[Diosa Roma portando el universo en su mano izquierda, siglo I d. C., Roma, Campidoglio (ver foto)]
Pocas satisfacciones hay mayores para un docente universitario que ver el éxito y progreso de sus antiguos estudiantes. En este año de 2025, dos de los más brillantes antiguos alumnos del Grado en Historia y Periodismo que ofrece la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, Leire Santos y Javier Larequi, el segundo, además, actualmente en proceso de realización de su Tesis de Doctorado, bajo nuestra dirección, con beca FPU del Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes, están en Nueva York, la comúnmente llamada "capital del mundo", la primera realizando un Máster en la Columbia University, con beca de la Fundación La Caixa, y el segundo disfrutando, además, de una beca Fullbright en el prestigioso Institute for the Study of the Ancient World, de la New York University, que ahora dirige el Prof. Greg Woolf. El carácter extraordinariamente competitivo de ambas convocatorias es más que suficiente como carta de presentación sobre su madurez académica presente y su prometedor futuro investigador.
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Buenas tardes, muchas gracias a todos por vuestra asistencia y en particular, gracias a la Columbia University European Union Study Association, por preparar y programar esta conferencia. He de confesar que para quien se considera, por encima de todo, un estudioso del mundo romano, sentir, a miles de kilómetros del extremo occidental del antiguo Imperio, cómo el legado de Roma se ha extendido, también, fuera de los que fueron sus límites territoriales y administrativos conlleva una emoción bastante especial que sé que compartimos algunos de los que aquí estamos y, en particular, dos de mis mejores antiguos alumnos en la Universidad de Navarra, actualmente en Nueva York mejorando su formación como prometedores investigadores y comprometidos historiadores.
Es por ello que, en parte, consideré que el centro de mi reflexión en esta prestigiosa Universidad debía girar en torno al modo cómo determinados problemas del pasado no sólo influyen en nuestra percepción del presente sino, también, nos aportan luces para entender una situación de desarticulación y final de una era que, parece, define bien lo que estamos viviendo. Como se repitió muchas veces a lo largo de 2020, con la irrupción de la pandemia del covid-19, en ocasiones resulta más sencillo escribir Historia -estudiarla, en definitiva, y enseñarla- que vivirla. Y, está claro, ahora la estamos viviendo, la estamos "haciendo" y ello nos genera, cuando menos, una cierta preocupación y acaso, también, inseguridad respecto del futuro.
Es sabido que, recientemente, Mary Beard ha
recordado en conferencias varias -aunque el principio estaba ya presente en
conocidos e influyentes historiadores de la Antigüedad como Henri Marrou o Arnaldo Momigliano, entre otros- que "la Historia no trata sobre lo que
ocurrió en el pasado sino sobre la relación entre el pasado y el
presente". Ella misma, de hecho, ha viralizado la ocurrente reflexión mediática sobre el
número de veces en que, al día, los hombres -entiendo que también, por
supuesto, las mujeres- pensamos en el Imperio Romano en una expresión que tuvo
bastante eco en la agenda informativa durante el pasado año. Y está claro que al
margen de las que fueron sus explicaciones -un mundo de hombres en el que cualquier hombre puede dar rienda suelta a muchas de sus fantasías de poder y de dominio- Roma nos fascina, la invocamos, y pensamos en ella porque es un
lugar seguro al que volver. Seguro en términos ideales -pues, seguramente, poco
tiene que ver la Roma ideal que imaginamos o recreamos con la Roma real- pero
también seguro en términos reales, históricos. Roma nos ofrece una serie de
lugares comunes, de referentes, que nos permiten no sólo entendernos a nosotros
mismos sino, dada la durabilidad de su dominio, contemplar, también,
situaciones históricas que, es cierto, en ocasiones, parecen repetirse o que,
si no, al menos, nos ofrecen escenarios con los que compararnos.
Esa percepción de Roma como lugar seguro,
estable, ordenado, racional, bien administrado y, por tanto, perdurable, forma
parte, de hecho, de la propia tradición historiográfica romana que fue capaz
-sobre todo en lengua griega- de transmitir esa imagen a las generaciones
futuras con una serie de clichés que todos relacionamos con Roma cuando
pensamos en ella. Por ejemplo, con Polibio, consideramos que la expansión de la
cultura y del modo de vida romanos acabó por mejorar la vida de los pueblos a
los que dicha potencia se impuso [1]. Con Estrabón atribuimos a Roma la
capacidad de crear una "casa común" en la que los recursos y los
bienes se compartían a ambos lados del Mediterráneo por medio de una tupida red
de ciudades y calzadas [2]. Con Flavio Josefo [3] admiramos la constancia, capacidad de entrenamiento, trabajo y disciplina del ejército romano
-responsable para él de la expansión de Roma y razón por la que espetó a sus
paisanos judíos que la resistencia era en vano- y con Apiano [4] reconocemos
los méritos de una administración absolutamente eficaz y, especialmente,
omnipresente a partir de una excelente simbiosis entre el poder central y la
autonomía local concretada en “vigilar las provincias tratando de evitar el
provocar en ellas hostilidades”.
Teniendo en cuenta esta percepción, en los
inicios de la investigación sistemática sobre la Historia Antigua, en los
siglos XVIII y XIX, muchos de esos elementos pasaron a formar parte del juicio
que los primeros historiadores de la Antigüedad -en parte impactados por el
particular appeal del legado de Roma, tanto del material, monumental,
arqueológico como del jurídico y normativo- hicieron respecto del mundo romano.
Así, Edward Gibbon, probablemente el mejor
representante de la tardía Ilustración europea y acaso el último representante
de una generación de británicos interesados en el mundo antiguo antes de que el siglo XIX estuviera dominado por la historiografía alemana, escribía en su
celebrado The History of the decline and fall of the Roman Empire, cuya primera
edición es de 1776 [5]:
“Domestic peace and union where the natural
consequences of the moderate and comprehensive policy embraced by the Roman
(...); the obedience of the Roman world was uniform, voluntary, and permanent.
The vanquished nations, blended into one great people, resigned the hope, nay
even the wish, of resuming their independence, and scarcely considered their
own existence as distinct from the existence of Rome. The established authority
of the emperors pervaded without an effort the wide extent of their dominions,
and was exercised with the same facility on the banks of the Thames, or of the
Nile, as on those of the Tiber. The legions were destined to serve against the
public enemy, and the civil magistrate seldom required the aid of a military
force. In this state of general security, the leisure as well as opulence both
of the prince and the people were devoted to improve and to adorn the Roman
Empire (...) All the cities were connected with each other, and with the
capital, by the public highways, which issuing from the forum of Rome,
traversed Italy, pervaded the provinces, and were terminated only by the
frontiers of the empire (...) Such was the solid construction of the Roman
highways, whose firmness has not entirely yielded to the effort of fifteen
centuries. They united the subjects of the most distant provinces by an easy
and familiar intercourse; but their primary object had been to facilitate the
marches of the legions; nor was any country considered as completely subdued,
till it had been rendered, in all its parts, previous to the arms and the
authority of the conqueror. The advantage of receiving the earliest
intelligence, and of conveying their orders with celerity, induced the emperors
to establish throughout their extensive dominions, the regular institution of
posts”.
De este modo, la paz, la autoridad de los
emperadores, el compromiso de los cargos públicos a escala local, la seguridad
militar y comercial, la conectividad y la vertebración fueron, a juicio de
Gibbon -un juicio inspirado en Tácito y, como se ha visto, en tópicos presentes
en las fuentes romanas- parte del éxito y de la duración del Imperio Romano.
Algunos años más tarde, el que podemos considerar padre de todos los
historiadores de la Antigüedad -ganador de un Premio Nobel de Literatura en
1902 por su aclamada Römische Geschichte publicada entre 1854 y 1885- Theodor Mommsen, a partir de un análisis de Roma claramente realizado en tiempo
presente y admirando de ella la eficacia administrativa propiamente prusiana
volvía sobre esos tópicos de seguridad, eficacia administrativa y uniformidad
cultural que ya estaban presentes en Gibbon y que, seguro, todos tenemos
presentes cuando pensamos en Roma, escribía en su Historia de Roma [6]:
“Rara vez se mantuvo el gobierno del mundo en
un orden tan durable y persistente, y las recias normas administrativas
trazadas por César y Augusto y continuadas por sus sucesores en el trono
mantuviéronse en conjunto con su maravillosa firmeza, pese a todas las mudanzas
de dinastías y dinastas (…) Lo verdaderamente grandioso de estos siglos
consiste en que la obra ya cimentada, la implantación de la civilización
grecolatina, bajo la forma del desenvolvimiento del régimen municipal de las
ciudades y la incorporación gradual a esta órbita de los elementos bárbaros, o,
por lo menos, extraños, obra que requería, por su propia naturaleza, para
desarrollarse por sí misma, siglos de incesante actividad y de sosiego,
encontró en efecto el largo plazo y la paz que necesitaba, tanto por mar como
por tierra (...) Este imperio aseguró la paz y la prosperidad de las muchas
naciones agrupadas en él, más largo tiempo y de un modo más completo que
ninguna otra potencia dirigente anterior (…) Y si algún día bajase del cielo un
ángel del Señor y estableciese un balance de gobierno para saber cuándo, si
entonces u hoy, fueron gobernadas con mayor inteligencia y mayor humanidad
aquellas regiones denominadas por Septimio Severo, y si desde aquellos tiempos
han progresado o han retrocedido en general, en estos países, la moral, las
costumbres y la felicidad de los pueblos, es harto dudoso que el fallo recayese
a favor de la época actual (... es así) cuando tratamos de explicarnos aquel
fenómeno impresionante de la Roma que, siguiendo las huellas de Alejandro,
dominó y civilizó al mundo”.
Lo cierto es que ya los autores antiguos,
entre los siglos III y IV d. C. se dieron cuenta de que, por entonces, algunos de esos
elementos que habían garantizado la paz y prosperidad de Roma se habían
quebrado. Estos autores, como Próspero de Aquitania, por ejemplo, o Agustín de
Hipona, hablaron del occasus mundi [7], del final del mundo y, también, de un
evidente cambio de ciclo como cuando en las Confesiones el obispo de Hipona
escribía mundus transit et omnia in eo [8] aunque confiaba en que ese tránsito
terminaría en una renovación de los tiempos y, también, de la Historia. También
Mommsen, a partir de Diocleciano, y Gibbon, siguiendo a Casio Dión y su teoría
de las edades en la Historia de Roma, a partir de Septimio Severo, fueron
desgranando algunos de los componentes de esa crisis, de ese "decline and
fall" que, en expresión gibboniana, ha tenido bastante éxito incluso en la
cultura popular y hasta cinematográfica: "decadencia y ruina", "ruina y caída". La disolución de la eficacia de la administración, la conversión
del ejército en un cuerpo de mercenarios, la tumultuaria elección de
emperadores por las provincias y los cambios de personalidad y estridencias de
los emperadores, en particular, a juicio de Gibbon, los posteriores a Alejandro
Severo, evidenciaban un claro cambio de ciclo que potenció, desde el siglo
XVIII, esa singular -y aun vigente- narrativa del "decline and fall".
Sin embargo, recientemente, los trabajos de
Bryan Ward Perkins han tratado de matizar esa idea de la decadencia de Roma
dando carta de naturaleza a una advertencia de cambio cultural y de transición,
más que de ruina y declive, ya planteado por otro de los títulos de referencia
en la cuestión, el The World of Late Antiquity de Peter Brown, publicado en
1971. Para el historiador irlandés, a partir del año 200 d. C., se produjeron
una serie de transformaciones en Roma que no fueron negativas pero que acabaron
por abrir un nuevo tiempo en el que, acaso, la "decadencia" no era el
término clave sino que, más bien, se asistía a una "revolución cultural y
religiosa" [9], revolución que comenzaría en el Bajo Imperio e, incluso,
en lo que ahora ha dado en llamarse periodo medio-imperial, y continuaría por
un tiempo demasiado largo, hasta, prácticamente, la recuperación de la unidad
ideológica antes Romana, con la coronación de Carlomagno en Aachen en el año
800.
Pese a esa matización del concepto de caída y
decadencia al que nos estamos refiriendo, el periodo ha resultado tan sugerente
que hasta historiadores alemanes, como Alexander Demandt, en su Der Fall Roms,
publicado en Munich en 1984, enumeró hasta 210 razones que, en alguna ocasión,
la historiografía había empleado para explicar la transformación del Imperio
Romano en la tardoantigüedad. Aunque los factores pueden verse en la presentación que abría estas líneas, y,
ciertamente, como ha recordado recientemente el propio Bryan Ward Perkins [10],
suenan especialmente impactantes en la lengua alemana, no parece que muchos se
distingan de los que actualmente se están citando como elementos clave en la
llamada crisis de la posmodernidad, el momento histórico que, de hecho, estamos
viviendo. Así, entre los incluidos por Demandt figuran: el agotamiento
ideológico, la pérdida del argumento de autoridad, la crisis de la
intelectualidad, la hybris de determinados territorios, algunos ejercicios
imperialistas agresivos, el panem et circenses, las alteraciones climática, el
auge de los totalitarismos o los conflictos fronterizos asuntos todos que recuerdan,
tristemente, a la agenda actual. En este sentido, si emulando a Demandt,
enumeramos los problemas que la sociología actual suele citar a propósito de la
crisis de la posmodernidad o las que los analistas políticos suelen referir
como claves del cambio posmoderno, encontramos algunos valores que si bien no
figuran en la lista historiográfica de este investigador alemán sí es evidente
que formaron parte de los factores que aceleraron la transformación de Roma,
tanto de los citados por Gibbon o por Mommsen como los que, en seguida lo
veremos, ha ido aportando la historiografía más reciente que, al respecto, ha
abierto algunas nuevas visiones sobre la crisis de Roma que resultan sugerentes
y que diagnostican algunos aspectos del tiempo actual. Así, entre esos factores
propios de la crisis de nuestro tiempo es recurrente citar el fin de la
globalización acompañado de un fortalecimiento de las identidades locales
disgregadoras de las que los proteccionismos económicos podrían ser una
manifestación; la negación o puesta en duda de la libertad a partir de un cada
vez más intervencionista control estatal; el orillamiento de la verdad o la aparición
de la posverdad a partir del triunfo del relato y de la cultura de la
cancelación; o, en definitiva, y guarda relación con el primer punto, las
perniciosas consecuencias de la revolución tecnológica. Qué duda cabe que el
triunfo de las periferias -con los pronunciamientos militares de la anarquía de
la Roma del siglo III d. C.-, el aumento de la tasación económica y tributaria;
la difusión del cristianismo y el cuestionamiento -pero también la adaptación y
sincretismo- de los cultos tradicionales se han venido citando, por ejemplo en
los prestigiosos coloquios The Impacts of Empire [11], como signos distintivos
de la transformación tardoantigua que tienen presencia, también, en los
problemas que copan cotidianamente las portadas de nuestros periódicos.
Acaso porque la investigación histórica
encuentra su mayor estímulo en el análisis del presente, en los últimos años,
no sólo se han añadido nuevas perspectivas a esta apasionante, y paradigmática,
cuestión del final de la más estable de las civilizaciones de la Antigüedad
sino que, también, se ha reflexionado abundantemente sobre el inicio de las
transformaciones que acabaron con la generalización de un nuevo mundo ajeno ya
al poder de Roma. Nosotros mismos, en dos volúmenes de reciente aparición publicados
en Alemania, hemos reflexionado sobre esa cuestión con argumentos procedentes,
sobre todo, de la perspectiva hispana y de la documentación material,
epigráfica y arqueológica, asunto sobre el que luego volveremos. Ya en 1953,
uno de los más influyentes estudiosos del Derecho de Roma, Álvaro d'Ors [12],
sostuvo que, probablemente, el modelo romano de ciudad, en Occidente, resultó
demasiado exigente para su sostenimiento por parte de las elites locales en una
teoría que, en los años noventa, recuperó con acierto Géza Alföldy y que,
acaso, por haber sido publicada en un trabajo de poca difusión internacional,
pasó desapercibida [13]. Más recientemente, ha encontrado acomodo como auténtico
best-seller el aclamado libro de Kyle Harper The fate of Rome en el que la
peste antonina y el cambio climático se han puesto en el centro del debate
sobre los agentes del cambio de modelo vivido por Roma desde, al menos, la
muerte del emperador Marco Aurelio. Efectivamente, noticias como las que da
Eutropio, al hablar de la muerte de la mayor parte de la humanidad en la gran
pestilentia del siglo II d. C. [14] o la que, sobre los efectos de la distancia
social sobre las ciudades afectadas por la citada epidemia, aporta Paulo Orosio
[15] han resultado sugerentes para entender otro fenómeno que es inseparable de
la transformación experimentada por Roma desde el último cuarto del siglo II d.
C. que, desde luego, ha venido a restar fuerza a la tesis invasionista o
administrativista y ha puesto en el centro del debate una cuestión más estructural
que coyuntural por más que ésta -o éstas, pues fueron varias- resultase también influyente.
Quizás haya sido Greg Woolf, en un libro
generalista publicado en 2022, Rome. An Empire's story, quien mejor ha
descrito, prescindiendo de trabajos más especializados, que también los hay,
especialmente en la literatura europea, dos de los factores que, nos parece,
más han sido soslayados y más deben ser tenidos en cuenta a la hora de
interpretar el por qué de la decadencia de una civilización de la que Occidente
se siente heredero [16]. Efectivamente, como él señala, es evidente que, en Roma, desde antes del año 200
d. C., el desarrollo urbano se frenó completamente, al menos en Occidente
fenómeno al que siguió, también, la reducción demográfica de muchos núcleos
urbanos y que, como aduce, pone en evidencia que, efectivamente, y como
recordó el ya citado Álvaro D'Ors, del que luego se hizo eco Géza Alföldy,
el Imperio Romano fue, esencialmente "a world of farmers". Un mundo
de granjeros, de agricultores, típicamente pre-industrial, que, seguramente,
encerraba en su dependencia de la vida urbana y en el sostenimiento primario de
la misma, la semilla de su propia debilidad.
Aunque está claro que los textos literarios
resultan el documento esencial de la labor del historiador es sabido también
que éstos, a partir de, al menos, la Historia Augusta, adoptan un valor más
encomiástico que historiográfico lo que limita notablemente contar con
evidencias que resulten válidas y que estén desprovistas del ropaje retórico
propio del momento. Es por ello que, nos parece, la mejor manera de aproximarse
al verdadero "core" de la crisis de Roma y obtener de ella
reflexiones metodológicas y sociológicas para el presente desde las lentes del
pasado, es dar entrada, en la ecuación que ha de explicar esa transformación, a
los dos elementos que, precisamente, Greg Woolf ha puesto en valor en su título
de hace apenas tres años: la vida urbana y la situación económica susceptibles
de ser estudiadas a partir de la evidencia material y de los datos epigráficos
que, al menos para Occidente, se están revelando decisivos para ver en qué
medida, muchos de los elementos que antes citábamos a partir del listado de
Demandt, realmente no fueron causantes de la transformación sino simplemente
elementos añadidos, superpuestos, coyunturales, a una crisis que fue,
esencialmente, estructural, sistémica y que gravitó, de hecho, sobre al
binomio: ciudad/economía. Es decir, sobre, fundamentalmente, la economía
urbana. No puede ser de otro modo en una civilización que, desde Augusto, al
menos, constituyó un gran Imperio de ciudades. La mirada, por tanto, a la
evidencia arqueológica, material, a los ritmos del desarrollo urbano y a las
inscripciones, a la evidencia jurídica, nos parece, puede aportar nuevas luces
a la crisis de Roma y, sí, también a nuestra transformación -e incluso
decadencia- como civilización.
En esta discusión, nos parece que la evidencia
procedente, en el campo arqueológico y en el epigráfico, de la península
ibérica, en el extremo occidental del Occidente del Imperio, puede resultar, y
está resultando, de hecho, tan paradigmática como ilustrativa. Recuérdese que, al margen de Sicilia,
resultó uno de los territorios que primero fue administrado conforme al Derecho
de Roma desde que, en el 196 a. C., se fundaron las provincias Citerior y
Vlterior. Además, fue escenario, entre los años 80 y 40 del siglo I a. C., de
dos de las tres guerras civiles de la República romana lo que, sin duda, es
prueba de la integración de sus habitantes en las claves políticas de Roma.
Fue, también, corte imperial durante unos años en época de Augusto, cuando el
emperador eligió el territorio cántabro para legitimarse con una guerra externa
tras su victoria contra Antonio en la administración del legado cesariano lo
que motivó una notable transformación de su vida urbana y de su aparato
administrativo. Y, de hecho, como narra Tácito, fue en su solar, y en Tarraco,
la actual Tarragona, donde se erigió el primer templo del culto imperial
provincial que sirvió in omnes prouincias exemplum. Aunque también Adriano,
como cuenta la Historia Augusta, recaló en Tarraco, fueron, seguramente, los
acontecimientos del año 68-69 d. C. los que, con dos partidarios al trono
imperial procedentes del solar hispano, Otón y Galba, llamaron la atención de
la maduración política y del valor estratégico de la península ibérica. No en
vano, Vespasiano, recién inaugurada la dinastía flavia, la primera de
proclamación militar en el aún joven Principado, decidió que todas las
comunidades hispanas que no eran ya colonias y municipios pasasen a serlo
motivando una notable transformación urbanística de un buen porcentaje de las
500 ciudades que, se calcula, hubo en el territorio hispano y, sobre todo,
garantizando la implicación de la elite local en el gobierno de las mismas
medida que acabó por multiplicar el número de los ciudadanos romanos y por
hacer eficaz el binomio entre poder central y autonomía local que, como vimos
en Mommsen y en Gibbon, resultó una de las señas de identidad del éxito y la
estabilidad de Roma.
Esa extensión del derecho Latino a toda Hispania, testificada por Plinio y por otras evidencias de naturaleza, fundamentalmente epigráfica, supuso un revulsivo para la vida urbana hispanorromana. En muchas
comunidades que, hasta entonces, habían sido extranjeras a Roma, fueron los
notables locales, testificando, además, su condición de primeros magistrados
del nuevo ordenamiento municipal, los que promovieron equipamientos públicos
nuevos que contribuyeron -sobre todo los de naturaleza cívica- a mejorar las
comodidades urbanas de sus ciudades. Los datos arqueológicos así lo testifican
pero, también, los epigráficos. Sin ánimo de exhaustividad, podemos citar un
ejemplo por provincia. Por ejemplo, en Andelo (Mendigorría, Navarra), en la
Tarraconense, dos magistrados, ediles, sufragaron la construcción de un recinto
de culto dedicado a Apolo, bajo la forma del culto imperial, mientras esperaban
recibir la ciudadanía romana -pues su onomástica es todavía latina- al terminar
su servicio público municipal. La forma del monumento es muy parecida a la de
otro que un matrimonio de notables de la ciudad, Marco Fabio Novo y Porcia
Faventina, dedicaron en la vecina ciudad de Los Bañales de Uncastillo
(Zaragoza), acaso Tarraca. En Lusitania, por su parte, un antiguo magistrado
indígena que, tras la municipalización de su ciudad, siguió desempeñando cargos
públicos, M. Fidio Macro, construyó un sensacional arco de cuatro vanos en el
punto de la ciudad en que la vía se convertía en decumanus, entre el foro y las
termas del municipio de Capera (Cáparra, Cáceres). Finalmente, en la Bética, en
la sierra de Sevilla, en un área minera, varios notables rendían culto al
emperador en una ciudad, Munigua, que se ha convertido -por su grandilocuente
arquitectura, pero no sólo por eso- en un paradigma de las luces y de las sombras
de este proceso de incentivación de la vida urbana hispanorromana que, además,
aunque sin conexiones jurídicas, está bien documentado para la época en otras
provincias romanas, como recientemente hemos podido estudiar.
Entre las singulares inscripciones en bronce
que, de época romana, se conservan en la península ibérica, el Museo
Arqueológico de Sevilla custodia una muy singular para el asunto que nos ocupa.
Se trata de la copia en bronce de una carta del emperador Tito, fechada en
septiembre del año 79 d. C., apenas un par de meses después del fallecimiento
de su padre Vespasiano, y dirigida a los decuriones et quattuoruiri de Munigua.
La carta, que, pese a su contenido, los Muniguenses recibieron con alegría y
acabaron por exponer en la plaza pública de la ciudad, fue enviada por la
cancillería imperial en respuesta a una que, meses antes, aquéllos habían hecho
llegar al emperador pidiéndole indulgentia ante el endeudamiento que habían
contraído con un contratista de servicios públicos, Seruilio Polión, que
habría llevado a la comunidad a una situación grave de desequilibrio
financiero, de tenuitas, como Roma solía describir estos problemas y desajustes
de naturaleza financiera. Respondiendo el emperador que no procedía indulgentia
alguna y que debían pagar lo que adeudaban, el documento -como otro un poquito
anterior, procedente de Sabora (Cañete La Real, Málaga), firmado por
Vespasiano, en este caso, éste perdido de antiguo- permite rastrear las
difficultates et infirmitates que, en términos de sostenibilidad económica,
debió generar para muchas comunidades hispanas el beneficio de tener que
gestionarse, desde época flavia, de forma autónoma.
En este sentido, nuestras investigaciones
arqueológicas de las últimas décadas en una de estas, en su momento, splendidissimae
ciuitates, Los Bañales de Uncastillo, enclave ya antes citado, ha puesto de relieve de
qué modo apenas cien años después de la recepción del título de municipio,
muchas de estas comunidades que -como ha subrayado con acierto no hace mucho,
en un volumen clave sobre la cuestión, Javier Arce- "nunca fueron grandes
ciudades" [17] ya no disponían de ninguno de los elementos que pueden
configurar la check-list del funcionamiento municipal y que, también, en
nuestro imaginario colectivo, explican muy bien lo que era, o debía ser, desde
la óptica material, una ciudad romana. Arce toma esa lista de los méritos que
los Orcistani, una comunidad del noroeste de Phrygia, en Asia Menor, adujeron a
Constantino entre el año 328 y el 330 d. C., para recuperar el viejo estatuto
cívico de que en su día disfrutaron y que habrían perdido. A saber, antigüedad
(uetustissimum oppidum), situación privilegiada en el ámbito geográfico
circundante (situ adque ingenio locus opportunus esse), número suficiente y
permanente de curiales, magistrados y población de ciudadanos (annuis
magistratuum fasces ornaretur), servicio de abastecimiento de aguas en uso
(aquarum ibi abundantem adfluentiam), baños públicos y privados (labacra
publica et priuata), foro adornado con estatuas de los emperadores anteriores
(forum istatuis ueterum principum ornatuum), y, en el caso específico de
Orcistus, sus numerosos molinos de agua (ex decursibus praeterfluentium aquarum
aquimolinarum numerum copiosum) que garantizaban la sostenibilidad local. El
caso de Los Bañales, en este sentido, es paradigmático: promocionada al
estatuto municipal en época flavia, los principales signos de dignitas de la
comunidad estaban arruinados o habían perdido su función original apenas ciento
diez años más tarde: el foro, con su basilica, sus programas escultóricos y su
criptopórtico meridional, era ya un espacio para el reciclaje y el
aprovechamiento irregular del bronce y el mármol de sus estatuas dando cabida,
además, a estructuras parasitarias que contravenían la legislación local;
algunos antiguos espacios públicos de la parte baja de la ciudad habían sido
amortizados y habían transformado su uso deviniendo en áreas residenciales o
artesanales privadas; y, en definitiva, la limpieza del viario urbano y el
abastecimiento de agua, con el inicio de la colmatación del embalse que hacía
las veces de caput aquae del sistema, se había abandonado por completo.
De hecho, y aunque Los Bañales de Uncastillo
resulte un paradigma de esta transformación, no se trata de la única comunidad
urbana hispanorromana que a mediados del siglo II d. C., estaba en proceso de
desmantelamiento tras dos centurias de intensa y ferviente actividad
constructiva . Los ejemplos se multiplican en la Hispania Romana y en Occidente
y se explican por causas diversas entre las que pueden citarse la competencia
con otros centros próximos o una economía especialmente focalizada en un único
recurso. Pero, más allá de las razones, está claro que esa pérdida de vitalidad
de la vida cívica, volviendo a Gibbon, no deberá acaso llevarnos a considerar
si la crisis de Roma no fue precedida -como afirmó también Álvaro D'Ors y de
acuerdo al dato aportado por Greg Woolf en torno de las dinámicas urbanas- por
una crisis de las ciudades que, al final, eran la hebra que tejía la eficacia
de la administración imperial y que, más allá de su aspecto material, de su
stadtbild, evidenciaban también una nítida ideología por citar ese binomio,
stadtbild und ideologie, que, desde Paul Zanker [18] a mediados de los años
noventa, ha marcado la investigación sobre la vida urbana en Occidente.
En su antes citado libro de 2017, Kyle Harper
escribía [19]:
“For historians, explaining the rapid disintegration of the empire has proved and enduring challenge. ‘Few things are more difficult in late-antique history than to know why, in the western half ot the empire, the Roman military and the Roman government failed’. If anything, the scope of the problem has only become even more daunting in recent years, as we have increasingly come to appreciate the robust recovery from the crisis of the third century. The empire roared back, and it is harder than ever to lay the blame for its demise on a progressive decay from within or a spiral of inevitable dissolution”.
Nos parece que, como hemos adelantado más arriba, una mirada a la documentación jurídica de naturaleza municipal, puede aportar algunas luces al respecto y ayudarnos en esa explicación. Sugiero, aquí, traer a colación tres secciones del más extenso reglamento de funcionamiento de comunidades urbanas con que contamos en todo Occidente y que procede de una, por otra parte, muy pequeña comunidad -de la que, arqueológicamente, apenas nada sabemos- de la provincia de Sevilla, en El Saucejo, que fue solar del municipium Flauium Irnitanum. Transcribimos tres disposiciones, capítulo 80, 31 y 83 de la denominada lex Irnitana:
"Si los decuriones (…) hubiesen decretado que era necesario tomar prestado algún dinero en interés de la gestión del municipio flavio Irnitano y, si ese dinero ha sido anotado como gasto para los munícipes, siempre que no se anoten como gasto cada año más de 50.000 sestercios, salvo si es con permiso del gobernador de la provincia (…) los munícipes (…) deben adeudar las cantidades que hayan sido así anotadas como gasto (erogatio pecuniae)".
"El año en que haya en este municipio menos de 63 decuriones o conscriptos (…) que sean elegidos (facta decurionum conscriptorumue lectio sublectio) los titulares o suplentes sustitutos para que añadidos al número de decuriones o conscriptos que había en este municipio, por derecho o costumbre, antes de la difusión de esta ley".
"Quienes sean munícipes o íncolas de este municipio, o vivan dentro de los límites de este municipio, o tengan campos, todos ellos deben dar, realizar y proporcionar el trabajo o la contribución que los decuriones o conscriptos de este municipio hayan decretado que deben realizarse (munitione damni cui factum erit ex re communi it aestimetur)".
Aunque se trata sólo de una pequeña muestra
que no hace justicia a la amplia casuística de cuestiones que se contemplan en
estos reglamentos de los que las provincias hispanas han facilitado el catálogo
más completo de todo Occidente, es evidente que la administración local romana
nacía con varias obligaciones y condicionantes. En primer lugar, como lo llamó
François Jacques, con el "privilège de liberté" [20]. La
participación en los cargos públicos era libre y, sobre todo, era generosa. De
hecho, los reglamentos municipales y las inscripciones cívicas hablan de la
summa honoraria que los magistrados tenían que depositar ante las arcas
públicas al acceder a sus cargos al margen de que de ellos se esperase un
comportamiento generoso, liberalis, que permitiera, también, sufragar gastos
públicos. Además de libre y generoso, por tanto, asumir los munera ciuitatium
exigía un desembolso y la prestación de garantías, de cautiones, de carácter
hipotecario que, a veces, podían impedir a un magistrado electo tomar posesión
de su cargo y desempeñar aquél para el que habían sido elegidos. En ese
sentido, por lo tanto, había una clara obsesión por la cuestión de la sostenibilidad,
por evitar situaciones de endeudamiento y por, como hemos visto, regular en
buena medida la conformación, cumplimiento y salvaguarda de la pecunia
communis, del presupuesto municipal. Este concepto, junto a la voluntad general
de los nacidos en el municipio, la llamada res communis es absolutamente
protegida y custodiada como una obsesión ante cualquier amenaza en varias de
las rúbricas de la ley. Por último, y sin ánimo de exhaustividad, como hemos
visto, en unas comunidades que aplazaban sus asuntos públicos en periodos de
cosecha y vendimia -lo que habla de las bases agrícolas, ya antes citadas, de
muchas de estas comunidades- parte del sostenimiento de algunos de los munera
municipalia -limpieza, custodia y mejora de la red de caminos, canales o acequias-
descansaba sobre la propia población en una suerte de trabajos colectivos,
munitiones, pero personales, munera personalia, que se esperaban de los
municipes. Es evidente que ante un modelo municipal tan voluntarista como
exigente económicamente, cuestiones coyunturales como el cambio climático, el
aumento de la tributación, la crisis económica o los conflictos civiles que se
abrieron en Roma a la muerte de Cómodo debieron ser demasiado gravosos como
para ser soportados por un modelo de articulación territorial que, a partir del
siglo II d. C., tuvo que redimensionarse de forma clara [21].
“Such was the unhappy condition of the Roman
emperors, that, whatever might be their conduct, their fate was commonly the
same. A life of pleasure or virtue, of severity or mildness, of indolence or
glory, alike led to an untimely grave; and almost every reign is closed by the
same disgusting repetition of treason and murder. The death of Aurelian,
however, is remarkable by its extraordinary consequences. The legions admired,
lamented, and revenged their victorious chief. The artifice of his perfidious
secretary was discovered and punished. The deluded conspirators attended the
funeral of their injured sovereign with sincere or well feigned contrition, and
submitted to the unanimous resolution of the military order (...)”.
Son palabras de Edward Gibbon [22] justo en el
capítulo en que, con la muerte de Aureliano en el 214 d. C., él hacía arrancar
la crisis general de Roma, ese "decline and fall" que, desde una
perspectiva casi propia de Tácito, vinculaba a los vicios del poder romano y,
de modo claro, también a los de quienes los detentaban. Theodor Mommsen, sin
embargo, como vimos, cifraba en la pérdida de eficacia centralizadora de la
administración romana el punto de arranque de ese singular "narrating
decline and fall", en acertada expresión de Clifford Ando [23].
Seguramente por eso, factores exógenos se han aducido, tradicionalmente, para
explicar la transformación de la Roma clásica hacia los tiempos de la tardoantigüedad.
Por orden cronológico la peste antonina, el cambio climático, las guerras
civiles de finales del siglo II d. C., la anarquía militar, la crisis económica
y fronteriza del siglo III d. C. y, finalmente, en medio de esas alteraciones,
las invasiones, han llevado a que se generalice esa idea de una decadencia
jalonada por hitos externos propios del cambio de ciclo que abrió paso al ya
citado mundo de la Antigüedad Tardía. Sin embargo, los estudios arqueológicos
y, también, los epigráficos -que se sustentan sobre fuentes que, de hecho,
están menos procesadas que las literarias, que los relatos de los
historiadores- demuestran, en primer término, que la transformación a la que
desde Gibbon resumimos con el término "decline and fall", en realidad,
comenzó años antes casi a la vez que se propagó la peste antonina y a la vez
que, por ejemplo, el comercio mediterráneo dio -en lo que respecta, por
ejemplo, al aceite bético que llegaba al monte Testaccio de Roma- sus primeras
muestras de debilidad y agotamiento, por tanto en el siglo II d. C. Pero,
además, el hecho de que esas fuentes apunten claramente, por un lado, a una redimensión
-cuando no abandono- de la vida urbana con la consiguiente ruralización de los
paisajes y a una retirada de la elite local del comprometido servicio, político
y edilicio, que otrora prestaban en sus comunidades y a que esa redimensión
tuvo consecuencias, también, de carácter económico y administrativo permite
poner el foco en que, acaso, fueron problemas estructurales los que
-aderezados, eso sí, por condicionantes externos en una época medio-imperial
tremendamente compleja- aceleraron la decadencia de Roma que puede verse ahora
con unas lentes nuevas a tenor de las últimas investigaciones y de los datos
que arroja el estudio de las comunidades locales de Occidente.
Está claro que la Historia de Roma -y eso es
lo que la hace grande- no es sólo lo supuestamente acontecido en el pasado de
esta civilización sino, también, aquello que cada época ha narrado sobre ese
pasado más o menos mitificado o, incluso, mistificado, del que las
civilizaciones occidentales se reconocen herederas. Y, aun podríamos decir más,
la Historia de Roma es también aquello que cada periodo histórico ha admirado
de ese pasado. Es evidente que esa Europa que fue romana hace frente hoy a un
particular “decline and fall” que ofrece algunos retos singulares en los que,
acaso, Roma y su histórica, y romántica, decadencia y ruina, tienen algo que
decir sabedores de que, de acuerdo con el historiador Tácito, como dijo el
emperador Claudio en el Senado de Roma en los años 40 del siglo I d. C. [24],
aquello que hoy “defendemos como precedentes, será considerado precedente” en
el futuro.
El primero de esos retos es, desde luego,
reconocer -sin cancelaciones ni revisionismos- el pasado en que las tierras de
Europa escribían y protagonizaban la Historia conscientes, claro está, de que
hay aspectos de la sociedad y la política romanas que nunca serán
ejemplarizantes pero que nos posicionan ante un momento de la Historia en que
sí existió una unidad política y cultural que, acaso, ha estado siempre detrás
del singular sueño de la construcción europea y que, desde un punto de vista
catártico, de pasado compartido, tiene mucho que ofrecer en estos tiempos de
atomización e incertidumbre. El segundo tiene que ver con un necesario examen
interno. Si, como hemos visto, la crisis de Roma no tuvo tanto que ver con
elementos coyunturales exógenos sino con debilidades internas -administrativas,
locales, cívicas- que nacían del propio régimen ciudadano, está claro que las
transformaciones que hoy vive Europa -y, en general, el mundo- nos obligan a
reconsiderar nuestras raíces, nuestra identidad y, por tanto, también nuestras
propias convicciones para cimentarse éstas, si cabe, con mayor fuerza y
enfrentar de ese modo los vaivenes de este mundo que, parece, ha dejado también
de ser global y que sólo podremos recomponer si somos capaces de reedificarlo
sobre valores compartidos, algo de lo que Roma nos da una buena serie de
ejemplos y también de anti-modelos. Por último, como hemos visto, la verdadera
ruina de Roma no sólo vino precedida de la crisis de sus ciudades sino que
consistió, como Peter Brown recordó, en una sustitución de valores que hizo que
el edificio estable de esa civilización perdiera cohesión no sólo ideológica
sino, también, administrativa y práctica. Si, efectivamente, la Historia es,
como afirmó Polibio, el saber que mejor prepara al hombre para la vida política
y para los cambios de fortuna, vamos a necesitar -necesitamos ya- buenas dosis de
Historia -y de Historia de Roma- para enfrentar el futuro de Europa como
proyecto global, identitario y supranacional. Tenemos fuentes para inspirarnos,
ahora, hará falta voluntad para ejecutar ese futuro.
NOTAS.- Sin ánimo de exhaustividad se recogen aquí las notas bibliográficas y referencias a fuentes que no se precisan en la presentación embebida más arriba, que acompañó a la conferencia. Si sobre alguno de los asuntos se ha tratado en otros posts de la serie "Disputationes" de este blog, se remite directamente a las entradas en cuestión. Por último, de los volúmenes cuya editio princeps fue en inglés, se ofrece en el texto cita en dicha lengua, por razones obvias de la preparación de la conferencia pero si existe traducción al castellano, se indica en estas notas. [1.] Polibio, Historias, 6, 1, 3 y 22, [2.] Estrabón, 1, 2, 1 y 2, 5, 12, [3.] Flavio Josefo, Bellum Iudaicum, 3, 71-74, 85-88, 98-101 y 103-16, [4.] Appiano, Historia Romana, 3, 11, [5.] GIBBON, Edward, The History of the decline and fall of the Roman Empire. Volume I. The turn of the Tide, The Folio Society, Londres, 1983, pp. 64-65, sobre este volumen existe edición castellana de EpubLibre, de 2014, disponible aquí, [6.] MOMMSEN, Theodor, El mundo de los Césares. Volumen V. Las provincias, de César a Diocleciano, Fondo de Cultura Económica, Méjico, 2011, pp. 19-24, traducción al castellano de la Römische Geschichte que está disponible aquí íntegramente [7.] Próspero de Aquitania, Chronica, 2, [8.] Agustín de Hipona, Confesiones, 9, 4, [9.] WARD-PERKINS, Bryan, The fall of Rome and the end of civilization, Oxford, 2005, pp. 3-4, libro sobre el que Espasa publicó traducción al castellano como también la hay del seminal volumen del Peter Brown, por ejemplo en Taurus [10.] WARD-PERKINS, Bryan, op. cit. p, 33 [11.] HEKSTER, Olivier, Crises and the Roman Empire. VII Workshop of the International Network Impacts of Empire, Leiden, 2007, [12.] D'ORS, Álvaro, Epigrafía jurídica de la España romana, Madrid, 1953, p. 142, [13.] ALFÖLDY, Géza, "Hispania bajo los Flavios y los Antoninos: consideraciones históricas sobre una época", en De les structures indígenes a l'organització provincial romana de la Hispània Citerior: homenatge à Josep Estrada i Garriga, Barcelona, 1998, pp. 11-32, [14.] Eutropio, Breviarium historiae Romanae, 8, 12 [15.] Paulo Orosio, Historia aduersus paganos, 7, 15, 15, [16.] WOOLF, Greg, Rome. An empire's story, Oxford, 2022, p. 57 [17.] ARCE, Javier, "La inscripción de Orcistus y las preocupaciones del emperador", en Urbanisme civique en temps de crise: les espaces publics d'Hispanie et de l'Occident romain entre les IIe et IVe s., Madrid, 2015, pp. 311-324, cuyo texto puede leerse completo aquí, [18.] TRILLMICH, Walter (ed.), Stadtbild und Ideologie: die Monumentalisierung hispanischer Städte zwischen Republik und Kaiserzeit, Munich, 1990, [19.] HARPER, Kyle, The fate of Rome: climate, disease and the end of an Empire, Princeton/Oxford, 2017, aunque existe edición en castellano en Plantea de los Libros, [20.] JACQUES, François, Le privilège de liberté. Politique impériale et autonomie municipale das les cités de l'Occident romain (161-244), Roma, 1984 [21.] ANDREU, Javier, "Retos y amenazas de la administración municipal durante el Alto Imperio: el caso hispano", Cadmo, 27, 2018, pp. 29-46, [22.] GIBBON, Edward, op. cit., p. 283, [23.] ANDO, Clifford, "Narrating decline and fall", en ROUSSEAU, Philipp (ed.), A companion to Late Antiquity, Sussex, 2009, pp. 60-76, esp. p. 60 [24.] Tácito, Annales, 11, 24.