No hace mucho, en este mismo espacio, a propósito de un post nuestro en el microsite BeBrave de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, dábamos algunas razones por las que el mundo antiguo en general y el clásico en particular tienen, todavía hoy, tanto atractivo social triunfando, incluso, en la generación de los millennials (ver aquí). Como muestra de ello, hoy no es inusual encontrar, en las estanterías de "más vendidos" de cualquier librería bien surtida, títulos como El infinito en un junco, de Irene Vallejo; Yo, Julia, de Santiago Posteguillo; o las Fake news de la Antigua Roma, de Néstor Marqués y los Calamares a la Romana de Emilio del Río. que, nos consta, han acompañado a muchos lectores de Oppida Imperii Romani en sus vacaciones. La estrecha relación existente entre la cultura occidental y la cultura grecorromana, los grandes modelos y anti-modelos propuestos por las civilizaciones clásicas y, también, el carácter marcadamente novelesco -y profundamente dramático, por tanto, y ocasionalmente épico- de algunos de sus episodios hace de la Antigüedad Clásica un periodo apasionante que seguirá siendo siempre notablemente inspirador como sentenciábamos hace algunas semanas con el historiador británico Cyril Bailey.
En esta coyuntura de recuperación del mundo antiguo, y, en particular, del romano, como argumento novelesco -del que hablábamos también en este espacio hace varios meses- y que, por tanto, pone al mundo antiguo al cabo de la calle veinte siglos después acaba de ver la luz, con más de 800 páginas y tras más de una década de trabajo, la espléndida y cautivadora novela El primer senador de Roma, firmada por el escritor navarro Juan Torres Zalba, y publicada, en una muy elegante y cuidada edición, en la serie "Novela Histórica" de la editorial La Esfera de los Libros. El autor, ya conocido en el ámbito navarro por su extraordinariamente bien documentada y muy meritoria novela Pompelo, el sueño de Abisunhar (Eunate, 2004) -en la que éste se atrevía con la compleja recreación del conflicto sertoriano en territorio vascón, tan escasa en fuentes-, adelanta ahora su interés cronológico a una época ciertamente fascinante en la Historia de Roma, la comprendida entre junio del año 152 a. C. y la primavera del 146 a. C., entre los primeros avances romanos en territorio lusitano y la destrucción de Cartago por Escipión Emiliano en la Guerra Púnica III y sobre la que, tal vez por ello, existe mucha más documentación que el autor ha escudriñado con absoluta fruicción, tanto es así que el lector encontrará que, en algunas descripciones y en los pasajes más narrativos (algunos se traen a esta reseña para dar muestra de ello) el lenguaje parece digno de Livio, Polibio, Apiano, Cicerón o Floro. El periodo, oportunamente elegido por el autor para su recreación novelesca -pero fiel a las fuentes- del momento, coincide con, acaso, el punto álgido de las ambiciones expansionistas de la nobilitas romana -un asunto, el de la voluntad imperialista de la aristocracia romana, de discusión tradicional en la Historia Antigua- tras la victoria de Roma sobre Cartago en la Guerra Púnica II (206 a. C.), tras la provincialización de Hispania y su progresiva militarización a partir de Catón (años 195 a. C.) y el despliegue en ella, gracias a Ti. Sempronio Graco, de una intensa actividad diplomática (años 80 y 70 del siglo II a. C.) -pero también de explotación de los recursos del territorio y de extorsión de los provinciales- y tras las victorias romanas en Siria, contra Antíoco, y en las tres primeras guerras en Macedonia, cerradas con la célebre batalla de Pidna (169 a. C.) que supuso el inicio de la integración del mundo griego en la órbita romana. En definitiva, un momento que, abierto con el desembarco de Cneo Escipión en Ampurias en el 218 a. C. y cerrado con la victoria sobre Cartago, primero, en el 146 a. C. -con la que acaba el libro- y con la derrota sobre Numancia, en el 133 a. C., ambas por Escipión Emiliano, configura el denominado "siglo de los Escipiones" que supone, efectivamente, un periodo en el que "los miembros de las familias senatoriales (....) arrastrados todos ellos por el ansia inexcusable de perdurar en la memoria colectiva e incrementar el prestigio familiar y el suyo propio a través de gestas militares y la obtención del mayor número de honores y dignidades, no dudan en servirse de intrigas, alianzas, deslealtades e intereses contrapuestos para saciar sus apetitos y ambiciones personales", tal como el propio autor lo define con acierto en su -como todo el libro- soberbio preludio (p. 11) donde se demuestra con claridad, en apenas veinte líneas, que el lector va a asistir a través del relato de siete años de la Historia de Roma a algunos de los capítulos más sublimes del imperialismo romano que, de hecho, madurará en esos años y evidenciará, ya en las décadas siguientes, algunos apasionantes problemas internos que desembocarán en las luchas personales de la República tardía.
Una novela como El primer senador de Roma -que incide, ya con su título, en el poder que los cónsules de Roma, como principes Senatus, tenían en la gestión del orden del día de las sesiones senatoriales romanas- nos parece podrá merecer juicio desde, al menos, tres perspectivas: la literaria, la histórica y, sí, también la pedagógica porque, con libros como éste -como están demostrando algunos de los títulos mencionados más arriba- están floreciendo, entre los jóvenes, las vocaciones por la Historia en general y por la Historia de la Antigüedad Clásica en particular. El libro, y no es fácil dada su extensión, está, desde un punto de vista narrativo, perfectamente compuesto. El autor, como demostró en su novela anterior, también muy recomendable, tiene la habilidad suficiente para alternar tres escenarios fundamentales -Roma, las Hispanias y África, aunque no sólo- poniendo sobre todo el acento, en lo que, en la capital, Roma, se decidía respecto de los otros dos ámbitos geográficos como queriendo subrayar de qué modo Roma era en ese momento el centro de la geopolítica internacional. Sólo en algunos pasajes, especialmente tras la aprobación en el Senado de la declaración de guerra a Cartago (pp. 85-91) y en el relato detallado de la propia guerra -en particular, de sus episodios finales (pp. 795-824)- la acción parece abandonar ese ámbito más propio de la Vrbs en el que Juan Torres Zalba se siente especialmente cómodo y privilegiar el espacio africano. Aunque su conocimiento de la topografía romana es admirable, no lo es menos la capacidad con la que se recrean en el libro las capitales de la Vlterior, Corduba (pp. 99-106), y de la Citerior hispanas, Tarraco (pp. 173-177), ciudad a la que se presenta como "una amalgama de hispanos, itálicos, griegos y ciudadanos romanos dedicados al comercio de importación y exportación" (p. 173) como, de hecho, la epigrafía romana de época imperial nos ha venido a evidenciar o con la que se describe la propia Cartago (pp. 77-79) o algunos espacios del reino de Numidia (pp. 584-592, por ejemplo). Además, movido por el objetivo de ilustrar las ambiciones personales de los grandes protagonistas del periodo, de sus familias y aun de las familias y personalidades de quienes -como Cornelia, la madre de los Graco (pp. 27-32 o 347-352, en que se retrata muy bien el ideal de la matrona romana) o Sempronia, la hija de aquélla y futura esposa de Escipión Emiliano (pp. 81-84)- marcarán los acontecimientos de las décadas por venir, no reflejadas en la novela, Juan Torres consigue transportar al lector a las preocupaciones políticas de los hombres y mujeres del momento y a sus más profundas e inconfesables ambiciones, la mayoría de ellas latentes en los rumores de la Vrbs de aquellas centurias. Sirva como ejemplo el capítulo (pp. 638-641) en que se describe la toma de la toga praetexta por el entonces joven Tiberio Sempronio Graco del que, con notable capacidad evocadora, se dice que, en ese momento "se hacía un hombre y la gloria que Roma podía proporcionarle se abría a su paso" (p. 641).
Pero es que, además, El primer senador de Roma nos parece una extraordinaria herramienta pedagógica capaz de servir como relato documentadísimo de aspectos cuya explicación sigue constituyendo un reto para quienes nos dedicamos a la docencia sobre la Historia de Roma reto en el que contar con recreaciones noveladas bien documentadas resulta, con libros como éste, de gran ayuda (como también lo son los mapas, árbol genealógico y cuadros que abren y cierran el volumen: pp. 12-13 y 828-834). Así, cuestiones como el funcionamiento de las petitiones, de los comicios electorales y, también, de los elementos que entraban en juego en ellas para decantar el resultado en favor de uno u otro de los candidatos (pp. 60-62), el modo cómo se articulaba la toma de palabra y la discusión en las sesiones del Senado de Roma (pp. 86-88) -oportunamente descrito por el autor como "un circo lleno de fieras (...) y de perros de presa" (p. 352) con especial atención, también, al poder de los cónsules (pp. 691-701), al funcionamiento de las embajadas y el modo como éstas eran recibidas en dichas reuniones (pp. 343-346), el papel que se reservaba a las contiones informativas como asambleas populares (pp. 132-135), el creciente protagonismo de los tribunos de la plebe (pp. 141-144), las reformas legislativas y el rol desempeñado en ellas por el aparato comicial (pp. 390-395) y la relación orgánica de todas estas instituciones con el funcionamiento de la constitución romana (pp. 218-219 en que, de un modo sublime, se da voz a Polibio en un diálogo entre la matrona Cornelia y sus jóvenes hijos Cayo y Tiberio) se van desgranando a través de la excitante e intrigante trama. Es ahí donde el autor, además, da muestras de escoger muy bien los detalles que le dan pie a, por ejemplo, ver a la administración romana, en la figura de sus gobernadores, interviniendo en provincias y en su relación con los indígenas, como hace Lúculo con los vacceos (pp. 195-197), antes Ti. Sempronio Graco con los celtíberos -cuya prudencia es constantemente rememorada (p. 293)- o Ser. Sulpicio Galba, del que ya hablamos aquí en un post de hace algunos años, con los lusitanos (pp. 258-263, 290-294 y 300-305, donde se describe de un modo épico la célebre perfidia narrada por los textos antiguos) y aprovechando luego esa acción provincial -sobre la que nos ocupamos en un trabajo, con corpus de fuentes y casos, de hace algunos años (ver Revisiones de Historia Antigua, 7, 2012)- para medrar políticamente a través de la recepción de honores, ouationes y triumphi (pp. 452-453) considerados por aquéllos como las puertas del consulado y que, como se cuenta muy bien en el libro, abrieron paso a las quaestiones de repetundis por la corrupción de algunos gobernadores sobre cuya jurisprudencia, también hay deliciosos pasajes en este libro (pp. 563-565) tal es la debilidad que Juan Torres Zalba siente por la dimensión jurisdiccional del poder y del dominio romanos. Obviamente, en una narración que presenta, también, aspectos de la vida cotidiana de los personajes que marcaron la Historia de Roma en esos años centrales del siglo II a. C., no faltan tampoco deliciosas descripciones de las posibilidades matrimoniales de las jóvenes de la nobilitas romana (pp. 19-20), del valor concedido a la existimatio personal entre los miembros de dichas gentes (pp. 53-55), de los cortejos y rituales fúnebres (pp. 22-23), de la auto-representación en los ambientes domésticos (pp. 44-55, entre otros), del papel de los auspicia en la vida familiar y política (pp. 270-279), del boato de los ludi circenses (pp. 245-246), o del peso de la literatura griega en la formación de la aristocracia romana (pp. 94-97), entre otras cuestiones.
Una novela como El primer senador de Roma -que incide, ya con su título, en el poder que los cónsules de Roma, como principes Senatus, tenían en la gestión del orden del día de las sesiones senatoriales romanas- nos parece podrá merecer juicio desde, al menos, tres perspectivas: la literaria, la histórica y, sí, también la pedagógica porque, con libros como éste -como están demostrando algunos de los títulos mencionados más arriba- están floreciendo, entre los jóvenes, las vocaciones por la Historia en general y por la Historia de la Antigüedad Clásica en particular. El libro, y no es fácil dada su extensión, está, desde un punto de vista narrativo, perfectamente compuesto. El autor, como demostró en su novela anterior, también muy recomendable, tiene la habilidad suficiente para alternar tres escenarios fundamentales -Roma, las Hispanias y África, aunque no sólo- poniendo sobre todo el acento, en lo que, en la capital, Roma, se decidía respecto de los otros dos ámbitos geográficos como queriendo subrayar de qué modo Roma era en ese momento el centro de la geopolítica internacional. Sólo en algunos pasajes, especialmente tras la aprobación en el Senado de la declaración de guerra a Cartago (pp. 85-91) y en el relato detallado de la propia guerra -en particular, de sus episodios finales (pp. 795-824)- la acción parece abandonar ese ámbito más propio de la Vrbs en el que Juan Torres Zalba se siente especialmente cómodo y privilegiar el espacio africano. Aunque su conocimiento de la topografía romana es admirable, no lo es menos la capacidad con la que se recrean en el libro las capitales de la Vlterior, Corduba (pp. 99-106), y de la Citerior hispanas, Tarraco (pp. 173-177), ciudad a la que se presenta como "una amalgama de hispanos, itálicos, griegos y ciudadanos romanos dedicados al comercio de importación y exportación" (p. 173) como, de hecho, la epigrafía romana de época imperial nos ha venido a evidenciar o con la que se describe la propia Cartago (pp. 77-79) o algunos espacios del reino de Numidia (pp. 584-592, por ejemplo). Además, movido por el objetivo de ilustrar las ambiciones personales de los grandes protagonistas del periodo, de sus familias y aun de las familias y personalidades de quienes -como Cornelia, la madre de los Graco (pp. 27-32 o 347-352, en que se retrata muy bien el ideal de la matrona romana) o Sempronia, la hija de aquélla y futura esposa de Escipión Emiliano (pp. 81-84)- marcarán los acontecimientos de las décadas por venir, no reflejadas en la novela, Juan Torres consigue transportar al lector a las preocupaciones políticas de los hombres y mujeres del momento y a sus más profundas e inconfesables ambiciones, la mayoría de ellas latentes en los rumores de la Vrbs de aquellas centurias. Sirva como ejemplo el capítulo (pp. 638-641) en que se describe la toma de la toga praetexta por el entonces joven Tiberio Sempronio Graco del que, con notable capacidad evocadora, se dice que, en ese momento "se hacía un hombre y la gloria que Roma podía proporcionarle se abría a su paso" (p. 641).
Pero es que, además, El primer senador de Roma nos parece una extraordinaria herramienta pedagógica capaz de servir como relato documentadísimo de aspectos cuya explicación sigue constituyendo un reto para quienes nos dedicamos a la docencia sobre la Historia de Roma reto en el que contar con recreaciones noveladas bien documentadas resulta, con libros como éste, de gran ayuda (como también lo son los mapas, árbol genealógico y cuadros que abren y cierran el volumen: pp. 12-13 y 828-834). Así, cuestiones como el funcionamiento de las petitiones, de los comicios electorales y, también, de los elementos que entraban en juego en ellas para decantar el resultado en favor de uno u otro de los candidatos (pp. 60-62), el modo cómo se articulaba la toma de palabra y la discusión en las sesiones del Senado de Roma (pp. 86-88) -oportunamente descrito por el autor como "un circo lleno de fieras (...) y de perros de presa" (p. 352) con especial atención, también, al poder de los cónsules (pp. 691-701), al funcionamiento de las embajadas y el modo como éstas eran recibidas en dichas reuniones (pp. 343-346), el papel que se reservaba a las contiones informativas como asambleas populares (pp. 132-135), el creciente protagonismo de los tribunos de la plebe (pp. 141-144), las reformas legislativas y el rol desempeñado en ellas por el aparato comicial (pp. 390-395) y la relación orgánica de todas estas instituciones con el funcionamiento de la constitución romana (pp. 218-219 en que, de un modo sublime, se da voz a Polibio en un diálogo entre la matrona Cornelia y sus jóvenes hijos Cayo y Tiberio) se van desgranando a través de la excitante e intrigante trama. Es ahí donde el autor, además, da muestras de escoger muy bien los detalles que le dan pie a, por ejemplo, ver a la administración romana, en la figura de sus gobernadores, interviniendo en provincias y en su relación con los indígenas, como hace Lúculo con los vacceos (pp. 195-197), antes Ti. Sempronio Graco con los celtíberos -cuya prudencia es constantemente rememorada (p. 293)- o Ser. Sulpicio Galba, del que ya hablamos aquí en un post de hace algunos años, con los lusitanos (pp. 258-263, 290-294 y 300-305, donde se describe de un modo épico la célebre perfidia narrada por los textos antiguos) y aprovechando luego esa acción provincial -sobre la que nos ocupamos en un trabajo, con corpus de fuentes y casos, de hace algunos años (ver Revisiones de Historia Antigua, 7, 2012)- para medrar políticamente a través de la recepción de honores, ouationes y triumphi (pp. 452-453) considerados por aquéllos como las puertas del consulado y que, como se cuenta muy bien en el libro, abrieron paso a las quaestiones de repetundis por la corrupción de algunos gobernadores sobre cuya jurisprudencia, también hay deliciosos pasajes en este libro (pp. 563-565) tal es la debilidad que Juan Torres Zalba siente por la dimensión jurisdiccional del poder y del dominio romanos. Obviamente, en una narración que presenta, también, aspectos de la vida cotidiana de los personajes que marcaron la Historia de Roma en esos años centrales del siglo II a. C., no faltan tampoco deliciosas descripciones de las posibilidades matrimoniales de las jóvenes de la nobilitas romana (pp. 19-20), del valor concedido a la existimatio personal entre los miembros de dichas gentes (pp. 53-55), de los cortejos y rituales fúnebres (pp. 22-23), de la auto-representación en los ambientes domésticos (pp. 44-55, entre otros), del papel de los auspicia en la vida familiar y política (pp. 270-279), del boato de los ludi circenses (pp. 245-246), o del peso de la literatura griega en la formación de la aristocracia romana (pp. 94-97), entre otras cuestiones.
"Su campaña, pensaba, había sido un éxito rotundo. En su periplo había conseguido pacificar la región, dar muerte a ocho mil insurrectos, vender otros veinte mil en la Galia y, en definitiva, traer un enorme botín con el que engordar el tesoro público que se custodiaba en los bajos del templo de Saturno. Por ello, dados los méritos y con su brillante oratoria, tenía la convicción, por no decir completa y altanera seguridad, de que el Senado le aclamaría y el pueblo le veneraría, votándole en masa en las próximas elecciones consulares. Cumpliría así el sueño que le acompañaba hasta el tormento cada día de su vida, ser cónsul de Roma". Con esta pluma tan atinada y arrebatadoramente clásica (p. 452) describe el autor la ambición de Ser. Sulpicio Galba en mayo del año 149 a. C., tras su servicio a Roma como gobernador de la Vlterior. El pasaje nos sirve como cierre de esta reseña pues incide muy bien en la esencia del periodo retratado con extraordinario mérito por Juan Torres Zalba y, también, ilustra el eje de los comportamientos de la mayor parte de los personajes que desfilan por el texto -L. Valerio Flaco, M. Porcio Catón, A. Claudio Pulcro, L. Licinio Lúculo, A. Postumio Albino, Escipión Emiliano, además de otros anteriormente citados y de sus gentes de pertenencia-, algunos de ellos, además, emparentados entre sí como evidencia del notable cierre de la nobilitas senatorial en torno de sí misma. Efectivamente, unos estaban ya, entonces, en el ocaso de sus carreras políticas, otros, en cambio, tenían aun todo por conseguir, dada su juventud. Unos y otros, todos, estaban imbuidos de esa spe posteritatis que -para bien o para mal, dependiendo de la virtud y la ambición de cada uno- inspiraba a la dedicación política como afirmó Cicerón en su discurso en defensa de Rabirio (Rab. Perd. 29) con el que precisamente, se abre este emocionante volumen que vuelve a subrayar la grandeza, épica, del mundo romano y que, nos parece, no sólo extraordinariamente meritorio sino igualmente recomendable... y, seguramente, imprescindible para los amantes de la buena novela histórica "de Romanos".
No hay comentarios:
Publicar un comentario