[A reading from Homer, Lawrence Alma-Tadema, 1885]
En la formación de los universitarios, desde los tiempos bajomedievales, han desempeñado un extraordinario papel los colegios mayores, instituciones surgidas para alojar a los estudiantes pero, sobre todo, para ofrecerles espacios de convivencia culta e intelectual y, sobre todo, un escenario privilegiado en que, extendiendo la filosofía de la Universidad como "ayuntamiento de profesores y estudiantes", se produzcan encuentros que estimulen el placer del aprendizaje propio de la edad universitaria.
El pasado mes de octubre, uno de los colegios mayores "fundacionales" de la Universidad de Navarra, el Colegio Mayor Belagua, tuvo a bien invitarme el pasado mes de octubre a una de sus tertulias semanales. Éstas, organizadas por diversas unidades académicas, ofrecen a los estudiantes, en la noche del miércoles, una extraordinaria oportunidad de cultivar sus inquietudes culturales más allá, incluso, del Grado que cursen en la Universidad. Como se explica más abajo el tema propuesto fue "Reflejos del mundo clásico hoy en día", asunto que nos permitió desgranar algunas de esas realidades que, nos parece, pueden guardarse como memoria del mundo antiguo –tomando como base, de hecho, una frase del prefacio del Ab urbe condita de Tito Livio que es la que se ha seleccionado para el clásico título latino de la entrada: "documentos propuestos para el recuerdo"– y que, sin duda, suscitaron un sugerente debate en que quedó claro que, efectivamente, en la Historia de Roma –y en la del mundo antiguo en general– está comprendida toda la Historia –y todas las preocupaciones– de la Humanidad y que volver a ella es, en cierto modo, conocernos mejor a nosotros mismos.
La entrada reproduce, pues, debidamente elaborado tras su grabación, transcripción y corrección, el contenido de la tertulia –sin las preguntas y el coloquio finales, deliciosos– y se inscribe en la serie de entradas que, bajo la etiqueta "Disputationes" han recogido textualmente o in spiritu, el contenido de lecciones magistrales o alocuciones varias generadas por nuestra actividad académica, la última, por ejemplo, la que el pasado septiembre compartimos con los estudiantes del Departamento de Historia, Historia del Arte y Geografía de la Universidad de Navarra, "Necessaria... inania", con algunos consejos procedentes de los textos antiguos, de cara a afrontar los decisivos años universitarios.
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Cuando amablemente
me invitaron desde la Comisión de Cultura de la Torre II del Colegio Mayor
Belagua para hablar sobre el impacto del mundo clásico en el mundo de hoy, que
es el título con el que se ha publicitado esta sesión, pensé que la cuestión permitía
hablar de gran variedad de asuntos y que podía abordarse desde varios prismas
posibles. Una primera opción era la de hacer una lectura del mundo actual desde
la óptica de la cultura clásica, opción sugerente pero que, sin duda, nos
conduciría a la dispersión. Es por ello que me ha parecido bien organizar la
charla en torno a en qué puntos hay tal interés por el mundo clásico hoy en día,
tanto para bien como para mal, porque no son siempre inocuas las actitudes que
despierta en el presente el legado clásico tratando también de señalar qué aspectos de nuestro tiempo dejan oír, más nítidamente, esos ecos del pasado.
Esta cuestión de los ecos de la Antigüedad Clásica en el mundo de hoy es tan atractiva que hay colegas que se dedican, de hecho, en tanto que investigadores y expresamente, a estudiar este asunto, cómo el mundo clásico se ha transmitido a través del tiempo. A eso es a lo que llamamos la tradición clásica: estudiar el legado clásico y su transmisión a través del tiempo en el arte, la literatura, el pensamiento…, siempre tratando de desentrañar qué lugares comunes procedentes del mundo clásico han pervivido y se han ido recuperando con el paso de los siglos. Pero –y yo creo que es un punto éste muy interesante y muy actual– hay también parte de la investigación que se dedica más bien a estudiar no sólo la tradición clásica –que puede ser más o menos inocente, heredada, transmitida–, sino lo que llamamos la recepción de la Antigüedad, una recepción voluntaria e intencional del mundo clásico. Esa antikenrezeption, como la llaman los colegas alemanes, pone el foco en ese momento en el que alguien decide que algo del mundo antiguo le interesa asumirlo para un proyecto político o cultural o ideológico en el que la presencia de lo clásico puede llegar, incluso, a implicar una manipulación y, desde luego, un empleo de aquélla como medio de legitimación.
Por tanto, en la
Historia, respecto del mundo clásico no sólo ha habido simple transmisión, tradición,
sino que se ha dado, de forma constante, un acto de “repensar” la Antigüedad
Clásica por el que la intelectualidad de cada época ha decidido asumir cosas
que le han interesado o resultado útiles y desechado otras, en definitiva,
haciendo un uso interesado que a veces es, incluso, “abuso” o “manipulación” de ese pretérito que es el mundo clásico. El estudio de la recepción nos obliga a
analizar en qué contexto concreto se reciben, revitalizan o retoman unas
cuestiones concretas de la Antigüedad, en las que se pone el acento casi como "apropiaciones" y, en
cambio, se olvidan o soslayan otras. Pensemos, por ejemplo, en el nazismo que exhibió una evidente veneración por el mundo griego y, de él, fundamentalmente, por Esparta desechando, como sí lo ha invocado el liberalismo moderno, elmodelo político de Atenas. O, por ejemplo, en el uso de la imaginería romana, y
de su retórica del poder, hecho por Napoleón o por el fascismo italiano. La
Historia, y en particular la Modernidad y la Contemporaneidad nos podría
ofrecer muchos ejemplos de ese uso –o abuso– que se ha hecho en la Antigüedad
Clásica. Usos que, en cierto modo, ponen de relieve también su innegable
atractivo porque, al final, queda claro que sus valores sirven –o han servido,
al menos– para legitimar determinadas posturas ideológicas y políticas pero
también sus contrarias. Es evidente con esto que estudiar qué nos queda del mundo clásico no es sólo hacer una reivindicación de los principales valores
del mundo grecorromano sino también poner el foco en la adopción y adaptación quede determinados aspectos de la herencia clásica se ha hecho a través del tiempo.
Que haya tradición
clásica y que haya, también, recepción del mundo clásico evidencia el
indiscutible atractivo que ha tenido el mundo clásico desde la propia época
post-clásica hasta el presente y cómo se han ido sucediendo distintas "metáforas" de la relación entre pasado y presente. Me parece que hay seis puntos que muestran
claramente ese interés que subyace a la propia articulación del concepto de “lo
clásico” casi desde el Renacimiento, conceptualización que, lógicamente, está
haciendo ya una selección pues elige unos aspectos del legado grecorromano y desecha
otros generando una imagen del mundo clásico fruto de una decisión cultural
heredada o contemporánea que nace de quedarnos con una parte del mundo clásico
haciendo, por tanto, una selección de modelos. Hasta ahora se había hecho así,
una selección, digamos, en positivo. Sólo se ponía el foco en lo que interesaba
del mundo antiguo y lo que no interesaba, sencillamente, se dejaba fuera o se
obviaba. Pero en esta sociedad tan beligerante en la que estamos hemos asumido,
también, que es necesario proscribir lo que, hasta ahora, sólo se silenciaba y,
así, hemos cruzado la difícil frontera de la cancelación: lo que no es ejemplar
para nuestra sociedad hay que prohibirlo y desterrarlo, ridiculizándolo o
poniéndolo en evidencia. No han faltado quienes han dicho, recientemente, que no
se puede leer la Ilíada de Homero porque
el centro de su relato es un rapto o que la imagen de las sirenas que ofrece la
Odisea es machista. O, incluso, en
una absoluta hipérbole histórica se ha llegado a exigir que los italianos –como
herederos de solar de los antiguos romanos– deben pedir perdón por su expansión
imperialista fuera de Italia. Fijaros cómo, por tanto, ya no hay, como antes
decía, una adopción del legado clásico sino una censura de lo que del legado
clásico consideramos que no es edificante, que no es ejemplar. A este respecto,
por ejemplo, puede resultar un buen ejemplo la cuestión de los estereotipos
femeninos en el mundo antiguo. Ahora parece que se ha dinamizado notablemente
una corriente o bien crítica al mundo y a la sociedad romanas por el papel que en ellas se concedía
a la mujer –fundamentalmente recluida en la esfera doméstica y reflejo de una
serie concreta de virtudes y valores, los domestica
bona– o, en aras de esa admiración por el mundo romano, se genera, a partir
de casos minoritarios, una imagen de las féminas romanas a las que, en cierto modo, se saca
del ambiente de la domus,
sencillamente para que la práctica romana respecto del mundo femenino sea hoy
socialmente aceptable, políticamente correcta. La cultura de la cancelación
tiene, también, este reverso en el que la propia cancelación –aquí más sutil– nos
lleva al falseamiento de la historia y a convertir al historiador en juez. El
historiador debe buscar la verdad. Es evidente que en el mundo romano no había
igualdad entre hombre y mujer, igualdad que es una feliz conquista en los
últimos 80 años. Y no hay nada pernicioso en reconocerlo y en señalarlo. Es
más, creo que podemos mirar al mundo clásico en positivo también para analizar
asuntos que desde nuestra concepción social actual resulten chocantes o que,
sencillamente, abordaríamos de otro modo.
Otro elemento que
hace atractivo al mundo clásico, que lo convierte, casi, en seductor, es su carácter
de superviviente. Como es sabido, de la producción escrita de Grecia y de Roma –la
mayor que conoció la Antigüedad y la mayor casi hasta el Renacimiento– hemos conservado
apenas un 20-30% como mucho. Un porcentaje, por tanto, muy exiguo el que ha llegado a nosotros de la producción literaria de la probablemente mayor
potencia cultural de la Antigüedad. Hemos perdido entre un 70-80% de
esa producción, con lo cual lo que conforma nuestro conocimiento actual del
mundo clásico son los verdaderos supervivientes de esta producción que en
cierta medida han llegado a nosotros porque a alguien del mundo tardoantiguo o
medieval –en gran parte cristiano– consideró que un determinado autor, por
ejemplo Platón, valía la pena ser preservado, ser convertido en tradición. Sin
embargo, quizás se consideró que no aportaba nada a la cultura del momento
preservar los textos de Fabio Pictor, un conocido historiador romano de época
republicana del que hemos perdido casi todo porque se consideró que su
información ya viajaba en la producción de otros más insignes historiadores de
época imperial como Tito Livio, por ejemplo. La transmisión de la producción
literaria del mundo clásico implicó, claramente, una selección y una suerte de cancelación
que llevó a la elaboración de un canon del mundo clásico. Dedicar la vida al
estudio y la reivindicación de algo que ha sobrevivido culturalmente durante 1500años es tremendamente atractivo como también lo es el reto de tener que
estudiar la realidad del pasado a partir de elementos –esos “supervivientes”–
que quizás no son lo más representativo de la época pero que el paso del tiempo
ha convertido en referente. Así, a
juzgar por las ventas actuales de las Meditaciones
de Marco Aurelio estamos asistiendo ahora a un auténtico revival del estoicismo. ¿Realmente fue la filosofía más importante
de los siglos I y II de nuestra Era? Hubo otras, obviamente, que han pasado más
desapercibidas pero ésta nos viene bien en este momento porque está muy bien
articulada en autores concretos –el propio Marco Aurelio, también el hispano
Séneca, y otros– y porque recupera unos valores que convienen a esta época
postmoderna y postpandémica en la que vivimos, de claro cuestionamiento de
nuestra esencia como personas y de nuestra trascendencia. Nótese que estamos
siempre mirando al mundo romano, al mundo griego, desde el prisma de lo que de
él tenemos, de lo que nos ha llegado.
En tercer lugar,
conviene recordar que, al fin y a la postre, los clásicos tienen la ventaja de
que fueron pioneros, de que fueron los primeros. Fueron pioneros en dar
respuestas a prácticamente todo. Desde la cuestión filosófica, a las preocupaciones
esenciales de nombre. Fueron los primeros que pusieron por escrito las sensaciones del amor o la irracionalidad de la guerra. Y eso es algo que no
pueden decir otras civilizaciones, otros momentos de la Historia. Pero, además,
el mundo clásico es atractivo, también, porque, evidentemente –y más en nuestro
país– está en peligro a pesar de todo lo que he dicho. A nadie le pasa por alto
que el arrinconamiento de los estudios clásicos en Secundaria y Bachillerato es cada vez mayor. Con la nueva Ley de Educación, la LOMLOE, el último contacto
con el mundo clásico que tiene un joven estudiante de Humanidades es en 4º de
Secundaria. En Bachillerato, que es cuando se prepara al estudiante para la
Universidad, ya no hay contenidos relacionados con ese legado grecorromano y se
pone el acento en otros periodos de la Historia que se considera,
exclusivamente por proximidad cronológica, que han conformado más claramente
nuestro presente. Qué duda cabe que esto nos plantea un problema en la
Enseñanza Superior porque el último contacto que los estudiantes universitarios
habrán tenido con el mundo clásico antes de acceder a la Universidad lo habrán
tenido a los 14 o 15 años. Pronto llegarán a nuestras aulas universitarias
estudiantes que no habrán oído hablar ni de Heródoto ni de Tácito, por ejemplo.
Ante ese intento de arrinconar ese mundo clásico desde el punto de vista
oficial –que no creo que sea una persecución contra el legado clásico en sí
mismo sino sólo un intento de poner el acento en otros periodos de la Historia
que se consideran más maleables política o ideológicamente– nuestra pasión por
los clásicos se fortalece, o debe fortalecerse, al menos si es verdadera.
Esta situación, de
hecho, contrasta con el indiscutible atractivo mediático, global, del mundo
clásico. En pocas épocas como en la nuestra el “consumo” de productos“clásicos” o inspirados en el mundo clásico había sido tan transversal. Son un
éxito las novelas de Santiago Posteguillo; El
infinito en un junco de Irene Vallejo no deja de recibir premios; Mary
Beard, con sus libros de divulgación y sus apariciones televisivas, es un
referente para las audiencias cultas; y mucha gente se conecta cada domingo al
espacio Verba uolant de Radio
Nacional de España que conduce el filólogo clásico Emilio del Río, discípulo de
uno de los pioneros de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de
Navarra, Antonio Fontán. Este appeal
del mundo clásico también nos obliga a reivindicar su validez y a recordar que
no tiene ningún sentido que lo estemos arrinconando en los planes de estudio de
Secundaria y Bachillerato y que, sin embargo, la gente tenga ganas de leer a Marco
Aurelio o de dedicar su ocio a la lectura de autores contemporáneos que
escriben sobre la herencia grecolatina. Algo tendrá ese legado clásico para que
contagie a la gente y para que, constantemente, estemos reivindicando
planteamientos culturales que surgieron en el mundo griego y en el mundo romano
y que, me parece, pueden glosarse en seis puntos que constituirían las, a mi
juicio, grandes aportaciones del pensamiento clásico al presente, al mundo de
hoy, aportaciones que atraviesan tanto nuestra sociedad que, a veces, se nos
olvida, incluso, que tuvieron su origen en la Antigüedad.
[1.] La primera
aportación es la del humanismo. Recordad la frase del comediógrafo Terencio, “soy
humano y nada humano me es ajeno”. Un rasgo fundamental del mundo clásico fue
el de poner a la persona en el centro. Que cualquier decisión, sea de
naturaleza política, filosófica o cultural esté presidida por la propia
persona, por el hombre. Un buen ejemplo es la concepción que los antiguos
tenían de la vida ciudadana, cívica. Así, cuando Aristóteles dice que el hombre
es un animal político, está pensando y lo explica así en la Política que el hombre es más humano y
no es una bestia cuando vive en una pólis,
en una comunidad, en una sociedad articulada políticamente. Los romanos, que
son más prácticos en los conceptos, establecieron una equiparación que funciona
muy bien, la existente, a su juicio, entre la humanidad y la urbanización y la
civilización. Es humano y muestra su urbanidad –su educación cívica, aunque ahora hayamos
dejado de usar esa palabra, hace algunas décadas sinónimo de “buena educación”–
quien vive en una ciudad tenga ésta 250.000 habitantes, como parece pudo llegar
a tener Atenas en época de Pericles o cerca de 800.000 como tendría la Roma de
César. Vivir en sociedad nos hace mejores, nos humaniza, por eso hay peor
castigo en el mundo antiguo, y en particular en el griego, que el ostracismo,
que el destierro. El ostracismo acaba por romper los lazos de un hombre con la
comunidad. A este respecto, lo que es especialmente sugerente es que los
griegos y los romanos asumieron esta realidad prácticamente sin teorizar sobre
ella. No hay, propiamente, teoría política en Grecia o en Roma. Cuando, en el
siglo IV a. C., Aristóteles escribe la Política
o la Constitución de los Atenienses
lo hace para interrogarse por una situación de crisis de posguerra muy grave en
Grecia, pero, al margen de esa teorización, griegos y romanos vivían
convencidos –y consiguieron persuadir de ello a los pueblos en que influyeron– que
de verdad la vida humana es mejor cuando se hace en comunidad. Es verdad que ese
modelo humanista que ponía a la persona en el centro, también era elitista y no
debe llevarnos a olvidar que, lógicamente, en la ciudad había extranjeros,
separados de cualquier participación política, esclavos y prisioneros. No parece que el trato que se diera a ellos fuera, realmente, muy humanista. Aquí es evidente que el cristianismo actuó como introductor de una serie de conceptos de dignidad de la persona, de misericordia y perdón, de convivencia, que estaban en algunas de las filosofías paganas del mundo griego y romano pero que el cristianismo contribuyó a resaltar.
[2.] Otro aspecto
del mundo clásico sin el que, a mi juicio, sería imposible entender el mundo de
hoy es la propia idea de Estado. Normalmente cuando hablamos de Estado solemos
pensar en los Estados de la Edad Moderna como los grandes modelos de
organización estatal dotados de una burocracia eficaz y un aparato
administrativo muy interventor. Pero la idea de Estado como colectividad de
personas que sirven, conjuntamente y no sin sacrificio, al bien común y en las
que es fundamental el concurso de la iniciativa individual nace en el mundo
clásico y de ahí pasa al modelo de estado liberal en el que la libertad del
individuo permite al hombre mejorar y prosperar. Los textos clásicos son muy
tajantes cuando insisten en que la ciudad mejora la naturaleza del hombre o
cuando afirman que una polis tiene
que servir al bien común, pero, sobre todo, tiene que convertir en mejores
personas a los que habitan en esa polis.
El mundo romano, de hecho, fue experto en crear ejemplos de comportamiento
cívico a través de una muy lograda política de imágenes que buscaba la
tangibilidad de esa ideología. Pensad en los foros repletos de estatuas de
notables locales. Estos espacios eran la verdadera plasmación plástica de cómo
gente corriente, del común, casi anónima, podía, con su esfuerzo y sacrificio
cívicos, ocupar espacios importantes en la política. Siempre pongo el mismo
ejemplo que es la plaza de representación del foro provincial de Tarragona, la
antigua Tarraco. Entre época de Vespasiano
y de Adriano en torno a donde está ahora la Catedral de Tarragona, que domina
todo el barrio antiguo de la ciudad, en la llamada parte alta de Tarragona había
una plaza llena de estatuas donde se rendía homenaje a la gente que, procedente
de rincones alejadísimos de la capital, dentro de la Península Ibérica
(Galicia, Asturias, las dos mesetas…) –territorios que Roma había incorporado a
su ordenamiento administrativo apenas tres generaciones atrás, en algunos
casos, incluso menos– había alcanzado los más altos puestos de la administración
a escala provincial. Pasear por esa gran plaza ajardinada y decorada con
estatuas para alguien de Asturica o
de Bracara Augusta debía provocar en
ese alguien la persuasión de que podía llegar a ser como el paisano cuya
estatua contemplaba. Y el camino estaba claro, servir a la ciudad,
comprometerse en la vida pública. Está claro que Roma tuvo una gran capacidad de
inspirar en la población, de generar una especie de “sueño romano”
–parafraseando al “sueño americano”– por el cual se lanzaba el mensaje de que
con trabajo, con esfuerzo, con iniciativa y con compromiso con el Estado,
aunque uno descendiera de bárbaros, podía alcanzar la ciudadanía romana y convertirse,
así, a la postre, en ejemplo de comportamiento cívico.
Esa capacidad de
inspiración, de hecho, nace de la propia concepción del Estado que tenían los
antiguos. Para los griegos había tres conceptos, pólis, polités y politeía –ciudad, ciudadano y
ciudadanía/constitución– claramente enlazados. Todo porque se creía firmemente
que la constitución la hacen los ciudadanos. Incluso algunos autores, como
Tucídides o Pausanias, se preguntan si la ciudad la hacen los edificios o la
hacen los ciudadanos. Posiblemente la hacen los ciudadanos. Es verdad que tiene
que haber unas instituciones que velen por el mantenimiento de los edificios
públicos y cuando esos edificios públicos no se mantienen, probablemente es
porque hay absentismo cívico respecto de unas tareas que son responsabilidad
del ciudadano. Mantener el ágora o preservar saneado un acueducto era
responsabilidad colectiva –munitio,
llamaban los romanos– de toda la comunidad. Quizás hemos perdido esa idea –muy
romana– de que un municipio, el propio término lo explica, es una unión de
individuos dispuestos a asumir las cargas del Estado, los munera que implican el mantenimiento del Estado. En las leyes
municipales romanas estaban previstas fechas concretas para ir a limpiar las
acequias o los caminos, pero no lo hacía la brigada policial, que la había, o
los bomberos, los uigiles. Lo hacía cada
ciudadano menor de 30 años que mostraba así públicamente su compromiso con el
Estado, asumiendo ese tipo de tareas. De hecho, el concepto clásico de ciudad
se rompe cuando la gente se cuestiona la rentabilidad, también económica, de
esa suerte de solidaridad grupal.
[3.] Otra idea generada
por Grecia y por Roma que está de absoluta actualidad es la capacidad que ambas
civilizaciones tuvieron para crear, de forma muchas veces involuntaria,
movimientos identitarios, nacionalistas, incluso. La idea de alteridad, de
observar al otro y distinguirse de él también nació en el mundo griego y en el
mundo romano que fue el primero que miró al otro para calificarlo como
diferente o para excluirlo, por ejemplo, de toda participación política en la
vida cívica. El concepto de bárbaros es creado por Grecia para definir a los
persas. Y en cierta medida se crea a partir de la diferencia, a partir de de
ver cómo es el propio griego y de exaltar lo que el otro tiene de diferente.
Por otra parte, curiosamente, muchas de esas identidades que los romanos
crearon en su expansión por el Mediterráneo –los germanos, los britanos, los
galos– que, probablemente, no compartían una idea colectiva de sí mismos,
cuando el poder romano desaparece se reivindica para llenar el vacío estatal
post-clásico. Así, los germanos se consideran herederos de Arminio y los lusitanos
de Viriato y uno y otro son hoy héroes nacionales en Alemania o en Portugal. Cuando
Roma desaparece Europa necesita aferrarse a un pasado que no será el pasado
romano porque ha fracasado, pero que sí descansará sobre todas esas unidades “étnicas”
en cierta medida fortalecidas conceptualmente por Roma. Resulta paradójico que
el mundo clásico, segregando al extranjero, fuera capaz de crear identidades
culturales que luego se reivindicaron para la construcción de naciones
modernas. Piénsese en la nación alemana. Los primeros teóricos de la
unificación ponen el foco en la Germania
de Tácito que había compuesto una visión de esas tierras como un paraíso en
contraste con la Roma corrupta de la época julio-claudia en la que producía
admiración que, exactamente a la vez que Roma manifestaba signos de decadencia
moral, hubiera gente que viviera con sus costumbres, que era fiel a la palabra
dada, que era austera, que colaboraba en proyectos comunes. Todo ello en el
marco de un mundo, el romano y en cierta medida el griego, que fueron capaces
de crear una gran globalización amparada también en un particular modo de vida.
Heródoto, de hecho, en el siglo VI a. C., es el primero en preguntarse, en las
Historias, cuáles son los marcadores, diríamos hoy, que hacen a alguien griego:
el modo de hablar, la religión, el tipo de vida en comunidad, los elementos
culturales compartidos... Todo ello crea un concepto que genera, a su vez, un
sentido de pertenencia. Aunque no es exactamente igual, el ideal de la Romanitas, en Roma, funcionó como
constructo cultural que fue finalmente asumido por la mayor parte de la
población porque Roma, también, se encargó de difundirlo a través de los mass media de la época, las
inscripciones y la literatura y, obviamente, la fuerza militar, que no podemos
soslayar pero que fue transmisora de una gran construcción cultural que tuvo
mucho de imposición pero que fue, esencialmente, una obra ideológica.
[4.] Otro punto en
que, hoy en día, se toca el legado clásico –aunque bien es cierto que debería
hacerse aun más presente– es el ámbito de la práctica política. Por ejemplo, en
el apasionante mundo electoral. Hay, de hecho, un pequeño tratado, muy
interesante, escrito por el hermano de Marco Cicerón, llamado Quinto Cicerón, y
titulado el Commentariolum petitionis.
Escrito en el año 64 a. C. son consejos para gestionar una campaña electoral en
las elecciones consulares de ese año y, también, algunas directrices para para
ejecutarla con éxito. En España lo hemos traducido normalmente como El manual del candidato y, lógicamente,
el título no tiene demasiado atractivo. Los americanos, no hace muchos años, lo
han reeditado con el título How to win an
election?, “cómo ganar unas elecciones” y la reedición no es un comentario
de los consejos de Quinto Cicerón sino, simplemente, una traducción del texto,
de la primera palabra a la última. En dicho tratado se habla de que las
elecciones se ganan en el centro, de que la frecuentación de la masa electoral
es el modo de conseguir votos, de que no se puede prometer más que lo que se
vaya, de verdad, a cumplir, etcétera. Todos estos consejos que se refieren al
acto de pedir el voto, a la petitio,
como la llamaban los romanos, forman parte de la gramática de las campañas
electorales. Cierto que, hoy en día, la praxis política actual quizás se ha
separado de esos modelos clásicos porque, como sabéis, los autores griegos y romanos
entendían la política como el noble arte del buen gobierno, el noble arte de
servir. De hecho, la raíz del descrédito político está en abandonar el sentido
de bien común, de servicio, de sacrificio por el Estado que tuvo la política en
origen, una raíz mucho más sólida –porque ahora es ahora bastante más líquida– y,
como hemos visto, mucho más comunitaria, más face to face. En las raíces del pensamiento político y en la propia
práctica política la idea de servicio al Estado resultó absolutamente
fundamental.
[5.] Dos apuntes
más sobre ese carácter fundacional del pensamiento clásico, para terminar.
También los griegos y los romanos fueron los primeros en mirar al pasado desde
una óptica ejemplarizante, pedagógica, modélica. Ellos fueron los primeros en
recopilar exempla de buen gobierno,
de honorabilidad política, de comportamiento ético y, sí, también, de
posicionarnos ante todo lo contrario para huir de esos anti-modelos. Hay, por
ejemplo, un librito de Valerio Máximo, los Facta
et dicta memorabilia, “hechos y dichos memorables” que, en definitiva,
recoge grandes tuits, diríamos hoy, de políticos, pensadores, historiadores
anteriores a él y que componen un primer caudal de lo que se consideraba “clásico”,
ejemplarizante, en la época de Tiberio, en que él escribe. Si ahora nos parece
que hemos inventado algo con las frases motivacionales que circulan en forma de
meme en las redes sociales, ya Valerio Máximo se encargó de recoger algunas de
ellas y de hacerlo en un contexto en que esos exempla formaban parte del día a día, como se dijo, a través de las
inscripciones o, incluso, a través de la imaginería política. Por ejemplo,
cuando Augusto construye su foro en Roma, contiguo al de César, lo llena de
todos los personajes históricos de Roma, desde los primeros reyes hasta César.
De ese modo está diciendo, con obras concretas propuestas al público y con
imágenes, que Roma debe sentirse orgullosa de su Historia, de su pasado, sin
cancelación. Incluso el anti-modelo se convierte en modelo porque se ofrece
como prueba de que la falta de uirtus
no resulta conveniente. El mundo romano, por tanto, nos da aquí una lección
clara de que no conviene ser presentista. Los historiadores lo que debemos
hacer es conocer el pretérito y describirlo, no juzgarlo. En una casa de
ejercicios espirituales que hay cerca del Santuario de Torreciudad (El Grado, Huesca)
hay una inscripción que recoge la historia de Marco Clodio Flacco, un personaje
atestiguado epigráficamente en las vecinas excavaciones de Labitolosa, en La Puebla de Castro. La placa recuerda que cualquier
acción humana deja un surco en la existencia y que, en ocasiones, serán los
hombres los que juzguen, pero, en última instancia, al último que le
corresponde juzgar, en realidad al único, es a Dios que, sí, juzgará siempre. A
los historiadores, pues, como dije, nos corresponde hacer una reconstrucción
histórica pero no juzgar el pasado. Produce tristeza que en los últimos años haya
cada vez más historiadores que lo que hacen es juzgar no sólo el pasado más
inmediato sino, también, el pasado más remoto, incluso ése que resulta tan
difícil conocer.
[6.] La última
aportación, entre muchas más que podrían hacerse, y que me parece destacable es
la del pensamiento histórico. Grecia y Roma son las primeras civilizaciones que
se interrogan por el pasado y que, desde una perspectiva etiológica proyectan
ese pasado al presente, es decir, crean un relato a partir del cual asientan en
el pretérito su propia idiosincrasia contemporánea. Seguramente no ha habido
una sociedad en la Historia con tanta capacidad de construir el presente a
partir de un análisis del pasado como la romana contribuyendo, eso sí, a
engrandecer ese pasado y a crear una historia y un destino casi épicos que
predestinan a unos pastores y campesinos del Tíber para ser los líderes
políticos del mundo de su tiempo. Quienes nos dedicamos a la Historia en
general –no sólo a la Historia de la Antigüedad– tenemos siempre por modelo a
los historiadores antiguos que fueron los primeros que, en realidad haciendo
Historia reciente en tanto que testigos que, muchas veces, fueron de los
acontecimientos, practicaron el oficio de historiadores, una actividad que,
como sabéis, era reservada para el ocio, con la que era difícil –no hemos
cambiado tampoco en eso– ganarse dignamente la vida. Es quizás por eso que en momentos críticos
determinados países –en que sí se respeta el legado clásico y en que éste atraviesa
toda la formación cultural de la juventud– se recurra a los ecos clásicos. No
es extraño, por ejemplo, que en las reacciones de George Bush al atentado de
las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2021, se destilasen ecos de
la oración fúnebre de Pericles pues también en ella este gobernante ateniense presentaba
a Atenas como la garante de la libertad de los estados griegos como Estados
Unidos se presentaba, tras ese terrible atentado, como garante de la libertad y
de la paz internacionales. De hecho, en ese discurso, usualmente se ha
reconocido que la inspiración fue la oración fúnebre transmitida por Tucídides
de Atenas. Lamentablemente, esa “erudición clásica” contrasta con la situación
en nuestro país y con la presencia del mundo clásico en nuestra escena política
patria contemporánea. ¿Habéis oído a algún poder público en España citar cómo
gestionó Marco Aurelio la gran pandemia de la época antonina o como lo hizo
Pericles en la peste de Atenas cuando, de hecho, pedía a los habitantes de la
ciudad que “salvasen el Estado” quedándose en casa? Que Estados Unidos reclame
tanto su legado clásico es resultado de una educación hecha a partir de un
insistente recuerdo en ese legado. Preocupa que, sin embargo, en nuestro país,
en unos años, por el ya citado arrinconamiento en los planes de estudio, éste
no tenga relevancia alguna. Al menos, siempre quedarán foros como éste en el
que sí tenéis interés en estos “supervivientes de la Historia” que son los
clásicos.
Urge, pues, seguir mirando a los clásicos, considerándolos –como de hecho fueron– fundadores, reflexionando con ellos y apasionándose por ellos pues tienen una virtud de resultar tanto más elocuentes –más evocadores– cuanto más los conocemos y estudiamos. Sólo de ese modo podremos escuchar nítidamente los sonoros ecos que estos todavía tienen en el mundo de hoy, ecos de los que, aquí, sólo hemos desglosado unos pocos sonidos.
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