Universidad Católica de Chile y, desde 2022, también de la Universidad de Los Andes –ambas en Santiago de Chile– cruzan el océano para participar en el Programa de Arqueología de Los Bañales, en la modalidad internacional del mismo. Son siempre estudiantes extraordinarios, muy motivados y con una pasión por Roma que resulta tan admirable como contagiosa. El primero de todos esos estudiantes, Arturo Covarrubias -hoy ingeniero y, cuando se acercó por Los Bañales, todavía pregraduado en dicho título aunque con gran interés por la Historia- se dirigió a nosotros hace unos días pues Elena Irarrazabal, subdirectora del suplemento dominical Artes y Letras que acompaña a la edición de fin de semana del diario chileno El Mercurio, estaba preparando un reportaje que, titulado "Pasión por Roma" pretendía hacer balance de algunas de las manifestaciones de ese interés global actual por el pasado romano de Occidente y, también, ahondar en sus causas y en sus razones. Irarrazabal quería charlar con nosotros para ilustrar su reportaje y Covarrubias hizo de intermediario para ponernos en contacto y que pudiera responder a una serie de preguntas sobre la cuestión. La entrevista, a partir de nuestra respuesta a sus sagaces cuestiones, se cerró justo la víspera de que, en la sede de posgrado de la Universidad de Navarra, en Madrid, el 14 de febrero, interviniéramos en un coloquio sobre la herencia del mundo clásico, "Entre clásicos y selfies", en el que participó también Emilio del Río que acaba de publicar su Pequeña historia de la mitología clásica (Madrid, 2023) y que sigue triunfando con su Locos por los Clásicos (Madrid, 2022) y su Calamares a la romana (Madrid, 2020) entre otros títulos que tanto están haciendo por acercar el mundo clásico a un público masivo.

Aunque el reportaje, publicado el domingo 18 de febrero, resultó excepcional, nos pareció que la coincidencia de los dos eventos en una misma semana aconsejaba realizar en Oppida Imperii Romani, blog que, de hecho, aparece citado en reportaje, una suerte de making off que recogiera las preguntas que Elena Irarrazabal nos hizo llegar para preparar las dos extensas páginas que, a tres columnas, publicó El Mercurio y que, en cualquier caso, se ofrecen también a continuación. De esa manera, nos parece, el seguidor de este blog tendrá más material, si lo desea, para seguir ahondando en esa pasión por Roma que, de hecho, es, también, el motor de este espacio.

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- ¿Cómo entiendes la subsistencia de la “pasión por Roma” en la cultura actual, que se manifiesta en el éxito de los libros de Santiago Posteguillo y otros autores, en la nueva y exitosa exposición "Legion: life in the Roman army" del British Museum y en el interés que sigue suscitando la historia de Roma no solo en la academia, sino en el público masivo?

Cuando en 1856 el, probablemente, mayor historiador de Roma de todos los tiempos, el alemán Theodor Mommsen, publicó su Historia de Roma, en el prólogo al último de sus volúmenes afirmó que en ningún otro periodo de la Historia en general y de la Historia Antigua en particular naciones tan diversas y pueblos tan diferentes habían estado unidos, con tanta eficacia, bajo un sistema administrativo común y eficaz como durante el Imperio Romano y que éste constituía, además, una suerte de plenitud de los tiempos cuyo estudio podía aportar muchas enseñanzas al presente. Seguramente, esa mirada “en tiempo presente” a la Historia de Roma ha sido, desde entonces, absolutamente recurrente. Roma ofrece –también porque los propios historiadores de época romana concebían así la labor historiográfica– ejemplos inspiradores de eficaz administración, de buen gobierno, de integración jurídica y, sobre todo, en Occidente nos reconocemos bastante en su cultura, en su pensamiento, e, incluso, en su propia evolución constitucional.  Si ya para Valerio Máximo, un historiador romano de época imperial, rescatar los hechos y dichos memorables de los grandes prohombres de Roma tenía un valor pedagógico, incluso moral, hoy seguimos haciendo lo mismo y, casi, cada acontecimiento de nuestro presente, se proyecta hacia el pasado. Roma es, por tanto, pasado y proyección pues su legado vive entre nosotros. Nos seguimos sintiendo Romanos porque, en realidad, como nadie derogó la disposición del emperador Caracalla de conceder la ciudadanía romana a todos los hombres libres del Imperio, de algún modo, seguimos siendo, todos Romanos y hablando una lengua directamente derivada del Latín. Eso no es óbice para que, quizás, en la recepción histórica del legado de Roma, hayamos construido una imagen de Roma acaso muy apolínea, muy racional, casi prusiana, algo idealizada, que quizás no se corresponde con la civilización algo caótica y, en algunas cosas poco ejemplarizante, que, Roma, realmente, fue.

 -Si tuvieras que recomendar algún escritor o novelista actual que trate historias de Roma, ¿cuáles serían?  ¿E historiadores?

El fenómeno de la literatura de ficción, o histórica, en torno a Roma y al mundo clásico en general ha funcionado siempre comercialmente por todo lo dicho anteriormente y por razones que ya vertimos hace algunos años en este mismo blog. La Historia de Roma, desde la época de los reyes (siglos VIII al VI a. C.) hasta la época imperial (siglos I a. C. al V d. C.) pasando por la gran expansión mediterránea (siglos IV-II a. C.) y por la crisis republicana (siglo I a. C.) está llena de relatos fascinantes que resisten muy bien los lenguajes narrativos del cine y de la literatura, de la ficción. Además de Santiago Posteguillo, quizás podrían recomendarse autores como Andrea Frediani, Colleen McCullough o Harry Sidebottom, pero también algunos otros que suelen aparecer en los rankings al uso. En castellano están escribiendo novelas muy interesantes Juan Torres Zalba, Gabriel Castelló o Isabel Barceló. Pero, yo siempre, a mis estudiantes, suelo animarles a que, antes de consumir esa literatura de ficción –que tiene, en muchos casos, un buen trabajo de documentación histórica detrás– se acerquen a las fuentes en las que esos autores han bebido y que son, lógicamente, los grandes historiadores romanos. Es difícil descubrir un relato épico más fascinante que las historias de Polibio, mejor “novela” de intrigas palaciegas y mejor thriller psicológico que La vida de los doce Césares de Suetonio, mejor descripción de los problemas políticos de un tiempo convulso que la Conjuración de Catilina de Salustio o las Historias de Tácito o mejor novela bélica que La guerra de los judíos de Flavio Josefo, del que algo extractamos no hace mucho en Oppida Imperii Romani. Roma diseñó un modelo introspectivo y muy personalista de hacer Historia, que concedía un gran protagonismo a las individualidades, que ha tenido una gran influencia en la narrativa posterior y que, de hecho, explica que todos los novelistas que ahora escriben sobre Roma elijan, como centro de su relato, la vida y hazañas de un personaje central en la época que quieren novelar.

Entre los historiadores, y pese al éxito de Mary Beard, Fernando Lillo, Emilio del Río, o Néstor Marqués, todos muy recomendables, también recomendaría volver a los clásicos. La Historia de Roma de Theodor Mommsen, que mereció en 1902 el Nobel de Literatura; La revolución romana de Ronald Syme; El emperador en el mundo romano, de Fergus Millar –estos dos últimos profesores en Oxford–; la Historia social de Roma de Géza Alföldy; El oficio de ciudadano en la República romana o Roma y la conquista del mundo mediterráneo, de Claude Nicolet o las biografías sobre distintos emperadores –Vespasiano, Trajano, Adriano– de Barbara Levick o de Anthony Birley; las aproximaciones a la vida cotidiana de Robert Etienne o los modernos ensayos que, en materia de historia de las ideas o historia cultural, han escrito recientemente Greg Woolf, profesor en UCLA, o Andrew Wallace Hadrill, compañero de Mary Beard en Cambridge. Todos estos investigadores, algunos aun en activo, otros fallecidos, han sabido conjugar la buena investigación histórica con hacer las conclusiones de ésta asequibles al gran público. En Chile, Catalina Balmaceda, de la Universidad Católica de Chile, tiene también una dilatada producción investigadora sobre historiografía romana e historia política y cultural de la República, que conviene conocer pues aporta muchas claves para entender el presente. Y en toda Latinoamérica ha sido, como en Europa, un gran éxito El infinito en un junco, de Irene Vallejo, un ensayo sobre los libros en el mundo antiguo cuya parte sobre la producción escrita y la difusión del libro en Roma es deliciosa (sobre ella puede verse un post monográfico en Oppida Imperii Romani).

-¿Qué opinas de los libros de Santiago Posteguillo, que en Chile tienen mucho éxito?

Como comentábamos hace algunos años en Diario de Navarra (noviembre de 2018) Santiago Posteguillo es un maestro de la ficción narrativa. Maneja la pluma como nadie y, sobre todo, lo hace desde una técnica casi cinematográfica que resulta adictiva para el lector. Además, se documenta muy bien, visita los escenarios en que se desarrollaron los acontecimientos que elige como centrales para sus novelas y elige estos muy oportunamente siguiendo la mainstream dominante: grandes reformadores políticos que resultan atractivos en un contexto de auge de los populismos como el actual como en Roma soy yo o Maldita Roma; mujeres influyentes como en Yo Julia; o personajes de la periferia del Imperio que alcanzan el gobierno central, como en la trilogía sobre Trajano. En general, sus novelas suponen una buena introducción a la problemática histórica de periodos apasionantes de la Historia de Roma pero, personalmente, como anoté antes, yo siempre elegiré, y recomendaré, volver a los autores (Suetonio, Cicerón, el propio César, la Historia Augusta...) a partir de los cuáles él ha tenido que construir sus vibrantes relatos. Su éxito es, indirectamente, el éxito de todos esos cronistas e historiadores antiguos con que ha construido sus novelas.

- ¿Se abusa a veces de las comparaciones con la historia de Roma? ¿Por ejemplo, en relación al fin del Imperio y los tiempos actuales?

Sí, sin duda. Es cierto que el libro El fatal destino de Roma, de Kyle Harper –que se ha hecho eco de los problemas climáticos y, también, sanitarios, que salpicaron la ya denominada “crisis medio-imperial” de Roma– ha tenido un impacto extraordinario y, con el favorable contexto pandémico, ha vuelto a poner sobre la mesa los tópicos que ya Edward Gibbon, en su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, vertió sobre la fascinante Antigüedad Tardía (siglos III al V d. C.). Pero ya Amiano Marcelino, en el siglo IV d. C., describió que la apertura de fronteras, los cambios ideológicos y la debilidad política de Roma, y su cristianización, vaticinaban un mundo diferente. En cualquier caso, pese a que a veces se abuse de esas comparaciones, los procesos históricos vividos en el pasado son siempre un buen escenario desde el que entender y comprender el presente y, si es posible, corregirlo.

-El British Museum organiza ahora “Legion: life in the Roman army”, sobre la vida en el ejército romana ¿Se puede definir a Roma como un “Estado militar”? ¿Roma tenía un ejército “profesional”? 

Sin duda la expansión de Roma fue, hasta época del Principado, una expansión militar. Pero Roma fue mucho más que eso: su sistema administrativo, como destacó Mommsen, fue uno de los más perfeccionados –acaso con el persa– de todo el mundo antiguo con el diseño del aparato provincial y con un refinado equilibrio entre un poder central fuerte y una administración municipal muy empoderada que dejaba a la elite local protagonismo y responsabilidad en la toma de decisiones, edificio que sólo cuando se resquebrajó produjo los primeros síntomas de crisis a partir de comienzos del siglo III d. C. También, Roma supo crear, a partir de la gran revolución cultural de época de Augusto, un sentido de pertenencia, una idea de “patria común” en la que todos los hombres se sentían interconectados en torno al Mediterráneo como nunca antes lo habían estado. Y ello permitió que el mundo alcanzase una prosperidad económica desconocida hasta entonces.

Curiosamente, pese a esa potencia militar, a Roma le costó siglos contar con un ejército profesional. De hecho, entre el siglo VIII y los años 90 del siglo I a. C., como casi todas las sociedades arcaicas mediterráneas, el ejército era un ejército de ciudadanos que, además, costeaban, en función de su renta, su propia panoplia militar más ventajosa para los más ricos y más frágil para los más pobres. A ese ejército sí se fue añadiendo, al ritmo de la expansión, la pericia técnica especializada de los extranjeros, que se integraban como tropas auxiliares, complementarias, a la unidad básica, las legiones que, durante la monarquía y la república fueron ejércitos cívicos, de infantería ciudadana. Las reformas de Cayo Mario, tras varios intentos frustrados previos, transformaron el ejército de un ejército cívico a un ejército de civilización en el que quien se enrolaba acababa recibiendo, con su certificado de licenciamiento, con su honesta missio, la ciudadanía romana. El ejército tuvo un notable protagonismo en la crisis constitucional del modelo republicano y, también, en la llamada anarquía militar del siglo III d. C. pero algunos emperadores fueron capaces de emplearlo, también, con fines civiles para la construcción de infraestructuras que favorecieron la conectividad del Imperio, por ejemplo, Augusto o Vespasiano, acaso dos de los emperadores más habitualmente invocados –desde las propias fuentes romanas– como modelos de buen gobierno. 

-Y si bien el ejército romano logró conquistar y construir un imperio, ¿no había también un gran recelo y temor desde el mundo político al militar? ¿funcionaban los sistemas de check and balance o se perdieron en el Imperio?

Sí, sin duda. La constitución romana, desde el siglo VI a. C. en que se funda la república, estaba basada en cuatro poderes: cónsules, senado, asambleas populares y ejército. Y el pueblo controlaba dos de esos poderes, el comicial-electoral de las asambleas y el militar y coercitivo del ejército. Con la fundación del Principado, del régimen “imperial”, por encima de ese engranaje se colocó el emperador. Pero, por su carácter original de ejército cívico, durante gran parte de la República y, también, por la fidelidad que los soldados guardaban a sus comandantes –el denominado fenómeno clientelar, del que también nos ocupamos hace algunos años en este blog– algunas unidades militares de Roma se convirtieron casi en ejércitos privados, particulares, empleados como medio de presión por parte de sus comandantes. Así sucedió con Sila o con César en los años 80 y 40 del siglo I a. C. cuando, entrando con el ejército en la capital, en Roma, desafiaron la legalidad constitucional. Aunque el papel del ejército en las transformaciones políticas se redujo en época imperial qué duda cabe que éste jugó un papel importante también en las reformas que, por ejemplo, siguieron a la muerte de Nerón y motivaron el llamado “año de los cuatro emperadores” que acabó con la proclamación, militar, de Vespasiano. Conseguir un adecuado consensus, la concordia ordinum, entre ejército, senado, asambleas y poder central fue un reto al que debieron hacer frente todos los emperadores y, antes, también, los cónsules de la República.

-¿Cuáles son hoy, a tu juicio,  las áreas de la historia de Roma que están generando investigaciones o descubrimientos más interesantes?

Creo que fundamentalmente tres que, en cierta medida, surgen al ritmo del tiempo presente. Por un lado, la historia de las ideas, por otro la historia económica e institucional y, por otro la historia social y, sobre todo, la denominada “historia de género”. La convulsa crisis espiritual y de valores que vivimos ha convertido, de nuevo, a las Meditaciones de Marco Aurelio en todo un best-seller –un auténtico long-seller, como le gusta decir a Emilio del Río– y se está trabajando mucho para profundizar en de qué modo la historia de las ideas condicionó la práctica jurídica y política romana y alimentó los grandes debates políticos, sobre todo durante la República. Además, la constatación de una cierta debilidad institucional de Roma –a partir de la crisis de muchas de sus ciudades, que, en muchos casos, crecieron por encima de lo que sus recursos, básicamente agrícolas, podían luego mantener– ha abierto un sensacional panorama de estudio en torno al fenómeno de la gestión presupuestaria urbana y las exigencias del modelo municipal y colonial que Roma extendió por el Mediterráneo y en el que, acaso, la documentación arqueológica, esa auténtica materialidad de la Historia que son las fuentes arqueológicas, está resultando esencial como muestran nuestros proyectos de los últimos años en torno a los oppida labentia y los parua oppida. Por último, como un paso más en la historia social, si los años 60 y 70 fueron los años del estudio de los sectores desfavorecidos de la sociedad romana –esclavos y libertos– en los últimos años todos los focos están puestos en dar luz al rol de la mujer en la sociedad romana desde todas las perspectivas posibles, jurídicas, domésticas, políticas, asunto también recurrente en entradas recientes de este blog… En este último ámbito la documentación epigráfica, las inscripciones –el verdadero medio de comunicación de Roma– también se están convirtiendo en una fuente fundamental, como lo vienen siendo desde que, a finales del siglo XIX, la ciencia de las inscripciones, la Epigrafía, tomó carta de naturaleza como ciencia de la Antigüedad.

- ¿Ha llegado la cancelación y la mirada woke al análisis de la historia romana? ¿Cómo se expresa?

Sí. El gran peligro actual –en medio, también, de este consumo “de masas”, de la Historia romana– es el del presentismo, el de ver el pasado de Roma con los estándares del presente. Y, acto seguido, juzgarlo. Desde nuestra atalaya de supuesta superioridad moral nos permitimos juzgar a algunos de los protagonistas de la Historia de Roma siempre desde la mirada actual o tratamos de tergiversar las fuentes para que nos ofrezcan una imagen de ella que nos parezca políticamente correcta hoy ofreciendo una lectura del pasado totalmente condicionada y que no sirve a la verdad histórica sino a intereses políticos o sociales contemporáneos. El historiador de la Antigüedad debe reconstruir el pasado y, sobre todo, entenderlo en las que fueron sus causas y dinámicas pero no le corresponde, en absoluto, juzgarlo. Si se da el paso a ese juicio se abre la puerta a eliminar episodios de la historia o de la mitología romana por no considerarlos ejemplarizantes y a fabricar, por tanto, una Historia de Roma, a nuestra medida, casi de conveniencia (a propósito de esto puede verse la tertulia que, sobre la cuestión, mantuvimos hace algunos meses en Vitoria organizada por la asociación Raíces de Europa, y disponible en YouTube en el recomendabilísimo canal de vídeos de este colectivo). 



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