[Mosaico romano con representación de la Musa Clío, Palazzo Massimo alle Terme, Museo Nazionale Romano, Roma]
Durante los días 13, 14 y 15 de marzo de 2025 tuvo lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra el II Congreso de Jóvenes Investigadores en Antigüedad "Roma Aeterna" que, bajo el horizonte "Ciudades, identidades y desarrollo urbano en Hispania (siglos I a. C.-II d. C.)" ha reunido a algo menos de medio centenar de jóvenes investigadores en materia de Historia Antigua, Arqueología Clásica y Recepción de la Antigüedad. Celebrado en el campus de la Universidad de Navarra el encuentro se detuvo también en la ciudad romana de Santa Criz de Eslava, en Navarra.
El encuentro, organizado por los doctorandos del Departamento de Historia, Historia del Arte Geografía de la Universidad de Navarra Javier Larequi, Javier Martínez Sarasate, Luka García y Fátima Rodríguez y con un Comité Científico del que formaron parte los profesores Alicia Ruiz, de la Universidad de Cantabria, Antonio Duplá, de la Universidad del País Vasco y Darío Bernal, de la Universidad de Cádiz daba continuidad a una primera reunión celebrada en 2015 en la Universidad de Navarra.
Nuestra participación en él, además de como anfitriones, se concretó en el dictado de la conferencia pórtico, inaugural, del encuentro, en la tarde del jueves 13 de marzo y que llevó por título "Sobre el oficio del historiador de la Antigüedad" y que precedió a los bloques sucesivos que acogieron las contribuciones presentadas por investigadores iunores en torno a las tres áreas temáticas del encuentro. Este post recoge, a continuación, el texto, debidamente corregido, adaptado y anotado para su presentación en Oppida Imperii Romani, de esa conferencia así como se ofrece, bajo estas líneas, el material gráfico de apoyo a la misma que nos exime de aportar citas concretas a determinados pasajes a que, en él, se aludieron.
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Querido Vicedecano de
Investigación, profesor Cobreros; queridos colegas catedráticos miembros del
Comité Científico profesor Duplá, profesor Bernal, profesora Ruiz; queridos
doctorandos promotores de este congreso y, como enseguida explicaré, verdaderos
artífices del encuentro, pese a lo que que se ha dicho en la presentación del
mismo; y queridos jóvenes investigadores, congresistas. Muchas gracias a todos
por secundar esta convocatoria y estar esta tarde y los próximos días con
nosotros en la Universidad de Navarra.
En 2015 un grupo de jóvenes
alumnos de máster -algunos entonces ya doctorandos- que trabajaban como
becarios en el yacimiento arqueológico de Los Bañales de Uncastillo (Zaragoza)
-que se ha convertido también en una suerte de cantera de jóvenes investigadores
que luego desarrollan sus carreras de investigación, en ocasiones en la que ha
sido su alma mater, en otras ocasiones recalando aquí en Pamplona-, propuso, en
el verano de ese año, la celebración de un encuentro, el Encuentro de Jóvenes
Investigadores en Arqueología Clásica, que llevó el título de Roma Aeterna [1].
Recuerdo que en la inauguración de ese encuentro el 22 de octubre de 2015 la
entonces decana de la Facultad, ahora Vicerrectora de Estudiantes, la profesora
Rosalía Baena comentó que delante del nombre del encuentro figuraba un “I”
argumentando que, seguro, habíamos pensado en la continuidad de la iniciativa.
Lo cierto es que la intención en principio no era esa, no pretendíamos que esa
reunión, de la que se cumplen ahora diez años tuviera continuidad, pero diez
años después aquí estamos en la segunda convocatoria del Congreso Roma Aeterna,
con una perspectiva un poco mayor que la exclusivamente arqueológica que
caracterizó el primero al incluir la presente edición también contribuciones
sobre Recepción de la Antigüedad y sobre Historia Antigua.
¿Eso porque ha sido posible?
Todos sabéis que estamos a punto de celebrar las idus martias, estamos en el
mes de marzo que es el mes que los Romanos dedicaban al dios Marte, pero que en
realidad por la muerte de César está muy vinculado a ese acontecimiento
histórico que forma parte de esa perennidad de Roma que, en su amable
presentación, ha señalado Luka García, doctoranda del comité organizador.
Quiero subrayar esto porque estamos en marzo, no en los saturnalia. Y ustedes
dirán ¿por qué el profesor Andreu habla de los saturnalia si nos había
prometido, como han visto en el programa, que iba a hablar del oficio del
historiador de la Antigüedad? Bueno ya saben que los saturnalia, que coincidían
con nuestra Navidad, con la segunda parte o los últimos 10 días del mes de
diciembre, además de ser una fiesta en la que los romanos se intercambiaron
regalos como hacemos nosotros, también eran una fiesta, en cierta medida, de
inversión social, en la que los siervos se convertían en amos y los amos se
convertían en siervos. Yo creo que los doctorandos de esta Facultad y, en
particular, los del área de Antigüedad viven en una permanente fiesta de los
saturnalia porque nos hacen trabajar mucho a quienes, en nuestra condición de
directores deberíamos, más bien, dedicarnos a gobernar, a “mandar”, si me lo
permitís. Pero no hay nada más satisfactorio para un maestro que tener una
escuela de discípulos que le ponga a trabajar incluso con resistencia, porque
yo a estas alturas del curso en las que el semestre avanza inexorablemente era
bastante reticente a tener un en mi complicada agenda un compromiso más. Pero
he de reconocer que me lo han puesto muy fácil porque han conducido y
organizado el coloquio ellos solos.
Yo inicialmente quería
sencillamente presidir la inauguración y no decir nada más, acaso sólo unas
palabras protocolarias, pero mis doctorandos no conformes con organizar este
congreso, en el culmen de la citada inversión de roles, decidieron que su
director tenía que hablar, que no podía ser que el profesor Andreu haya estado
hace poco en París, vaya a estar dentro de 10 días en Nueva York, dentro de un
mes y medio en esté Roma y que en su ‘casa’, la Universidad de Navarra, la
gente que viniera a un coloquio científico se quedase sin escucharme. Entre conforme y resignado ante su insistencia, asumí el reto de decir algo en este acto de apertura
del segundo encuentro Roma Aeterna y, para elegir el contenido de mi
intervención, se plantearon varias alternativas.
La primera alternativa era hablar
del proyecto parua labentia cuyo subtítulo inspira el horizonte temático de
este encuentro de jóvenes investigadores en Antigüedad. Pero sobre el proyecto
hemos publicado muchas cosas, porque viene también de un proyecto anterior,
consagrado al estudio de los labentia y parua oppida. El proyecto en curso
trata de estudiar las bases económicas de las pequeñas ciudades romanas, la
mayoría solo municipios a partir de la época flavia y que luego, en muchos casos, se convirtieron
en labentes civitates, en ciudades en dificultad. Me parecía que volver a
contar lo que estamos haciendo dentro de ese proyecto del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidad que tendrá dentro de dos años un resultado
editorial, no resultaba especialmente creativo ni me parecía un pórtico adecuado
al encuentro académico que abren estas palabras.
Los que me conocen saben que otra
opción era abordar la perennidad de la Historia Antigua y del legado de Roma,
alguna reflexión en torno a la utilidad, esa ophélima que decía Tucídides era
propia de la Historia [2] y sobre la que recientemente se han publicado algunas
reflexiones mías en la prensa nacional: en el diario ABC y, justo ayer mismo,
en el periódico La Razón. Pero me parecía que volver sobre eso, que también
está escrito, quizá tampoco resultaba especialmente inspirador.
Por eso entre las alternativas y a modo de divertimento, escogí el tema del que voy a hablar en estos próximos minutos. He de reconocer, porque parte de lo que voy a decir tiene que ver con escuchar a los maestros, que descubrí que podía hablar de ello gracias a una conferencia que tuvo lugar en la Universidad de Navarra, hace dos o tres semanas, a cargo del profesor Jordi Canal que se dedica a la Historia Contemporánea, es profesor de l'École des hautes études en sciences sociales, en París, y que habló precisamente de la escritura y de la narrativa en la Historia. Tras escucharle me decidí a que estas reflexiones de apertura dirigidas a historiadores de la Antigüedad, arqueólogos y gente que trabajáis en recepción de la Antigüedad debían girar en torno al sentido de la Historia, al oficio del historiador de la Antigüedad. Es decir, al sentido de la Historia en la Historia Antigua como marco cronológico de los autores que reflexionaron sobre la actividad histórica, pero también al sentido de la historia en los historiadores de todos los tiempos que se han dedicado a la Historia Antigua como disciplina científica. Esto es un poco peligroso porque todos sabemos que la reflexión sobre el sentido de la Historia muy romana no es y estamos inaugurando un encuentro llamado Roma Aeterna. Fueron más los griegos, incluso desde luego también los griegos que escribieron en época romana, los que se interrogaron por el sentido de la Historia. Así, por ejemplo, Heródoto que hablaba de que su verdadera función como historiador era conseguir que las acciones memorables de los hombres no cayeran en el olvido, también Tucídides que subrayaba que la Historia, que tenía que ser un saber causal, fuera de verdad una adquisición para siempre -como él decía con ese término tan preciso, ktéma- que oponía esta ciencia a la épica y a otros géneros literarios, o, en fin, Polibio que escribe ya en época romana y que afirma que la Historia es “el saber que mejor prepara para la vida política y para los cambios de fortuna” [3].
He dicho que el tema de la
Historia como disciplina y como conocimiento interesó al mundo antiguo pero
especialmente al mundo antiguo que escribió o en el marco de la Grecia antigua
o que, ya en época romana, lo hizo en lengua griega. Pero en época romana se escribió
prácticamente el, hasta donde yo sé, único manual de que disponemos sobre el
oficio del historiador. Se trata de un texto, que recomiendo leer, de Luciano de Samosata, que se escribe en el siglo II d. C. en un momento en el que la
Historia estaba en un profundo desprestigio [4]. Había un cierto descrédito del
servicio a la verdad histórica por parte de los historiadores y Luciano se
propone escribir cómo debe escribirse la Historia. Y lo cierto es que el
panorama que describe, si uno lo lee con atención, es bastante exigente. Así,
entre las perlas que nos ofrece Luciano de Samosata, se incluye que un
historiador tiene que tener inteligencia política, que tiene que tener además
capacidad de expresión y que tiene que dedicar a su profesión un esfuerzo continuado,
mucha capacidad de trabajo. Pero no se olvida de cuál es la fuente en la que
esos elementos se pueden desarrollar y apunta claramente a que ese esfuerzo
continuado debe descansar en una declarada imitación de los antiguos.
Ya en esa primera reflexión -y
esto me parece bastante actual- Luciano de Samosata insiste en que el historiador tiene que
escribir con libertad. Ya existía por tanto el peligro -que el presentismo
quizá ha venido a hacer de nuevo actual- de la manipulación de la Historia. El
historiador, en medio de esa amenaza, tenía que escribir sirviendo a la verdad
y tenía que escribir contando esa verdad y apoyándola con la mayor cantidad de
evidencias posibles, algo a lo que me referiré en la segunda parte de esta
intervención. A esos retos de evidencia, verdad y libertad Luciano de Samosata
añade también la necesidad de un método, de ser capaz de “ordenar con belleza
los acontecimientos y exponerlos con la mayor claridad”, en la medida de lo
posible, con un evidente sentido de utilidad y de trascendencia: escribir
pensando en las generaciones venideras, algo que me parece muy indicado para
quienes, como la mayoría de los que estáis aquí, estáis iniciando vuestra
aventura como historiadores. Subrayo que aunque estoy utilizando el término de “historiador”,
éste tiene un sentido amplio donde incluyo a los arqueólogos como historiadores
que son y también a los estudiosos de la recepción de la Antigüedad.
Como he dicho antes faltan
reflexiones propiamente romanas, hay alguna alusión en Tácito, también en Tito Livio [5],
pero son pequeñas pinceladas sobre el oficio de historiador. Como Luciano de
Samosata decía que hay que imitar a los antiguos, me parecía que la segunda
parte de mi intervención podría centrarse en ver cómo reflexionaron sobre el
oficio de historiador dos romanistas colocados, en su atención investigadora a
la Historia Roma, uno al principio y otro al final de la cronología de Roma
como estado de la Antigüedad.
El primero es el italiano Arnaldo Momigliano. Él obtuvo la cátedra en la Universidad de Turín pero como tenía
origen judío Mussolini le expulsó de Italia en 1936, recalando en la
Universidad de Oxford donde prestó servicios hasta 1975. De hecho es muy citada
la reseña que hizo en el Journal of Roman Studies de 1940 del The Roman revolution
del también profesor oxoniense Ronald Syme. Después de 1975 ejerció en la Scuola Normale Superiore de Pisa,
ya de vuelta en Italia. Sus intereses investigadores tuvieron mucho que ver con
el final del mundo helenístico y con la Roma arcaica sobre la que publicó un
libro en 1989 y en general sobre la historia inicial de Roma. Especialmente
célebre es la Storia di Roma que compuso en los años ochenta en compañía de
Aldo Schiavone y de la que luego diré algo.
El otro investigador es Henri Marrou, de la escuela francesa y que fue profesor de L´École normale supérieure
que es donde se forman los funcionarios de la élite francesa, una institución,
por tanto, de muchísimo prestigio, historiador que acabó ocupando la Cátedra de Historia
del Cristianismo en la Universidad de la Sorbona, en París, siendo
especialmente conocido por sus trabajos sobre la figura de Agustín de Hipona.
Si de Momigliano las reflexiones sobre el sentido de la Historia Antigua y de
la labor de la historiador proceden sobre todo del libro de 1984 Sui fondamenti
della storia antica, las de Marrou, mucho más extensas, proceden de un volumen
original de 1954 y traducido al menos en la edición más conocida al castellano
en 1968, Sobre el conocimiento histórico [6]. He elegido a estos dos historiadores
de la Antigüedad, Momigliano y Marrou, porque uno abre la historia de Roma o la
historiografía sobre la Roma antigua -dado su interés en el arcaísmo romano- y
otro -al estudiar la tardoantigüedad- la cierra, pero en realidad podía haber
elegido -y recomiendo al respecto un excelente volumen que coordinó
entre otros el profesor Duplá [7]-, a Edward Gibbon a Jacqueline de Romilly, a Géza Alföldy, al ya citado Ronald Syme, en fin autores
con los que todos los que nos dedicamos a la Antigüedad estamos en absoluta deuda,
y a los que es muy bueno volver como elemento de inspiración constante,
recurrente.
¿Qué nos dicen Marrou y Momigliano
sobre la Historia? Marrou subraya, en primer lugar, que la Historia y en
particular la Historia de la Antigüedad, nace del orden, de la capacidad de
descubrir la longue durée, la “larga
duración”; de la atención, por tanto, a los procesos y de un claro compromiso
con la estructura histórica, con descubrir, como decía también Polibio, qué hay
de permanente en los acontecimientos que van y vienen a lo largo del tiempo.
En esta situación, también
actual, de cierto descrédito de la Historia, que alguien diga que hay que
pensar en los procesos, quizá nos puede avocar a una especie de historiografía
woke en la que traigamos al escenario académico lo que conviene, silenciemos lo
que no conviene y hagamos, en definitiva, una Historia que cancele episodios y
que se convierta en una historia superficial. Contra ello, la clave, el
antídoto para eso, la regla del juego básica en el estudio de la Historia
Antigua nos la recuerda Mommigliano cuando dice “se non ci sono documenti, non
c`é storia”, “si no hay documentos no hay Historia”. El historiador de la
antigüedad tiene que sentir veneración por los documentos antiguos sean de la
naturaleza que sean. Por eso es muy
satisfactorio que parte de las reflexiones que se van a presentar en el marco
de este II Encuentro de Jóvenes Investigadores en Antigüedad nazcan del
análisis de materiales, de textos y, por tanto, muy pegadas a la documentación.
Lógicamente cuando hablamos de
Antigüedad a veces tenemos el prejuicio de que se puede decir poco nuevo sobre
las fuentes propias del historiador que se ocupa de este periodo antiguo pero
el propio Henri Marrou nos recuerda que el reto del historiador, si de verdad
quiere ser un “gran historiador”, es el de no dar nunca ninguna fuente por
agotada, mirar siempre con ojos nuevos y con miradas nuevas al mismo material,
a ese mismo material que miraron nuestros maestros, que nos dan ese espejo
metodológico esa vía de la imitación cómo recordaba, ya lo vimos, Luciano de
Samosata. De hecho Momigliano y Schiavone en el volumen primero de la Storia di
Roma que antes cité, argumentan que el éxito de Roma como tema de estudio, esa
Roma Aeterna, descansa en que se ha revisitado prácticamente desde el
Renacimiento. En cada generación, y siempre, ha habido una manera de ver la
Historia romana, que lógicamente ha sido diferente porque se han analizado
documentos desde prismas distintos y en épocas también distintas. Esa
veneración del documento es tan decisiva que el propio Marrou afirma que en
realidad los documentos, las fuentes, no son medios sino que se pueden y deben
convertir en fines, no son sólo parte de ese pasado sino que, como él dice, son
el mismo pasado. Un material arqueológico, una inscripción, una reflexión que
articula una mirada diferente al pasado en el pasado, son parte también de ese
pasado algo que también en cierta medida decía San Agustín -al que antes
citábamos- cuando hablaba de que en realidad el pasado se escapa de las manos [8].
Porque al final acaba siendo superado en cada instante por el presente.
Si los objetos de estudio, los documentos, las fuentes tienen que ser un fin en sí mismo, debemos preguntarnos cómo hacemos posible, cómo damos vida a los documentos, cómo convertimos lo que cuentan los documentos en la realidad del pasado histórico. Hay, a este propósito, unas reflexiones muy útiles de Theodor Mommsen en el volumen relativo al Principado romano en su celebrada Historia de Roma en la que dice que la clave de la labor del historiador -y esto este año con mis alumnos de primero del Grado en Historia de esta Facultad resultó bastante sorprendente-, está en la fantasía, en el relato, en la capacidad que el historiador tiene de dar vida a los documentos, de dar vida al pasado y de contagiar esa pasión por el pasado y por esos documentos [9].
Llegados a este punto,
lógicamente quizá los que aquí estáis y os dedicáis a la Historia Antigua os
habréis sentido identificados con parte de lo que he dicho y así también los
que os dedicáis a la Arqueología. Acaso los que trabajáis la Antikenzrepetion,
estaréis echando en falta algún consejo, alguna inspiración, en estas palabras
inaugurales. Fijaros, en este sentido, que Henri Marrou dice que al final la
Historia, y en cierta medida lo ha recordado recientemente Mary Beard, nace del
diálogo entre dos planos: “el pasado vivido por los hombres de antes y el
presente en el que se desarrollan el esfuerzo por la recuperación de aquel
pasado”, algo que, en definitiva, está en el core de quienes os dedicáis a los
estudios sobre recepción de la Antigüedad.
Ya para terminar, también Henri
Marrou, como hacía Luciano de Samosata, señala unas virtudes del historiador,
sobre las que es bueno ver en qué punto nos encontramos los que nos dedicamos
al estudio del pasado desde distintos prismas.
La primera de esas cualidades, de
esas virtudes, es la libertad. Honestamente creo que los que sois jóvenes no
debéis permitir nunca -y esto se ve muy bien cuando tenéis que elegir un tema
de investigación doctoral, por ejemplo- que nadie os imponga qué tema elegir o
sobre qué tema estudiar y que, cuando trabajéis, nadie, ni siquiera las
agencias de evaluación, os digan cómo o cuándo tenéis que investigar.
Obviamente ello no excluye que haya que ser práctico pues está claro que uno no
puede caer en un romanticismo absoluto que enarbole la libertad y descuide la
carrera académica, que nos guste o no es una carrera de hitos, como se indica
en el propio término que la define. En segundo lugar, entre esas virtudes del
historiador, Marrou habla también de la pasión, que ya ha salido aquí, habla
del esfuerzo y de la curiosidad y, sobre todo, hay un término con el que quiero
cerrar esta reflexión que es lo que él define como “la calidad de alma del
historiador”, concepto que en definitiva tiene que ver con el historiador como
apasionado del hombre, de lo que el hombre es, va a ser y ha sido en el pasado,
es en el presente o será en el futuro.
A este respecto, quería cerrar
esta intervención con tres citas, alguna tiene un cierto sesgo autobiográfico,
que nos acercan quizá, al marco más institucional, más corporativo, de la
Universidad en la que nos encontramos. La primera es del profesor José Luis Comellas que ejerció en esta Universidad y que luego recaló en la Universidad de Sevilla, donde terminó su carrera como historiador. Con ella cerraba un
libro que editó Ediciones Universidad Navarra a finales de los 70 y que hablaba
de los estudios universitarios y en concreto, el que él había firmado, sobre
los estudios en Historia. En ese párrafo final del citado libro, Comellas
hablaba de que la mejor recompensa para la labor del historiador era “el reto
diario de conocer la verdad y el sentido de la aventura del hombre”. Yo he
confesar que cuando era un estudiante de Bachillerato, en parte me animé a
estudiar Historia por esta cita, porque cayó este libro en mis manos. A veces
hay textos inspiradores y este desde luego, en mi caso, lo fue.
La segunda cita, que los que me
conocen me han oído muchas veces, y que concreta en cierta medida esa humanidad
de la que hablaba Marrou como parte del alma y calidad del historiador, procede
de José María Albareda. José María Albareda fue rector de esta universidad
entre 1960 y 1966 y fue también director del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Él lo plasmaba de una manera muy cotidiana: “un
intelectual”, podríamos decir un historiador, un arqueólogo, un estudioso de la
recepción, “no rehuirá nunca un café con otro intelectual”. Creo que en el
conocimiento histórico parte de esa humanidad se hace conviviendo con los colegas
y por eso un encuentro como éste pensado para gente que estáis dando vuestros
primeros pasos en la carrera investigadora se encuentre y dialogue busca
también fomentar ese escenario de humanidad.
Quiero terminar con un texto que procede del primer Gran Canciller y fundador de esta Universidad, San Josemaría Escrivá, que un par de pisos más abajo de donde nos encontramos, en este mismo edificio, en octubre de 1967, en el Aula Magna de la Universidad de Navarra dijo en una investidura de doctores honoris causa, que “la Universidad tiene como su más alta misión el servicio a los hombres, el ser fermento de la sociedad en que vive investigando la verdad en todos los campos del saber”. Me parece que esa apuesta por la humanidad, por el diálogo y por el servicio pueden ser elementos que enriquezcan esa pasión, necesariamente humana de todo historiador [10].
Esto era lo que quería compartir
con todos vosotros, muy especialmente con los doctorandos que han inspirado y
ejecutado, que han puesto en marcha este congreso y a los que considero mis discípulos. Me conformaré con que el
fruto humano de estos días sea satisfactorio para todos y que dentro de 10 años
cuando, quién sabe, organicemos el tercer Roma Aeterna si alguno, ya como
profesor universitario, a vuelve a Pamplona, a moderar alguna las sesiones
porque ha culminado su carrera con éxitos y frutos, se acuerde de esas
reflexiones y -en cualquier caso- tenga siempre el compromiso -que creo que
contagia pasión e ilusión- de mirar a los que han hecho posible el crecimiento
de la Historia Antigua ejerciéndola como profesión antes de nosotros e imitando
sus actitudes ante el pasado llevar el estudio de la Historia y el conocimiento
histórico a un lugar diferente y siempre nuevo.
NOTAS.- Sin ánimo de exhaustividad, pues las notas a los pasajes concretos de Luciano de Samosata, de Arnaldo Momigliano y de Henri Marrou aparecen en la presentación que se incluía sobre estas líneas, se ofrecen algunos aportes bibliográficos concretos además de las ediciones que se han manejado de los títulos de los que se han entrecomillado pasajes y, cuando procede, enlace a versiones digitales de los trabajos en cuestión. [1]. Parte de las contribuciones presentadas a la primera edición del Roma Aeterna vieron la luz en la revista Cuadernos de Arqueología de la Universidad de Navarra, 24, 2016, órgano que acogerá, al final del presente año, también las presentadas en la segunda edición [2]. Sobre la utilidad de la Historia, con el aparato crítico referente a esta expresión de Tucídides y a otras que se citan más abajo, de otros autores clásicos, puede verse ANDREU, J., La Historia, magistra uitae: una reivindicación de su utilidad desde la óptica de la Antigüedad Clásica, Tudela, 2006 [3]. Polibio, Historias, 1, 2 [4]. Luciano de Samosata, Obras. Volumen III, 59, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1990 [5]. Tito Livio, Los orígenes de Roma, 1, 1, 6 y 8 [6]. MARROU, H. I., El conocimiento histórico, Editorial Labor, Barcelona, 1968, reedición de la primera versión, publicada en París en 1954 y MOMIGLIANO, A., Sui fondamenti della storia antica, Eunadi, Turín, 1984, especialmente el capítulo "Le regole dell gioco nello studio della storia antica", pp. 477-486 [7]. DUPLÁ, A., NÚÑEZ, Ch., y GRÉGORY, R., Pasión por la Historia Antigua. De Gibbon a nuestros días, Urgoiti, Pamplona, 2021, con reseña en Veleia, 40, 2023, pp. 290-293 [8]. Agustín de Hipona, Confesiones, 11, 14, 17 [9]. MOMMSEN, TH., Historia de Roma. Volumen V. Las provincias, de César a Diocleciano, Fondo de Cultura Económica, Méjico, 2011, pp. 19-24, reedición de la edición original fechada en Berlín en 1885. [10]. Por orden, estas últimas referencias proceden de COMELLAS, J. L., Guía de los estudios universitarios. Historia, Pamplona, 1977, p. 347; ALBAREDA, J. M., Consideraciones sobre la investigación científica: una antología, Cátedra Timac Agro, Pamplona, 2018; y, finalmente, ESCRIVÁ DE BALAGUER, J. M., entrevista en Gaceta Universitaria, 5 de octubre de 1967 y, también en "Servidores nobilísimos de la ciencia", en Discursos sobre la Universidad, Roma, 1974, pp. 179-184.