PLENITVDO TEMPORIS

[Mosaico bizantino, del siglo XIV, en la antigua iglesia de San Salvador de Cora, en Estanbúl, Turquía, representando a María y José empadronándose ante Publio Sulpicio Quirino, ordenante del censo citado en el Nuevo Testamento]

Aunque en los últimos tres años, Oppida Imperii Romani ha conseguido mantener una periodicidad más o menos fija de tres entradas mensuales, no siempre ha sido así y si el lector realiza un seguimiento del "Mapa web" ubicado a la derecha de este post, se dará cuenta de que, desde agosto de 2008, en que este blog inició su andadura, ha habido algunos años de escasísima actividad. Sin embargo, en todos esos años nunca ha faltado la tradicional felicitación navideña que, en bastantes ocasiones, además, ha tenido un cierto carácter histórico abordando someramente cuestiones como la del censo de Quirino (en 2022), la de los Reyes Magos (en 2021, aunque el asunto fue objeto de una, visitadísima, entrada monográfica en enero de 2020) o, sencillamente, encuadrando el tiempo augústeo en que se produjo el nacimiento de Jesús, que llenará de alegría a todo el mundo en estos próximos días (en 2019 y en 2014, año del bimilenario del emperador Augusto, precisamente). Este año, esa felicitación, tampoco faltará pero tiene ya su particular anticipo en esta entrada, casi ya navideña.

Y es que, hace algunos meses, quien escribe este blog fue invitado por los padres de la asociación juvenil Lantegi, de Pamplona, a dictar una charla de contenido histórico en torno a la Navidad. Esta, finalmente, tuvo lugar el día 15 de diciembre, viernes, al final de la tarde, en la nueva sede de esta asociación, ubicada en el pamplonés barrio de Arrosadía. En ella, tuvimos la oportunidad de repasar aspectos históricos y contextuales del acontecimiento que celebramos cada Navidad y, nos pareció que, como hemos hecho recientemente con el contenido de una charla impartida en el Colegio Mayor Belagua, el pasado mes de octubre, y en la Universidad de Salamanca, el pasado mes de noviembre, podría ser útil para los lectores de Oppida Imperii Romani transcribir, con sus correspondientes arreglos de redacción, lo que en ella se dijo, razón a la que obedece esta entrada que, además, se cierra con el handout de textos que se manejó en dicha charla y que se facilitó a los asistentes quedando, ya, además, incorporado a los dosieres y presentaciones que se reúnen en nuestro repositorio de SlideShare. Sí queremos hacer constar que antes de la impartición de la charla en Lantegui tuve la suerte de poder desgranar un anticipo de su contenido con varios estudiantes de los últimos cursos del Grado en Historia que ofrecemos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra. Uno de ellos, ya cursando máster, Javier Martínez Sarasate, me hizo saber de la existencia de un lienzo de Jean Léon Gérôme, pintado hacia 1852-1854, titulado "La edad de Augusto, el nacimiento de Cristo" que, encargado por la corte de Napoléon III y conservado en la colección del Museo Getty, en California, resume muy bien, en imagen que compartimos a continuación, una parte de lo que se dirá en las líneas que siguen.

Sólo resta desear, como prólogo a esta entrada, que su lectura sirva a todos para centrar mejor -también en su dimensión histórica- estos días ya prácticamente inminentes de Navidad y, sobre todo -pues ése es el propósito fundacional de Oppida Imperii Romani- para seguir aprendiendo sobre el mundo antiguo, y en particular sobre el romano y, también, enamorándose de él más cada día. 

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El objetivo de estas reflexiones es el de ubicar el Misterio de la Navidad en su contexto histórico, un asunto tan apasionante como amplio que, en cualquier caso, vamos a tratar de abordar de modo sintético apoyándonos, también, en varios textos que han quedado recogidos en un dosier al efecto y que, oportunamente, se citarán. La charla tendrá tres partes: la primera [I.], titulada “la plenitud de los tiempos”, expresión de San Pablo que, más adelante, explicaremos; la segunda [II.], “cuestiones cronológicas históricas y contextuales del nacimiento de Jesús”; y, por último, aunque en realidad lo que en ella se dirá puede ser un epílogo al segundo apartado -pero nos parece que el pasaje merece una atención específica desde la óptica histórica- “el episodio de los Magos”, la Epifanía, que cerrará las próximas fiestas navideñas y que constituirá la tercera sección de nuestra reflexión [III].

[I.] En su carta a los Gálatas, San Pablo escribe que “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley para redimir a los que estaban bajo la ley para que recibiéramos la adopción”. Es Pablo (Gal. 4. 4), por tanto, quien crea esa expresión, plenitudo temporis, “la plenitud de los tiempos” que hemos querido colocar en el título de nuestra charla. ¿A qué se refiere con esa alusión? ¿Qué es la plenitud de los tiempos y cuándo se produce?

Al margen de que haya dudas, que luego abordaremos, sobre la fecha concreta del nacimiento de Jesús -si tuvo lugar en torno al 6 a. C., si fue mejor en torno al 6 d. C.-, lo que es indiscutible por varias referencias, incluida la del Evangelio de Lucas -aunque luego abordaremos la validez histórica del Nuevo Testamento-  es que Jesús nace en una época histórica concreta y clave en la Historia de la Antigüedad que es la del gobierno del emperador Augusto. Augusto, como es sabido, es el primer emperador de Roma que reina entre el 27 a. C. y el 14 d. C.

En estos últimos días, en nuestro país, hemos celebrado el 45 aniversario de la Constitución. En muchos medios de comunicación se hablaba del modo cómo estos 40 años de la Historia de España habían marcado a una generación y de en qué medida muchos teníamos experiencia de la transformación vivida por nuestro país. Esa reflexión nos parecía que podía ayudar en el inicio de esta charla, tratar de mirar a cómo se percibía la contemporaneidad, los últimos 40 años que la humanidad había vivido antes del aduentus de Augusto, de la instauración del régimen monárquico imperial en Roma. Se trata, pues, de intentar describir esa situación teniendo en cuenta ese horizonte de unos 40-45 años antes del inicio del reinado de Augusto, del arranque del Imperio Romano que se acababa entonces de fundar como gobierno del “ciudadano principal”, del Princeps, en contraste al modo con que Roma se había gobernado desde el siglo VI a. C. y, obviamente, también en los 40 años anteriores a Augusto: una República presidida por una magistratura colegiada, el consulado que tomaba decisiones auxiliado por el Senado y, ocasionalmente, por el pueblo. Roma era, entonces, la dueña de gran parte del Mediterráneo y el espacio concreto en que nacerá Jesús -se discute si en Nazaret, como algunos sostienen o en Belén, como parece demostrar la tradición-, el territorio de Judea, aún no estaba articulado como provincia, lo estará sólo a partir del 6 d. C. pero estaba gobernado por Herodes el Grande que reina entre el año 37 y el año 4 a. C. –dato este importante para fechar el acontecimiento concreto del nacimiento de Jesús- y lo hace como rey vasallo de Roma, un rey con el que Roma suscribe un pacto de colaboración por el cual él tiene que mantener la seguridad y el orden en el territorio algo que hace construyendo fortalezas varias, entre ellas la mítica de Masada y reprimiendo cualquier conato de revuelta, que sí se producirán, sin embargo, ya en el reinado de su hijo Arquelao a partir del 4 a. C. quizás como reacción a actividades censuales y tributarias iniciadas por Roma, de las que luego hablaremos. En esos 40 años previos al reinado de Augusto, el Estado romano -desde la óptica política- venía dando muestras de una muy profunda crisis propia de eso que se ha llamado “el último siglo de la República romana”. La vida pública estaba profundamente militarizada, el ejército había intervenido abundantemente en la vida diaria, incluso física, de la ciudad de Roma; esa Roma que tenía en origen una clara separación de poderes entre cónsules, Senado y asambleas, deja de tenerla durante gran parte de la República y el Senado se acostumbra durante ella, al menos desde el año 90 a. C., a hacer de la excepcionalidad constitucional la norma; y, por último, el terrorismo callejero había ocupado parte de la vida cotidiana de la ciudad como demuestra la banda de Clodio que habiendo desempeñado importantes cargos en el cursus honorum romano acaba convirtiéndose en todo un agitador social.

Si se entiende este contexto, puede entenderse que se hable de la “plenitud de los tiempos” para el momento augústeo. Desde hacía años cundía, en la vida política y social de Roma, dividida en dos facciones enfrentadas -los optimates, más conservadores, y los populares, reformistas- una relativa esperanza en que, en realidad, la solución a esa crisis debía proceder de un liderazgo personal nuevo. Por otra parte, todos los grandes episodios traumáticos de la crisis tardorrepublicana habían tenido al frente a líderes militares y carismáticos que habían marcado la agenda política de las décadas previas por encima de los lazos de los magistrados tradicionales: la dictadura de Sila y la guerra civil entre Pompeyo y Sertorio en los años 80 del siglo I a. C., Espartaco y sus revueltas de esclavos en los años 70, el terrorismo callejero antes citado en los 50, la guerra civil entre César y Pompeyo en los 40 o la tercera guerra civil de la República romana, entre Antonio y Octavio -luego Augusto- en los años 30 de esa misma centuria. Ante semejante panorama puede decirse que en los últimos años 30 y primeros años 20 del siglo I a. C. en el orbis Romanus hay un deseo compartido, dúplice: una autoridad que ponga orden y que devuelva a la República a su viejo esplendor y alguien que aporte paz y estabilidad. No es, pues, casual que, precisamente, Augusto se presente en su testamento político, que se difundirá a partir de su muerte -las famosas Res Gestae- como el potitus rerum omnium, “el dueño de todos los poderes del estado”, pero, per consensus uniuersorum, “con el acuerdo de todos los poderes públicos y sociales”.

30 años antes del momento de esplendor del Principado de Augusto, que aportará esa estabilidad de que estaba huérfana, desde hacía décadas, la República romana, el poeta Virgilio, en la Égloga IV escribe unos versos dedicados a uno de los cónsules del año 40, Cayo Asinio Polión cuya lectura resulta sorprendente en el contexto que nos ocupa, tanto es así que en el cristianismo medieval al propio Virgilio se le consideró un profeta más. El texto dice: “Cantemos, ¡oh Sicilianas Musas!, mayores asuntos; pues no a todos deleitan las florestas ni los humildes tamarindos: si cantamos las selvas, que dignas sean las selvas, ¡oh cónsul! Ya viene la última era de los Cumanos versos:  ya nace de lo profundo de los siglos un magno orden (magnus ab integro saeclorum nascitur ordo). Ya vuelve la virgen (iam redit et uirgo), vuelve el reinado de Saturno; ya desciende del alto cielo una nueva progenie (noua progeniues caelo demittitur alto). Tú, al ahora naciente niño (modo nascenti puero), por quien la vieja raza de hierro termina y surge en todo el mundo la nueva dorada (quo ferrea primum desinet ac toto surget gens aurea mundo), sé propicia ¡oh casta Lucina!: pues ya reina tu Apolo. Por ti, cónsul, comenzará esta edad gloriosa, ¡oh Polión! e iniciarán su marcha los meses magníficos, tú conduciendo. Si aún quedaran vestigios de nuestro crimen, nulos a perpetuidad los harán por miedo las naciones.  Recibirá el niño de los dioses la vida, y con los dioses verá mezclados a los héroes, y él mismo será visto entre ellos; con las patrias virtudes regirá a todo el orbe en paz (pacatumque reget patriis uirtutibus orbem). Por ti, ¡oh niño! (at tibi prima, puer…), la tierra inculta dará sus primicias, la trepadora hiedra cundirá junto al nardo salvaje, y las egipcias habas se juntarán al alegre acanto.  Henchidas de leche las ubres volverán al redil por sí solas las cabras, y a los grandes leones no temerán los rebaños. Tu misma cuna brotará para ti acariciantes flores.  Y morirá la serpiente, y la falaz venenosa hierba morirá; por doquier nacerá al amomo asirio”.

Aunque hay textos del Antiguo Testamento, en particular de Isaías, que muestran tópicos parecidos, lo que los comentaristas de Virgilio dicen es que, en realidad, aquí está la base de la teoría de las tres edades. Virgilio considera que el consulado de Polión va a abrir una edad de oro, de igual modo que historiadores romanos posteriores, como Casio Dión, dirán que al morir el emperador Cómodo la historia de Roma pasa a una edad “de cobre y óxido”. Virgilio, autor de la elite intelectual de la época -que algo más tarde compondrá la Eneida- manifiesta esa esperanza de cambio y es partícipe de esa sensación de que algo tenía que cambiar y de que había que abrir una nueva era. Augusto es consciente de esa sensación y, de hecho, hay una inscripción en Asia Menor, en Priene (IKPriene 14), fechada en el año 9 a. C. -en realidad es un decreto del gobernador provincial de Asia- en la que se dice recupera esa idea: “Puesto que la providencia, que ha ordenado todas las cosas y está profundamente interesada en nuestra vida, ha puesto el orden más perfecto dándonos a Augusto, a quien llenó de virtud para que beneficiara a la humanidad, enviándolo como salvador [σωτήρ], tanto para nosotros como para nuestros descendientes, para que pusiera fin a la guerra y ordenara todas las cosas, y puesto que él, César, por su aparición (superó incluso nuestras anticipaciones), superando a todos los benefactores anteriores, y ni siquiera dejando a la posteridad ninguna esperanza de superar lo que ha hecho, y puesto que el cumpleaños del dios Augusto fue el comienzo de las buenas nuevas [εὐαγγέλιον] para el mundo que vinieron a causa de él”.

El texto de Priene muestra de qué modo Augusto defiende esa idea de la instauración de un nuevo tiempo en un contexto general de desesperanza encargándose de transformar la desesperanza en seguridad y en fe en una nueva era. Y es Augusto, de hecho, el que aporta dos elementos fundamentales que, en cierta medida, justifican esa interpretación paulina de “la plenitud de los tiempos”. El primer elemento -que se recuerda en la liturgia de la Misa de Nochebuena, cuando se lee la expresión toto orbe in pace composito, “estando todo el mundo en paz”- es la paz.  Además de esa sensación de esperanza que transmite la égloga virgiliana, la instauración del régimen de Augusto aporta varios años -no muchos, apenas hasta el 9 d. C.- de paz y al emperador se le llama, a veces, “el príncipe de la paz”. Una paz que, de hecho, se funda, se forja en la Península Ibérica tras la guerra contra los cántabros parte de la cual el propio Augusto dirige en persona. Piénsese que en el año 13 a. C. comienza el trabajo en el ara Pacis que conmemora precisamente esa pacificación. Es en ese contexto en el que se produce el nacimiento de Jesús. Pero, hay un segundo elemento, aportado por el propio Augusto, que es importante. Con Augusto puede decirse que es la primera vez en que existe, de verdad, por citar la expresión que utiliza Lucas en su evangelio, un uniuersus orbis, un “único mundo”, un único poder, una única lengua una oikoumene, un término muy empleado por las fuentes griegas del momento, de hecho… En ese tiempo de Augusto existe ya, pues, un modelo político en el que toda la gente, incluso de las periferias del Imperio, puede verse representada y en el que la noticia del nacimiento de Jesús puede difundirse sin barrera alguna a través de esa “casa común”. De hecho, la población del momento, entiende que es un saeculum aureum, un “nuevo siglo”, un nuevo tiempo que, además, como se encargará de ensalzar Tito Livio en su monumental obra histórica, estaba previsto por los dioses, por el singular fatum romano.

[II.] El segundo asunto nos lleva a abordar las cuestiones cronológicas, de fecha, en relación al nacimiento de Jesús. A este respecto, la evidencia fundamental es el texto de Lucas (Lc. 2, 1-7) en el que el evangelista hace un notable esfuerzo por introducir el acontecimiento en un contexto histórico concreto, cosa que no hace el Evangelio de Juan -que de hecho prácticamente no dice nada del episodio-, que tampoco hace Marcos pero que sí hace, aunque menos explícitamente, Mateo, que sí da, en cualquier caso, alguna coordenada histórica a propósito de la conversación entre los Magos y Herodes, que no deja de ser obviamente, un personaje histórico. Volveremos sobre ello, como antes se dijo, más adelante.

El referido capítulo de Lucas, el segundo, dice: “aconteció, pues, en los días aquellos, que salió un edicto del César Augusto para que se empadronase todo el mundo (edictum a Caesare Augusto ut describeretur uniuersus orbis). Este empadronamiento se hizo siendo Quirino gobernador de Siria (haec descriptio prima facta est ut praeside Syriae Quirino). Iban todos a empadronarse, cada uno en su ciudad. José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Estando allí se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre (reclinauit eum in presepio), por no haber sitio para ellos en el mesón”. Las coordenadas, por tanto, son claras, gobierno de Augusto y un censo general dirigido por Publio Sulpicio Quirino, gobernador de Siria. Todo esto partiendo de una base, la de que el Nuevo Testamento no es un libro histórico, aunque analizado como fuente antigua tenga una cercanía en su composición a los acontecimientos que narra que resulta bastante mayor que muchas fuentes de las que forman parte del corpus de materiales del historiador de la Antigüedad. Se da la circunstancia de que el censo en cuestión lo cita también Flavio Josefo, que sí es un historiador y que el personaje, Quirino, y el censo, aparecen citados en varias fuentes epigráficas procedentes de Tívoli, en Italia (CIL XIV, 63613), y de Beyrut, en el Líbano (CIL III, 6687), en esta última aludiendo, expresamente al censum Qurini. Según Flavio Josefo (AJ. 18, 1), el censo no habría tenido lugar estando Herodes vivo sino reinando ya su hijo Arquelao. Toda esta polémica afecta, naturalmente, a la fecha concreta del nacimiento de Jesús. Si Lucas está en lo cierto, Jesús habría nacido en torno al 6 a. C., si el que está en lo cierto es Josefo, Jesús habría nacido hacia el 6 d. C. La historiografía se ha posicionado ante esta contradicción de varias formas: considerar que Lucas se equivoca –recordemos que él sólo pretende dar un marco histórico general para el nacimiento del protagonista de su Evangelio-; plantear que el censo lo comenzó el predecesor de Quirino, Publio Quintilio Varo -conocido por su desastrosa intervención militar en Teotoburgo más tarde- pero lo culminó Quirino cuando ya era gobernador de Siria a partir del año 4 a. C., por tanto a la muerte de Herodes y que, quizás, el propio Quirino auxiliase a su predecesor en algún aspecto del censo; o, sencillamente, pensar que hubo dos censos diferentes. En cualquier caso, con los datos históricos de que disponemos, si el censo fue el de Quirino, hay que retrasar la fecha del nacimiento de Jesús al año 6 d. C. y, por tanto, el error de Lucas sería vincularla al reinado de Herodes que, en cualquier caso, aparece también como coordenada cronológica en Mateo, como después veremos. Últimamente ha tomado fuerza la idea de que el censo -que tiene una finalidad de inventario y, por tanto, tributaria, muy augústea- se realizase entre los dos gobiernos, el de Varo y el de Quirino porque la operatividad de un proceso semejante lo dilatase casi una década.

En este debate cronológico entra también la controversia en torno a la fecha de la Navidad. Hace ya varios años que muchos colegas no felicitan la Navidad, sino que felicitan “las fiestas” o, algunos, amantes del mundo romano, felicitan los Saturnalia. Es sabido que, en el calendario romano, entre el 17 y el 23 de diciembre tenían lugar estas celebraciones de fin de año, que coincidían con el final de las primeras labores agrícolas y, sobre todo, con el solsticio de invierno y el comienzo del alargamiento de los días, del “triunfo” de la luz.  Los Romanos las celebraban intercambiándose regalos, con reuniones familiares y no pocos excesos. La primera mención que tenemos en las fuentes históricas a que la Navidad se celebra en diciembre la debemos a Sexto Julio Africano que en el 241 da ese dato. Como la liturgia cristiana insiste mucho en que Jesús es “el sol que nace de lo alto” (Lc. 1, 78-79), se ha sostenido que el pontificado romano primitivo, anterior al siglo III d. C., desplazase la fecha original del nacimiento de Jesús -que algunos sostienen que debió producirse más hacia la primavera pues era ésa la época en que los pastores estaban en el monte con sus rebaños tal como se dice en el Evangelio a propósito del episodio de la anunciación a los pastores- y que lo hiciera así para contrarrestar el peso que tenían en la tradición pagana no sólo los Saturnalia sino, especialmente, la fiesta de Mitra y del Sol Inuictus que coincidía con el 25 de diciembre. Parece difícil, sin embargo, pensar que una Iglesia que en el siglo III acaba de salir de las persecuciones tenga algún interés en vincularse alpaganismo, causante de esas persecuciones. No parece muy coherente y resulta poco lógico. Muy probablemente -y es cierto que en el Nuevo Testamento se recogen muchos “recuerdos de familia” sobre Jesús de Nazaret- si la Encarnación se produjo el 25 de marzo -como recuerda la tradición- el nacimiento de Jesús tuvo que tener lugar entre el 25 de diciembre y el 6 de enero que es la fecha de la Navidad en el mundo ortodoxo. Además, en el contexto vital, casi psicológico, hebreo, la fecha de la concepción era muy importante desde un punto de vista biográfico y, por eso, se habría celebrado, desde siempre, la Navidad, en el momento en que la celebramos hoy, aunque el tema sigue abierto a controversia, claro está.

[III.] El último episodio en que me quería detener es en el de los Magos y, en concreto, para reflexionar sobre éste tal como lo transmite, Mateo, y sobre su relación con el mundo antiguo. El texto evangélico dice: “nacido, pues, Jesús, en Belén de Judá en los días del rey Herodes (in diebus Herodi regis), llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos (ecce Magi ab Oriente) diciendo: ¿dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella en el Oriente (uidimus enim stellam eius) y venimos a adorarle. Al oír esto el rey Herodes se turbó y con él toda jerusalén, y reuniendo a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías. Ellos contestaron: en Belén de judá pues así está escrito por el profeta (…) Entonces Herodes, llamando en secreto a los magos, les interrogó cuidadosamente sobre el tiempo de la aparición de la estrella; y enviándolos a Belén, les dijo: id a informaros sobre ese niño y cuando le halléis comunicádmelo para que vaya también yo a adorarle. Después de oír al rey se fueron, y la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que, llegada encima del lugar en que estaba el niño, se detuvo. Al ver la estrella sintieron grandísimo gozo, y entrados en la casa (et intrantes domum) vieron al niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron (et procidentes adorauerunt eum), y abriendo sus tesoros le ofrecieron dones (obtulerunt ei munera), oro, incienso y mirra. Advertidos en sueños de no volver a Herodes, se volvieron a su tierra por otro camino (…) Muerto ya Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel porque son muertos los que atentaban contra la vida del niño”.

¿Quiénes son los Magos? Bueno, el texto dice que son magi, en su versión latina, magi ab Oriente. Y en la versión griega original, magoi. Hay acuerdo en que, en la tradición helenística y romana, los magoi son gente dedicada al zoroastrismo, a la astronomía y a las artes adivinatorias. Eso concreta bastante la procedencia de estos Magos que luego la tradición ha dicho que son reyes seguramente por influencia del Salmo 72 en que se habla de los reyes que se postran ante el Redentor, entre ellos los reges Tharsis, “los reyes de Tarsis” algo que, como se recordará, llevó a Benedicto XVI a, incluso, sugerir que pudieran ser reyes tartesios. Procedentes, pues, del mundo persa, curiosamente, en la primera representación, hasta donde yo sé, que hay de la Epifanía, que es del siglo III en los frescos de las Catacumbas de Priscila de Roma, los Magos ya aparecen -y luego también en las de San Calixto ya del IV y, por supuesto, en los sarcófagos, como el conocido zaragozano de Castiliscar- con dos elementos en su atuendo claramente geográficos, pero, también, étnicos. En primer lugar, llevan pantalones, braccae -lo que era símbolo de barbarie en el mundo antiguo, de ser extranjero: los Germanos, por ejemplo, llevan pantalones- y están ataviados con gorros frigios, por tanto, son extranjeros, para un judío, por tanto, gentiles, y, además, son persas, a juzgar por sus gorros.

Que estos Magos reciban la noticia a partir de una estrella es un dato también muy importante porque en la tradición general del mundo antiguo cualquier personaje importante debía venir anunciado por un signo en el cielo, por lo que los romanos llaman los omina. Y si el signo no acompañaba a aquél en el nacimiento, le acompañaba tras la muerte como sucede con el sidus Iulium, que aparece en el cielo en el año 44 a. C. a la muerte de César y que justifica su apoteosis. Se trata, por tanto, volviendo a los Magos, de personajes acostumbrados a estudiar los astros y a descubrir detrás de los astros acontecimientos, algo que es muy propio también de toda la tradición persa. Se ha discutido, naturalmente, qué estrella es esa y desde Johannes Kepler, en el siglo XVII, se ha sostenido si fue la conjunción de Venus y de Júpiter, que parece que se produce en torno a la primavera del año 6 a. C. lo que podría ayudar en el debate sobre la datación del acontecimiento histórico que nos ocupa.

Luego hay un elemento muy interesante que suele pasar desapercibido cuando analiza este pasaje y es la alusión que hay en el texto a que los Magos “postrándose le adoraron” o “de hinojos le adoraron”. El texto latino dice et procidentes adorauerunt eum. Ese verbo latino, procideo, traduce el griego proskyneo que nos pone en contacto con la proskynesis, la “genuflexión”, un acto muy importante en la parafernalia de la realeza persa que, de hecho, le costó más de algún disgusto a Alejandro de Macedonia cuando, al casar con Roxana de Bactria decidió exigirla a sus hombres como muestra de reverencia y lealtad hacia su persona lo que, entre otras cosas, motivó la llamada “conspiraciónde los pajes”. Se trata, entonces, el hecho de que se postraran, de un dato muy importante que fortalece esa idea de que los Magos procedieran del mundo persa pues en un mundo de tradición helenística y romana esa proskynesis era entendida como una costumbre propia de extranjeros y, específicamente, de iranios.

Por último, y terminamos con esto, el texto de Mateo dice que obtulerunt ei munera, “le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra”. En parte, junto al ya citado Salmo 72, de aquí arranca la idea de que se tratase de reyes y no sólo de adivinos o astrónomos. Y es que, en el mundo antiguo, en la diplomacia antigua, no hay acuerdo entre estados ni relación entre estados que no se selle por el intercambio de regalos. Los Magos, por tanto, se ponen en camino, conciben que lo que van a hacer es un acuerdo con alguien que, como han visto en la estrella, está llamado a tener algún tipo de poder y es impensable ponerse en relación con ese nuevo poder sin llevar regalos. Probablemente llevarían regalos también a Herodes, aunque el texto no lo refiere, pero ésa era la praxis habitual en las relaciones internacionales en el mundo antiguo.

En el texto hay un dato más que puede resultar interesante y es que Mateo no habla ya de praesepium sino de que los Magos intrantes domum, “entrando en la casa”, procedieron a esa adoración. Ya no es un pesebre, sino que es una casa el escenario en que se produce el episodio que, por tanto, debe ser algo posterior a la Navidad. Si antes dijimos que el texto de Lucas pretende insertar el acontecimiento del nacimiento de Jesús en un contexto histórico pero que el Nuevo Testamento, pese a ello, no es un libro histórico, nos parece justo subrayar de qué modo el relato de los Magos en el Evangelio de Mateo hace una figuración de un episodio con canones muy propios de la Antigüedad, con muchos elementos que forman parte del código habitual de la representación política y diplomática y de la adivinación y de los prodigios de la Antigüedad a la que, en cualquier caso, hemos intentado aproximarnos un poco con estas reflexiones.

NOTA.- Para el lector que quiera saber más, y sin ánimo de agotar la amplísima bibliografía que existe sobre las cuestiones aquí tratadas -con mucha, y no siempre fiable, información, también, en la red- queremos citar algunos títulos concretos que nos parecen inexcusables y que, además, aportan la bibliografía pertinente (cierto que salvo uno de ellos, ninguno está, hasta donde sabemos, en versión digital). El contexto general de la crisis tardorrepublicana se describe de modo sintético en PINA, F., La crisis de la República (133-44 a. C.), Síntesis, Madrid, 1999. Sobre Augusto y su tiempo puede resultar útil el clásico de SOUTHERN, Augusto, Gredos, Madrid, 2013. La cuestión de la relación entre el tiempo de Augusto, el nacimiento de Jesús y la "plenitud de los tiempos" la desgrana de forma muy clara RATZINGER, J., La infancia de Jesús, Planeta, Barcelona, 2012. Para entender el contexto concreto -local, hebreo- en que se desenvuelve la figura de Jesús de Nazaret y, sobre todo, los problemas de crítica textual y validez histórica del Nuevo Testamento, debe verse VARO, F., Rabí Jesús de Nazaret, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2005 algo que está también muy bien tratado en el clásico trabajo de BLÁZQUEZ, J. Mª., El nacimiento del cristianismo, Síntesis, Madrid, 1990 con notable atención al asunto cronológico. La cuestión concreta del censo de Quirino está bien recogida en un artículo de DABROWA, E., "The date of the census of Quirinius and the Chronology of the governors of the province of Syria", Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik, 178, 2011, pp. 137-142. Y, por último, el episodio de la Epifanía se puede seguir muy bien en CARDINI, F., Los Reyes Magos: historia y leyenda, Península, Barcelona, 2001.


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