MVLIER OBSEQVENTISSIMA

 

[Un ejemplo de los domestica bona romanos femeninos convertido ya casi en icono popular a través de la serie Roma (2005-2007), Niobe, la esposa de Lucio Voreno, encarnada por la actriz Indira Varma. De esos domestica bona se habla en esta entrada de Oppida Imperii Romani]

En las últimas semanas parece que el asunto de la mujer en el mundo romano ha perseguido a quien escribe estas líneas. Efectivamente, hace unos días, un buen alumno de la asignatura "Epigrafía e instituciones romanas" que ofrecemos en la Universidad de Navarra me pedía opinión sobre la serie de Movistar + "El corazón del Imperio" que recrea la vida de varias mujeres de la Roma del cambio de Era. Evaluando los indicadores de impacto de los artículos publicados el último año en Cuadernos de Arqueología de la Universidad de Navarra descubríamos que uno sobre la desigualdad hombre-mujer en la Roma antigua (CAUN 28, 2020) se encontraba a la cabeza de los más descargados de dicho órgano editorial. Además, un buen antiguo becario del proyecto de Los Bañales de Uncastillo, Rubén Montoya, publicaba en La Vanguardia un recomendable ensayo sobre "las muchas maneras de ser mujer en la antigua Roma" donde reseñaba uno de esos títulos que se ha convertido en viral en fechas recientes (GONZÁLEZ GUTIÉRREZ, P., Soror. Mujeres en Roma, Madrid, 2021) y que, además, guarda relación, por su autora, con la serie antes televisiva citada. Además, una buena alumna nuestra de Doctorado, que realiza su Tesis en la Universidad Complutense de Madrid sobre los epítetos que calificaban a las mujeres en la epigrafía funeraria de Tarraco, Laura Díaz -que ya ha adelantado algunos meritorios avances de su prometedor trabajo-, nos enviaba estos días algunos capítulos ya terminados de su estudio al tiempo que una buena estudiante del Diploma en Arqueología que ofrecemos en la Universidad de Navarra, Luka García, avanzaba, bajo nuestra tutela, en un Trabajo de Fin de Grado sobre la imagen de la mujer, de esa perfectissima femina como, con las fuentes (Sen. Helu. 19, 4), la ha llamado el sensacional e inexcusable trabajo de Milagros Navarro (Perfectissima femina. Femmes de l'élite dans l'Hispanie romaine, Burdeos, 2017: ver reseña aquí), en el distrito de la colonia Caesar Augusta. La indiscutible actualidad del tema, de larga tradición historiográfica -como ha resumido con acierto un delicioso volumen de la Editorial Síntesis (MAÑAS, I., Las mujeres y las relaciones de género en la antigua Roma, Madrid, 2019)- y cierta preocupación respecto de cómo éste se está enfocando, en la investigación y, también, socialmente, han inspirado la elaboración de esta entrada, hace tiempo planeada pero que el trabajo intenso académico de los últimos meses ha ido retrasando.

En 2019, en la Semana Romana de Cascante dedicada al asunto de la mujer romana (Feminae maximae: aproximaciones miradas al papel de la mujer en la Roma antigua), ya tuvimos la ocasión de hacer notar (puede verse la conferencia en este vídeo, a partir del minuto 14:31) cuál era la imagen que las fuentes romanas clásicas demandaban de la mujer de su tiempo, cuáles los domestica bona -como aparecen citados en la célebre inscripción de la laudatio Turiae (ILS 8393)-, es decir, las "buenas cualidades domésticas" que se esperaban de las féminas de hace 2.000 años. Eso mismo, no sin sorpresa de algunos, repetimos el pasado mes de diciembre -de 2021- cuando fuimos invitados a participar en un encuentro del meritorio grupo Past Women/Historia Material de las Mujeres celebrado -en torno a la cuestión de las mujeres, la Arqueología y los Museos (ver programa aquí)- en el Museo de Navarra, de Pamplona (puede verse, también, el vídeo, aquí, a partir del minuto 56:33). La conclusión es clara: los textos clásicos -muchos de ellos aparecen recogidos en la selección de fuentes que realizamos para ilustrar la primera de las dos conferencias citadas, y pueden verse traducidos en las diapositivas que la acompañaron- retratan a una mujer dotada, cuando menos, de las cualidades que se ensalzan en el elogium de Turiae, en el documento antes citado (col. 1, ll. 30-31) fechado en el 19 a. C.: pudicitia ("recato"), obsequentia ("disposición"), comitas ("hospitalidad"), facilitas ("afabilidad"), lanificii studium ("destreza con la lana"), cultus modici ("de vestir sencillo") y ornatus non conspicendi ("no preocupada por el lujo") -el mismo que, precisamente, habría motivado, con su prohibición por el Senado, la primera gran revuelta de mujeres ("escrache", se le ha llamado) con consecuencias legislativas en la Historia de Roma, en el 195 a. C. (ver contexto y motivos, así como los textos que transmiten la noticia en este reciente artículo de Alicia Valmaña). Esa secuencia de epítetos se encuentra, con más o menos variantes, en algunas inscripciones del catálogo epigráfico de Occidente como AE 2011, 1646 de Ammaedara, en la Proconsularis africana, en la que se ensalza a una mulier frugalissima castissima obsequentissima, de la que tomamos el título de este post.

Y esa imagen de la placa hoy conservada en el Museo Nazionale Romano, en Roma y cuyo modelo 3D enlazábamos más arriba gracias a nuestro trabajo para el proyecto de Europa Creativa "Valete vos viatores", lejos de ser un espejismo de la renovación moral de los comienzos del Principado, se repite en otros textos a lo largo y ancho de la Roma imperial, obviamente, textos que forman parte del corpus de textos latinos que han llegado a nosotros, claro está. Difícil es escribir la Historia a partir de textos inexistentes, como más adelante explicaremos y menos hacerlo sólo porque el contenido de éstos nos resulte hoy chocante o anacrónico. Plinio, por ejemplo, alaba la fecunditas ("fecundidad") de la mujer (Plin. Ep. 4, 15, 2-4), recordaba (Paneg. 83, 5-8) que la decus ("dignidad") y la gloria ("fama") del marido dependían, en gran medida de la contribución a aquéllas que realizara la esposa, en el mismo pasaje ensalzaba la sanctitas femenina ("pureza de costumbres") y la capacidad de la mujer casada de mostrarse obsequens ("sumisa al marido") y hasta calificaba a las matronae de feminae maximae ("mujeres excelsas)" (Ep. 7, 19, 4-8) en el mismo pasaje en que recordaba la necesaria castitas ("pureza"), grauitas ("gravedad"), constantia ("firmeza") y iucundia ("encanto") de las mujeres a las que colocaba como exempla fortitudinis ("ejemplos de fortaleza de ánimo"). Y lo cierto -y quizás lo sorprendente- es que, lejos de quedarse esas cualidades en el plano literario, parece que aquéllas eran también estimadas por las mujeres del común y por sus padres, esposos e hijos cuando les rendían homenajes póstumos, epitafios incluso cuándo éstos florecían en ámbitos del interior, incluso rurales, separados del eco de los discursos oficiales de la Literatura Latina (ver al respecto los solventes trabajos, en castellano, de Carmen D. Gregorio Navarro -autora de una Tesis doctoral titulada Estudio de la mujer a través de los epitafios. Rituales y honores funerarios en la colonia Tarraco, Universidad de Zaragoza, 2016- y de la citada Laura Díaz). Así, por ejemplo, en la Hispania Citerior hay 11 ejemplos de inscripciones en las que se ensalza a las mujeres -especialmente esposas- como obsequentissimae y 28 en que se destaca su condición de sanctissimae -a veces acompañada del adjetivo castissima- y son muy abundantes -más, de hecho- aquéllos en los que se ponen en el centro del recuerdo femenino otras cualidades como amantissima ("amable"), dulcissima ("dulce"), fidelissima ("fiel") o pientissima ("piadosa") con 8 -que incluyen no sólo a uxores, también a filiae y amicae-, 64, 9 y 273 casos respectivamente. 

Parece evidente, por tanto, que existía un ideal nítido de lo que se esperaba de una mujer en una sociedad pre-industrial y tradicional como -parece que ahora nos extrañamos de ello- era la romana, por más que ésta forjase uno de los mayores Imperios que haya conocido la Historia. Sin embargo, en publicaciones de síntesis sobre la cuestión -en concreto en la recomendable de Irene Mañas arriba citada que, aporta, además, una sensacional antología de textos (pp. 189-204)- a la hora de explicar ese ideal, tanto el aristocrático como el que ofrecen las inscripciones vinculadas a sectores sociales de lo más heterogéneo -incluyendo poblaciones caracterizadas por su estigma servil- se afirma que, incluso cuando la voz de las mujeres -como comitentes o como destinatarias y receptoras de esos documentos epigráficos- se deja escuchar, en realidad ésta -y su contenido- son sólo el resultado de "características y experiencias (...) definidas desde visiones y relatos masculinos de las élites sociales urbanas" (p. 17) y que, por tanto, dichos documentos exhiben "opiniones y concepciones (...) alineadas dentro de las mismas coordenadas sociales y revelan perspectivas semejantes en la autopercepción que estas mujeres tienen de su papel social" (p. 18). Sobre esas fuentes -siempre consideradas como uno de los caudales informativos más objetivos sobre el mundo romano- se dice, también que lo que en ellas se muestra se trata de "discursos de género sólidamente asentados en la cultura romana, que sitúan en el centro del sistema al ideal de la matrona romana" (p. 24). A renglón seguido, sin embargo, se afirma que "es importante destacar que las mujeres romanas no se sintieron parte de un colectivo femenino que las englobase, sino que probablemente se considerarían más representadas por la noción determinante del orden social que organiza la visión del mundo y determina de manera inevitable el destino de los individuos en el mundo antiguo" (p. 22). Por tanto, por un lado se declara -con abundante y recomendable bibliografía- que nuestra visión de la mujer romana -que, en definitiva, es la que transmiten las fuentes-, incluso cuando es ella la que lleva la iniciativa en la documentación, es sólo consecuencia del influjo masculino pero, por otro, se declara que la mujer no se sintió parte de un colectivo "de género", como podríamos denominarlo hoy. 

A nuestro juicio, miradas de ese tipo, favorecidas por una mainstream presentista demasiado preocupante, generan no pocos problemas. Aunque, como se indica en un excelente capítulo del volumen ("Las mujeres y el espacio público", pp. 39-54 y se demuestra también en el libro antes citado de Milagros Navarro), hubo una notable presencia de la mujer de la elite en la imagen propuesta socialmente en las ciudades de Occidente -tanto que, efectivamente, "las mujeres pasaron a formar parte esencial de la identidad cívica" (p. 48)-, parece que hoy en día, en la investigación histórica sobre el tema, hay que poner un empeño -quizás imposible- en subrayar que la mujer quedaba fuera de la esfera pública de Roma, que era invisible y que, por tanto, como historiadores, nuestros esfuerzos han de orientarse a hacer visible un tipo de mujer que -desde luego- no parece que sea el que se veneraba en Roma todo porque, acaso, el que la aristocracia romana articuló hoy nos parece anticuado, machista y retrógrado lo que, en definitiva, no deja de ser un juicio apriorístico de nuestro tiempo. De acuerdo en que como historiadores hemos de intentar poner el foco en arrojar luz a "las transgresiones profundas al modelo ideal (...) (magas, envenenadoras, prostitutas, adúlteras, actrices, mesoneras, borrachas, ambiciosas..." (p. 24) de mujer antes descrito pero quizás no parece muy oportuno, en nuestro tratamiento de las fuentes, retorcer éstas al máximo afirmando que son, todas ellas, "relatos de las élites" (p. 21) como si, efectivamente, ese tipo de relatos -en el caso de las fuentes epigráficas de los sectores más desfavorecidos y corriente de la sociedad- hubieran tenido capacidad de ser asumidos por poblaciones apartadas de los circuitos culturales dominantes. ¿Realmente creemos que cuando un viudo homenajeaba a su mujer difunta aplicándole una serie de adjetivos que glosaban sus domestica bona estaba, sencillamente, mostrando un ideal aceptado socialmente y no la realidad de las uirtutes de su esposa o, incluso, las que habría valorado que tuviera y, seguro, ejerció en ocasiones, aunque no fuera perfecta? ¿Acaso no será más fácil reconocer que, efectivamente, en el mundo romano, se admiraba un ideal de mujer que hoy nos parece superado -o que algunos se empeñan en mostrar superado- pero que, entonces, era el que resultaba satisfactorio y se consideraba ejemplar que intentar empeñarnos en tratar de evidenciar que lo que las fuentes nos cuentan es sólo un espejismo consecuencia de los dictados de una sociedad machista y patriarcal, aristocrática y conservadora como la romana? ¿No hacemos eso también cuando valoramos las conquistas de la mujer en las últimas décadas y les atribuimos el mérito y el realce que éstas merecen precisamente porque contribuyeron a cambiar una tendencia histórica de exclusión y apartamiento de las esferas de decisión? ¿No estamos, acaso, forzando la cuestión sencillamente porque los discursos de género resultan ahora atractivos social y, también, políticamente, y hay que aplicarlos a cualquier investigación y por que nos resulta chocante lo que los varones admiraban en las mujeres? Desde estas líneas reconocemos que no tenemos respuesta para estas cuestiones que dejamos aquí porque, sencillamente, nos resultan inquietantes y, por tanto, nos preocupan. 

En una sensacional entrevista difundida por El Confidencial hace apenas unos días, el Catedrático de Historia Contemporánea de nuestra Universidad, Pablo Pérez, afirmaba "con el pasado se es totalmente intransigente porque no se parece a nuestro modelo actual (...) Para cualquiera que conoce un poco la historia humana esto es infantil y ridículo. Somos los descendientes de esos hombres y mujeres que ahora denunciamos (...) Conocer la historia presupone el deseo de comprender otros tiempos, y hay que subrayar lo de otros para entender que el anacronismo es incompatible con el conocimiento histórico: si pretendes imponer tu criterio al pasado tu intolerancia desde el presente te incapacitará para conocer el pasado". Mucho nos tememos que algo de esto se está atestiguando en este, en cualquier caso, apasionante tema, inevitablemente de moda en la investigación en Historia Antigua.

NVNTIA VETVSTATIS

 

[Artículo publicado en La Razón el pasado 2 de marzo, también en versión digital, aquí; el que cierra la entrada, publicado con fecha 3 de abril, puede leerse en red aquí y constituye un resumen de las reflexiones que aquí se comparten]

Aunque el tiempo vuela, hace apenas unas semanas celebrábamos, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, la fiesta, adelantada, de nuestro patrón, San Isidoro de Sevilla. Si el año pasado contamos para la lección magistral del acto académico central de ese día con la escritora y ensayista Irene Vallejo, este año nos honró con su presencia el profesor Juan Arana, Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla que hizo una encendida defensa del valor de las Humanidades de igual modo que Irene Vallejo había hecho el año pasado una sensacional apología del legado escrito del mundo clásico. En la parte final del citado acto uno de nuestros mejores alumnos, Javier Larequi, pronunció unas hermosas palabras en representación de quienes, como él por sus estudios en el Grado en Historia y Periodismo, recibieron ese día el Premio Extraordinario de fin de Grado. En esas palabras -enlazadas más arriba y absolutamente recomendables- señaló con preocupación el "presentismo" con que -vaciándolas de contenido- se está mirando a tantas facetas y episodios de la Historia en este tiempo, algo que había denunciado, no hacía muchas semanas, la Real Academia de la Historia a propósito de la posición de la Historia, y en particular, de la Historia de España, en la nueva propuesta de la Ley de Educación, la Ley Celaá, que hace apenas unos días ha sido aprobada en el Consejo de Ministros. Unos días antes de la celebración del patrón, enviábamos a La Razón, para su exitosa serie en defensa de la Historia de España, el artículo que corona este post y que, inspirado en el libro El mundo clásico, ¿por qué importa?, de Neville Morley, denunciaba el vaciado de contenidos de que están siendo objeto, apenas en la redacción del proyecto de ley -ya aprobado por el Consejo de Ministros-, conceptos como el de la democracia al que tanto se apela como valor principal para justificar una atención a la Historia de España exclusivamente en clave de Historia Contemporánea un asunto sobre el que ya compusimos, no hace mucho, otro post en Oppida Imperii Romani en el que mostrábamos el triste futuro al que esto puede conducir respecto de la formación de los futuros universitarios.

La situación es realmente preocupante y -como se ha encargado también de señalar, con bastante acierto y, sí, trabajando a fondo el Real Decreto de la Ley, El Mundo- llama la atención y preocupa a cualquiera que, conocedor de la Historia de España y amante de las Humanidades, compare el currículo actual (aprobado en 2015) con el que, para Bachillerato, por ejemplo, va a implantar la nueva LOMLOCE. Al margen de los datos numéricos que dábamos en nuestro artículo de La Razón -que corona esta entrada- y que, es cierto, son apenas cuestiones cuantitativas pero dicen mucho de los valores que, realmente, inspiran el proyecto de ley, desde un punto de vista pedagógico, metodológico y programático las dos son dos propuestas legislativas totalmente distintas en cuya comparación queremos aquí profundizar, si cabe, un poco más con el ánimo de seguir levantando la mano contra una reforma a la que, en lo que respecta a la Historia, cuesta encontrarle sentido pedagógico y propedéutico alguno (a este respecto recomendamos la entrevista a Alfredo Alvar, publicada por La Razón a la par que el texto que citamos en segundo lugar en el encabezamiento de esta entrada). Lástima que esta entrada llegue demasiado tarde una vez que ya no hay marcha atrás respecto de la ley. Y resulta más lamentable que esto sea así una vez que, como hicimos constar en un post anterior, no hemos sido, ni mucho menos, los únicos en alzar la voz contra el inquietante atropello que, para la enseñanza de la Historia, ésta supone. La comparativa que trazamos a continuación, de hecho, extiende la que, sucintamente -por razones propias del formato de la publicación en prensa-, acogió en otro artículo de opinión, de fecha 3 de abril el diario La Razón, que enlazamos aquí. 

La ley vigente hasta la fecha mantenía la Historia de España como troncal en cualquiera de los itinerarios, Ciencias, Humanidades y Ciencias Sociales y Artes, y como asignatura ubicada en el último curso de Bachillerato. En la sección relativa a esta asignatura en la citada ley, el encuadre metodológico de la materia arrancaba -en el primer párrafo y antes de entrar a justificar los contenidos escogidos, desde la Prehistoria hasta la Historia Reciente- con una encendida y ejemplar reivindicación del estudio de la Historia -y, en particular, de la Historia de España- basada en su papel "esencial para el conocimiento y comprensión no sólo de nuestro pasado sino también del mundo actual", en "su carácter formativo ya que desarrolla capacidades intelectuales propias del pensamiento abstracto y formal tales como la observación, el análisis y la interpretación, la capacidad de comprensión y el sentido crítico" y en que "contribuye decisivamente a la formación de ciudadanos responsables conscientes de sus derechos y obligaciones, así como de la herencia recibida y de su compromiso con las generaciones futuras". Sin embargo, en el proyecto de Real Decreto que acaba de aprobarse la Historia de España aunque se mantiene como común en todas las modalidades de Bachillerato -también en segundo curso- se justifica de un modo diferente, aunque parezcan diferencias exclusivamente de matiz. Así, el "análisis del pasado" -como, con acierto, se define a la Historia- en tanto que el estudio "de las experiencias individuales y colectivas de las mujeres y hombres que nos han precedido constituye una referencia imprescindible para entender el mundo actual". Se afirma, también, que la Historia de España "conforma un rico legado que se debe apreciar, conservar y transmitir como memoria colectiva de las generaciones que nos han antecedido y como fuente de aprendizaje para las que nos van a suceder", se insiste en que con la Historia "se toma conciencia de los factores que condicionan la actuación humana (...) las identidades, las creencias, las ideas y las propias emociones" y, en lo que quizás es más preocupante de todo lo puesto negro sobre blanco en el proyecto de ley -no en vano nos parece constituye el pilar que explica la cancelación que realiza la propuesta de ley de todo aquello que no sea Historia Contemporánea- se apuesta por una "concepción dinámica (de la Historia) condicionada por temas que despiertan interés en la comunidad académica y que la sociedad considera relevantes"

Para la ley de 2015, la Historia es "conocimiento y comprensión", para la propuesta actual la Historia es sólo "análisis". Para la ley Wert, la Historia era útil para entender "no sólo nuestro pasado sino también el mundo actual". Ahora, sencillamente lo es "para entender el mundo actual" como si el análisis del pasado, por el mero deseo de conocerlo, no tuviera atractivo alguno o no debiera figurar en la misión del historiador. Para la ley en curso, la Historia tiene un "carácter formativo" vinculado al "pensamiento abstracto" y, por tanto, netamente hermenéutico, basado en la crítica de las fuentes y en el clásico método heurístico que, sin duda, sirve como método de trabajo para otras disciplinas humanísticas y científicas. Aunque la propuesta de ley ahora aprobada incide en la "metodología histórica" y en el "rigor científico", al final, parece que la Historia queda reducida a una "memoria colectiva de las generaciones" sin que la "actitud crítica hacia las fuentes" o la "valoración del patrimonio cultural e histórico" -que se citan como "valores y hábitos de comportamiento" propios de los estudiantes que se enfrentan a la materia- parezcan jugar ahora papel alguno. Eso, además, se acentúa cuando se insiste en esa "concepción dinámica" de la Historia que, como la propia propuesta explica, no es algo muy alejado a declarar que la Historia debe atender sólo a aquellos asuntos que "la sociedad considera relevantes" restando valor de objeto histórico a todo aquello que, socialmente, no resulte interesante o sugerente y eliminando, por tanto, de un plumazo, la objetividad del historiador anteponiendo la "memoria colectiva" y el "relato" al verdadero ejercicio del historiador. Si, en el decurso de las civilizaciones, sólo los grandes temas hubieran despertado la curiosidad y el trabajo de los historiadores, nuestro conocimiento del pasado sería hoy muchísimo menor del que es. Parece claro que la visión de la Historia que tienen los ideólogos de esta propuesta legislativa es, sencillamente, la de una Historia al servicio de, justamente, los valores que, como copiábamos más arriba, se convierten, a juicio de ellos, en grandes motores de la Historia, "identidades, creencias, ideas y emociones". De ese modo, donde esas realidades son fácilmente sondeables a partir de las fuentes disponibles, hay Historia o, al menos, hay una Historia que interesa y que renta socialmente y que es la que compensa enseñar a nuestros jóvenes. Sin embargo, donde esos temas son, por nuestra escasez de testimonios o nuestra lejanía en el tiempo, más difíciles de sondear -y nuestra investigación se hace, seguramente por ello, más apasionante, por ejemplo en la Antigüedad Clásica creadora de todos esos conceptos y que reflexionó sobre ellos, como ya demostramos en un post anterior de este blog-, la Historia no merece la pena que sea estudiada, que sea recordada. Eso explica, claramente, la cancelación de casi veinte siglos de Historia, en lo que a la enseñanza de la Historia de España respecta donde parece que nada es reseñable antes de 1812. Que, a renglón seguido, en el articulado de la nueva ley, se afirme que lo que se busca en la materia de Historia de España es que, a través de su estudio, el alumno pueda "ejercer el conjunto de valores cívicos que enmarca la Constitución" y que "el aprendizaje de la Historia de España" debe dotarse de un sentido práctico "relacionado con el entorno real del alumnado" resulta ciertamente doloroso una vez que, con la selección de temas desarrollada y la cancelación de algunas de las páginas más gloriosas de la Historia de España -y de las que más nos han configurado como nación- se está afirmando que aquéllas son ya historias antiguas, vetustas -por emplear un término de más transparente raíz latina por razones que pronto descubrirá el lector- sin influencia ninguna en el presente y, lo que es más grave, alejadas del "entorno real del alumnado" que, sin embargo, y como anotábamos en un artículo anterior en La Razón, devora novelas, videojuegos, películas y recursos de entretenimiento ambientados en siglos muy anteriores a los de la contemporaneidad. 

Lejos queda esta netamente presentista y radicalmente utilitarista concepción de la Historia de la que tuvieron sus fundadores grecorromanos, los primeros auténticos historiadores y mal hacemos en ignorarlos e ignorar sus reflexiones como mal futuro espera a una sociedad democrática e igualitaria que, en sus leyes educativas, arrincona las enseñanzas de los clásicos grecorromanos, creadores de la democracia, y olvida los valores del humanismo cristiano, responsables de las mayores cuotas de igualdad que el mundo haya conocido nunca, mensaje fundamental del artículo que encabeza este post. Así, y sin ánimo de exhaustividad, para el griego Heródoto, el objetivo fundamental de la Historia era "evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y las notables y singulares empresas realizadas queden sin realce" (Hist. 1, 1) pues la Historia era, en el mundo antiguo, esencialmente, contemplación de los erga megála, como dice aquí Heródoto -las "grandes hazañas"- y, también, nuntia uetustatis, "proclamación de las hazañas antiguas", como escribió, en frase bien conocida junto a las cualidades de la Historia -entre otras- como magistra uitae o lux ueritatis Cicerón (De or. 2, 36) orientada, además, a la inmortalidad del pasado. El estudio de la Historia, y su relato mismo, su contemplación, su conocimiento en profundidad, era para Tucídides de Atenas un "bien para siempre" (Thuc. 1, 21, 1) si estaba orientado a "tener un conocimiento exacto de los hechos del pasado y de los que en el futuro, serán iguales o semejantes", no de aquéllos hechos del pasado que tienen un parecido con la parte del presente que nos interesa reivindicar o que la sociedad considera sugerentes. No en vano, algo más tarde, en el siglo II d. C., Luciano de Samósata afirmaba, duramente, que "escribir Historia con la mirada en el presente para que te alaben y honren los contemporáneos" (Luc. 9, 61) era practicar una "Historia injusta" (Luc. 9, 63) una vez que lo que aquélla debía conseguir era, según afirmación de Polibio"dilucidar la estructura general y total de los hechos ocurridos" (Polyb. 1, 4, 3) a partir del "conocimiento de los hechos pretéritos" que Polibio calificaba como una enseñanza para la que no existía "otra más clara" (Polyb. 1, 1) (parte de estas reflexiones sobre el sentido de la Historia en los primeros historiadores clásicos pueden encontrarse en esta vieja publicación nuestra de hace algunos años). 

Queda claro, por tanto, si miramos a los clásicos y su concepción de la Historia, en la que bebieron los primeros historicistas y positivistas del siglo XIX, que la Historia debe estudiar todo el pasado, no sólo parte de él y, por ello, no podemos hurtar a nuestros jóvenes -y menos en los cursos decisivos de su formación como ciudadanos responsables, libres, universitarios, humanistas- parte de ese pasado en aras de un criterio sencillamente presentista y -lo que es más doloroso aun- absolutamente político e ideológico. Si es responsabilidad de los historiadores recordar lo que la sociedad quiere olvidar, es nuestra responsabilidad, especialmente ahora -es, de hecho, nuestra obligación- denunciar aquello que, como sociedad, se quiere que olvidemos, o, mejor dicho, que nuestros jóvenes no aprendan y, de ese modo, no puedan transmitirlo como patrimonio nacional e identitario global a las generaciones venideras.



PÓLEMOS BÍAIOS DIDÁSKALOS


[Escena de combate hoplítico en el vaso de Chigi, Museo Nacional Etrusco de Villa Giulia, en Roma]

Hace exactamente dos años, con la irrupción de la pandemia del Covid-19 y con el primer gran y estricto confinamiento, Oppida Imperii Romani, en al menos tres de sus entradas, hizo hablar a los textos antiguos, y muy especialmente a Tucídides, a los Scriptores Historiae Augustae y a Amiano Marcelino, a propósito de cuestiones que, en aquél momento, resultaban de actualidad: las pandemias en la Antigüedad ("Tanta pestilentia"), la necesidad de "quedarse en casa" para proteger el Estado y la salud pública ("Tén pólei phylásein"), y la propia extensión y difusión de una epidemia, como la del coronavirus, venida del Este, la célebre "peste de Atenas" ("Eidos tés nósou") relacionada, de hecho, con el acontecimiento que vuelve a aparecer en este post que arranca en estas líneas. En estos días, ante la irrupción de la guerra en Ucrania, una interesante reflexión del blog de mi buen amigo Joaquín Latorre -muy vinculado a su sensacional actividad de divulgador del mundo clásico romano en Los Bañales- y, también, la redifusión de un sugerente artículo publicado en La Vanguardia en 2016 por Josep Maria Ruiz Simón, nos hizo recordar que, una vez más, el primero de los autores citados y el que, seguramente, fue el más grande historiador del mundo griego, Tucídides podía aportarnos una singular mirada a la dureza de la guerra a partir de uno de los pasajes que, seguramente, constituya uno de los más claros alegatos antibelicistas de la literatura clásica ésa que, como hemos visto aquí en anteriores y también en recientes entradas -especialmente "Flexamina oratio"- dejó muy pocos temas de los que nos preocupan hoy sin reflexión. 

El contexto de las palabras de Tucídides resulta bien conocido aunque quizás no tanto como el episodio que, en Corcira -la actual Corfú-, constituyó, en el 431 a. C., uno de los casus belli -aitíai o "pretextos" en la singular terminología causal de Tucídides- de las guerras del Peloponeso (I, 24-45). Hablamos de la llamada guerra civil de Corcira, en el año 427 a. C. Se trató de un conflicto entre demócratas y oligarcas -como lo fue, en esencia, la guerra en que el episodio se inscribió- motivado porque estos últimos querían cambiar de bando, haciendo que la pólis de Corcira desertase de la liga de Atenas y se uniera a Esparta, un conflicto que, prácticamente, acabó por partir en dos la ciudad, situación que fue aprovechada por los dos contendientes de las guerras -Atenas y Esparta- para intervenir en la isla en parte movidos, sobre todo los primeros, por su afán de trasladar la guerra hacia Occidente, implicando también a Sicilia (para su sentido, desarrollo y papel en el contexto de la guerra del Peloponeso puede verse FORNIS, C., "La stásis de Corcira (427-425): trasfondo social y marco geopolítico", Florentia Iliberritana, 10, 1999, pp. 95-112 o, entrando más en los procedimientos políticos, el trabajo de SANCHO, L., "El démos y la stásis en la obra de Tucídides", Ktema, 15, 1990, pp. 195-215). La reacción del pueblo corcirense contra los oligarcas partidarios de Esparta acabó en una brutal represión, acaso de las más terribles del largo conflicto que cerró el clasicismo griego y sobre cuyas consecuencias para la mentalidad griega hablábamos, no hace mucho, en uno de los vídeos de Historia de Grecia de nuestro canal de YouTube. La guerra -la stásis- de Corcira podría decirse fue, casi, una "miniatura", un "paradigma" (PLÁCIDO, D., "De la muerte de Pericles a la stásis de Corcira", Gerión, 1, 1984, pp. 131-143, p. 140) de la esencia misma de la guerra del Peloponeso, un cruce de intereses económicos, de tensiones históricas y de disputas políticas aparentemente irreconciliables que, como escribió Tucídides respecto de los lacedemonios, "obligaron (a los griegos) a luchar" (I, 23, 6). Veinticinco siglos después, esos elementos siguen estando detrás de las guerras modernas...

Es a propósito de lo allí acaecido que Tucídides calificó a la guerra de "maestra severa" o de "maestra de violencia" como puede traducirse la expresión pólemos bíaios didáskalos (III, 82, 2) que da título a este post. No olvidemos que, para Tucídides, a propósito del objeto de su trabajo histórico, al juzgar la guerra peloponesia, afirmó que "nunca tantas ciudades fueron tomadas y asoladas, unas por los bárbaros y otras por los mismos griegos luchando unos contra otros (...) nunca tampoco había habido tantos destierros y tanta mortandad, bien en la misma guerra bien a causa de las luchas civiles" (I, 23, 2) añadiendo, además, que la desgracia de la guerra no vino sola sino acompañada de sequías, hambrunas y una epidemia de peste, "males (que) cayeron sobre Grecia junto con esta guerra" (I, 23, 3). Su juicio sobre la guerra, contagiado de su propia concepción del hombre, más dado al mal que a la virtud si la legislación no le empujaba a hacer el bien (LÓPEZ EIRE, A., "La revolución del pensamiento político de Tucídides", Gerión, 9, 1991, pp. 87-110, p. 90 a partir de III, 45, 3), sigue teniendo hoy una sobrecogedora perennidad. Ello, junto con la razón que se indica en la nota que cierra este post, nos ha llevado a componer estas líneas. 

Dejemos, en cualquier caso, que hable Tucídides (note el lector que se ha enlazado al texto griego de cada pasaje en la referencia, entre corchetes, al locus del mismo):

[1]. La aterradora espiral de violencia (y venganza) de las guerras

[III, 82, 2] "Muchas calamidades se abatieron sobre las ciudades con motivo de las luchas civiles, calamidades que ocurren y que siempre ocurrirán mientras la naturaleza humana sea la misma, pero que son más violentas o más benignas y diferentes en sus manifestaciones según las variaciones de las circunstancias que se presentan en cada caso. En tiempos de paz y prosperidad tanto las ciudades como los particulares tienen una mejor disposición de ánimo porque no se ven abocados a situaciones de imperiosa necesidad; pero la guerra, que arrebata el bienestar de la vida cotidiana (hyphelón tén euporían tou kath' jeméran), es una maestra severa, y modela las inclinaciones de la mayoría de acuerdo con las circunstancias imperantes".

[III, 82, 7] "Corresponder con la venganza era más deseable que evitar de antemano la ofensa. Y si alguna vez los juramentos sellaban una reconciliación, al ser pronunciados por ambos bandos para hacer frente a una situación de emergencia, tenían sólo valor de momento, dado que no contaban con más recursos; pero cuando se presentaba la ocasión, el primero que se armaba de valor, al ver indefenso al adversario, experimentaba mayor placer en la venganza por el hecho de violar la fe jurada que si hubiera atacado abiertamente; y en ello tomaba en cuenta no sólo su seguridad sino también el hecho de que triunfando merced al engaño conseguía como trofeo la fama de la inteligencia. Y es que la mayor parte de los hombres aceptan más fácilmente el calificativo de listos cuando son unos canallas que el de cándidos cuando son hombres de bien; de esto se avergüenzan mientras que de aquello se enorgullecen".

[2]. Mutación de valores en tiempos de guerra

[III, 82, 4 y 5] "Cambiaron incluso el significado normal de las palabras en relación con los hechos, para adecuarlas a su interpretación de los mismos. La audacia irreflexiva pasó a ser considerada valor fundado en la lealtad al partido, la vacilación prudente se convirtió en cobardía disfrazada, la moderación, máscara para encubrir la falta de hombría, y la inteligencia capaz de entenderlo todo incapacidad total para la acción; la precipitación alocada se asoció a la condición viril, y el tomar precauciones con vistas a la seguridad se tuvo por un bonito pretexto para eludir el peligro (...) En una palabra, era aplaudido quien adelantaba a otro en la ejecución del mal (tón melónta kakón), e igualmente lo era el que impulsaba a ejecutar el mal a quien no tenía intención de hacerlo".

[III, 83, 1-3] "Así fue como la perversidad en todas sus formas (kakotropías tas stáseis) se instaló en el mundo griego a raíz de las luchas civiles, y la ingenuidad, con la que tanto tiene que ver la nobleza de espíritu (tó eyethes), desapareció víctima del escarnio, mientras que el enfrentarse los unos contra los otros con espíritu de desconfianza pasó a primer plano; no había ningún medio para reconciliar a los contendientes, ni palabras suficientemente seguras ni juramentos bastante terribles; unos y otros, cuando tenían el poder, se hacían a la idea de que no había esperanza de estabilidad y se cuidaban más de precaverse contra cualquier contingencia que de llegar a confiar en la situación. Y los espíritus más mediocres triunfaban las más de las veces; porque por miedo a su propia limitación y a la inteligencia de los contrarios, temiendo a la vez resultar inferiores en los debates y ser superados en la iniciativa de las estratagemas por la mayor sutileza de ingenio del enemigo, se lanzaban audazmente a la acción".

[3.] Efectos y consecuencias perennes de las guerras

[III, 84, pasaje, en cualquier caso, considerado espúreo en la tradición tucidídea, véase The American Journal of Philology, 92-1, 1971] "Así, pues, en Corcira se dieron por primera vez la mayor parte de estas barbaridades (pollá proutolméthe), con todos los crímenes que hombres gobernados con insolencia más que con moderación por dirigentes que les habían mostrado el camino de la venganza podrían llegar a cometer como represalia; se dieron, asimismo, depravaciones que podían llegar a concebir contra toda justicia aquellos que deseaban librarse de su pobreza habitual, sobre todo cuando, movidos por las pasiones, ansiaban apoderarse de los bienes de sus vecinos; y atrocidades (apaideusía), en fin, que hombres que no actuaban por codicia, sino que se movían contra sus adversarios desde posiciones de igualdad, podían llegar a perpetrar, cruel e inexorablemente, al ser arrastrados por el desenfreno de su cólera a los excesos más graves".

En la transcripción de los textos, además de enlazarse a la versión griega del texto según la Perseus Digital Library, se han anotado entre paréntesis los términos griegos que el historiador de Atenas dedicó a la guerra, todos atinadísimos y no demasiado usuales en el lenguaje tucidídeo que, es evidente, quiso hacer aquí una descripción de los males de un conflicto civil. "Barbaridades", "atrocidades", "depravaciones", "perversidad en todas sus formas", en fin, todo lo opuesto al a "nobleza de espíritu" y, por tanto, la orientación a la "ejecución del mal" son términos extraordinariamente gráficos para entender cómo Tucídides vio la guerra y cómo la juzgaron la mayor parte de sus contemporáneos. Como él escribió, la guerra "arrebata el bienestar de la vida cotidiana". En ese objetivo de hacer de la Historia, de su Historia de las guerras del Peloponeso, una "adquisición para siempre" (I, 22, 4), Tucídides nos regaló una de las más espeluznantes -¡y atinadas!- miradas a la guerra con que nos ha obsequiado el mundo antiguo. Pocas definiciones son más espeluznantes que ésta. Una pena que ésta vuelva a vivirse, como se dice mucho últimamente, a las puertas de la vieja Europa. Ojalá que la eirené, la paz, habitualmente invocada en la iconografía vascular y estatuaria griega, reine pronto en Ucrania y acabe con la pesadilla que están viviendo miles de personas inocentes.



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NOTA.- Este post es, efectivamente, una mirada a la guerra de Ucrania desde la óptica del pensamiento clásico y una condena a su desarrollo y a quienes, también en el debate político actual, la secundan bien habiendo sido aliados de los secuaces de Putin en el pasado o siéndolo ahora bien con posturas titubeantes impropias de auténticos hombre de Estado. Pero estas líneas quieren ser, también, el homenaje a uno de nuestros maestros, el Profesor Carlos Schrader García, Catedrático de Filología Griega de la Universidad de Zaragoza, que nos dejó hace apenas unos meses (ver acertada y justísima necrológica en Ploutarchos, 18, 2021, pp. 114-115 firmada por otro de nuestros maestros, José Vela Tejada). Fue gracias a él -que, en realidad, se especializó en Heródoto, del que fue insigne traductor- que, cursando Filología Clásica en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza a mediados de los años 90 del siglo pasado, descubrimos a Tucídides y comprendimos la perennidad de su legado. Estamos convencidos que él habría empleado también estos pasajes aquí recogidos en días tristes y convulsos con los que estamos viviendo. Las traducciones recogidas proceden de la edición de la Historia de la Guerra del Peloponeso de la Biblioteca Clásica Gredos, a cargo de Julio Calonge (Madrid, 1990). Íntegramente en internet, a través del gran repositorio digital Internet Archive, están disponibles también la de Diego Gracián, de la Editorial Orbis (Barcelona, 1966), la de Antonio Guzmán Guerra, de Alianza Editorial (Madrid, 1989) y la de Francisco Rodríguez Adrados en Titivillus (s. c., 2021), las tres en un solo volumen. La lectura, si no completa, sí de parte de esta obra, resulta inexcusable para quien quiera considerarse amante del mundo clásico grecolatino. Los acontecimientos que vivimos en Europa en estas últimas semanas nos ofrecen una nueva oportunidad para ello.