[Un ejemplo de los domestica bona romanos femeninos convertido ya casi en icono popular a través de la serie Roma (2005-2007), Niobe, la esposa de Lucio Voreno, encarnada por la actriz Indira Varma. De esos domestica bona se habla en esta entrada de Oppida Imperii Romani]
En las últimas semanas parece que el asunto de la mujer en el mundo romano ha perseguido a quien escribe estas líneas. Efectivamente, hace unos días, un buen alumno de la asignatura "Epigrafía e instituciones romanas" que ofrecemos en la Universidad de Navarra me pedía opinión sobre la serie de Movistar + "El corazón del Imperio" que recrea la vida de varias mujeres de la Roma del cambio de Era. Evaluando los indicadores de impacto de los artículos publicados el último año en Cuadernos de Arqueología de la Universidad de Navarra descubríamos que uno sobre la desigualdad hombre-mujer en la Roma antigua (CAUN 28, 2020) se encontraba a la cabeza de los más descargados de dicho órgano editorial. Además, un buen antiguo becario del proyecto de Los Bañales de Uncastillo, Rubén Montoya, publicaba en La Vanguardia un recomendable ensayo sobre "las muchas maneras de ser mujer en la antigua Roma" donde reseñaba uno de esos títulos que se ha convertido en viral en fechas recientes (GONZÁLEZ GUTIÉRREZ, P., Soror. Mujeres en Roma, Madrid, 2021) y que, además, guarda relación, por su autora, con la serie antes televisiva citada. Además, una buena alumna nuestra de Doctorado, que realiza su Tesis en la Universidad Complutense de Madrid sobre los epítetos que calificaban a las mujeres en la epigrafía funeraria de Tarraco, Laura Díaz -que ya ha adelantado algunos meritorios avances de su prometedor trabajo-, nos enviaba estos días algunos capítulos ya terminados de su estudio al tiempo que una buena estudiante del Diploma en Arqueología que ofrecemos en la Universidad de Navarra, Luka García, avanzaba, bajo nuestra tutela, en un Trabajo de Fin de Grado sobre la imagen de la mujer, de esa perfectissima femina como, con las fuentes (Sen. Helu. 19, 4), la ha llamado el sensacional e inexcusable trabajo de Milagros Navarro (Perfectissima femina. Femmes de l'élite dans l'Hispanie romaine, Burdeos, 2017: ver reseña aquí), en el distrito de la colonia Caesar Augusta. La indiscutible actualidad del tema, de larga tradición historiográfica -como ha resumido con acierto un delicioso volumen de la Editorial Síntesis (MAÑAS, I., Las mujeres y las relaciones de género en la antigua Roma, Madrid, 2019)- y cierta preocupación respecto de cómo éste se está enfocando, en la investigación y, también, socialmente, han inspirado la elaboración de esta entrada, hace tiempo planeada pero que el trabajo intenso académico de los últimos meses ha ido retrasando.
En 2019, en la Semana Romana de Cascante dedicada al asunto de la mujer romana (Feminae maximae: aproximaciones miradas al papel de la mujer en la Roma antigua), ya tuvimos la ocasión de hacer notar (puede verse la conferencia en este vídeo, a partir del minuto 14:31) cuál era la imagen que las fuentes romanas clásicas demandaban de la mujer de su tiempo, cuáles los domestica bona -como aparecen citados en la célebre inscripción de la laudatio Turiae (ILS 8393)-, es decir, las "buenas cualidades domésticas" que se esperaban de las féminas de hace 2.000 años. Eso mismo, no sin sorpresa de algunos, repetimos el pasado mes de diciembre -de 2021- cuando fuimos invitados a participar en un encuentro del meritorio grupo Past Women/Historia Material de las Mujeres celebrado -en torno a la cuestión de las mujeres, la Arqueología y los Museos (ver programa aquí)- en el Museo de Navarra, de Pamplona (puede verse, también, el vídeo, aquí, a partir del minuto 56:33). La conclusión es clara: los textos clásicos -muchos de ellos aparecen recogidos en la selección de fuentes que realizamos para ilustrar la primera de las dos conferencias citadas, y pueden verse traducidos en las diapositivas que la acompañaron- retratan a una mujer dotada, cuando menos, de las cualidades que se ensalzan en el elogium de Turiae, en el documento antes citado (col. 1, ll. 30-31) fechado en el 19 a. C.: pudicitia ("recato"), obsequentia ("disposición"), comitas ("hospitalidad"), facilitas ("afabilidad"), lanificii studium ("destreza con la lana"), cultus modici ("de vestir sencillo") y ornatus non conspicendi ("no preocupada por el lujo") -el mismo que, precisamente, habría motivado, con su prohibición por el Senado, la primera gran revuelta de mujeres ("escrache", se le ha llamado) con consecuencias legislativas en la Historia de Roma, en el 195 a. C. (ver contexto y motivos, así como los textos que transmiten la noticia en este reciente artículo de Alicia Valmaña). Esa secuencia de epítetos se encuentra, con más o menos variantes, en algunas inscripciones del catálogo epigráfico de Occidente como AE 2011, 1646 de Ammaedara, en la Proconsularis africana, en la que se ensalza a una mulier frugalissima castissima obsequentissima, de la que tomamos el título de este post.
Y esa imagen de la placa hoy conservada en el Museo Nazionale Romano, en Roma y cuyo modelo 3D enlazábamos más arriba gracias a nuestro trabajo para el proyecto de Europa Creativa "Valete vos viatores", lejos de ser un espejismo de la renovación moral de los comienzos del Principado, se repite en otros textos a lo largo y ancho de la Roma imperial, obviamente, textos que forman parte del corpus de textos latinos que han llegado a nosotros, claro está. Difícil es escribir la Historia a partir de textos inexistentes, como más adelante explicaremos y menos hacerlo sólo porque el contenido de éstos nos resulte hoy chocante o anacrónico. Plinio, por ejemplo, alaba la fecunditas ("fecundidad") de la mujer (Plin. Ep. 4, 15, 2-4), recordaba (Paneg. 83, 5-8) que la decus ("dignidad") y la gloria ("fama") del marido dependían, en gran medida de la contribución a aquéllas que realizara la esposa, en el mismo pasaje ensalzaba la sanctitas femenina ("pureza de costumbres") y la capacidad de la mujer casada de mostrarse obsequens ("sumisa al marido") y hasta calificaba a las matronae de feminae maximae ("mujeres excelsas)" (Ep. 7, 19, 4-8) en el mismo pasaje en que recordaba la necesaria castitas ("pureza"), grauitas ("gravedad"), constantia ("firmeza") y iucundia ("encanto") de las mujeres a las que colocaba como exempla fortitudinis ("ejemplos de fortaleza de ánimo"). Y lo cierto -y quizás lo sorprendente- es que, lejos de quedarse esas cualidades en el plano literario, parece que aquéllas eran también estimadas por las mujeres del común y por sus padres, esposos e hijos cuando les rendían homenajes póstumos, epitafios incluso cuándo éstos florecían en ámbitos del interior, incluso rurales, separados del eco de los discursos oficiales de la Literatura Latina (ver al respecto los solventes trabajos, en castellano, de Carmen D. Gregorio Navarro -autora de una Tesis doctoral titulada Estudio de la mujer a través de los epitafios. Rituales y honores funerarios en la colonia Tarraco, Universidad de Zaragoza, 2016- y de la citada Laura Díaz). Así, por ejemplo, en la Hispania Citerior hay 11 ejemplos de inscripciones en las que se ensalza a las mujeres -especialmente esposas- como obsequentissimae y 28 en que se destaca su condición de sanctissimae -a veces acompañada del adjetivo castissima- y son muy abundantes -más, de hecho- aquéllos en los que se ponen en el centro del recuerdo femenino otras cualidades como amantissima ("amable"), dulcissima ("dulce"), fidelissima ("fiel") o pientissima ("piadosa") con 8 -que incluyen no sólo a uxores, también a filiae y amicae-, 64, 9 y 273 casos respectivamente.
Parece evidente, por tanto, que existía un ideal nítido de lo que se esperaba de una mujer en una sociedad pre-industrial y tradicional como -parece que ahora nos extrañamos de ello- era la romana, por más que ésta forjase uno de los mayores Imperios que haya conocido la Historia. Sin embargo, en publicaciones de síntesis sobre la cuestión -en concreto en la recomendable de Irene Mañas arriba citada que, aporta, además, una sensacional antología de textos (pp. 189-204)- a la hora de explicar ese ideal, tanto el aristocrático como el que ofrecen las inscripciones vinculadas a sectores sociales de lo más heterogéneo -incluyendo poblaciones caracterizadas por su estigma servil- se afirma que, incluso cuando la voz de las mujeres -como comitentes o como destinatarias y receptoras de esos documentos epigráficos- se deja escuchar, en realidad ésta -y su contenido- son sólo el resultado de "características y experiencias (...) definidas desde visiones y relatos masculinos de las élites sociales urbanas" (p. 17) y que, por tanto, dichos documentos exhiben "opiniones y concepciones (...) alineadas dentro de las mismas coordenadas sociales y revelan perspectivas semejantes en la autopercepción que estas mujeres tienen de su papel social" (p. 18). Sobre esas fuentes -siempre consideradas como uno de los caudales informativos más objetivos sobre el mundo romano- se dice, también que lo que en ellas se muestra se trata de "discursos de género sólidamente asentados en la cultura romana, que sitúan en el centro del sistema al ideal de la matrona romana" (p. 24). A renglón seguido, sin embargo, se afirma que "es importante destacar que las mujeres romanas no se sintieron parte de un colectivo femenino que las englobase, sino que probablemente se considerarían más representadas por la noción determinante del orden social que organiza la visión del mundo y determina de manera inevitable el destino de los individuos en el mundo antiguo" (p. 22). Por tanto, por un lado se declara -con abundante y recomendable bibliografía- que nuestra visión de la mujer romana -que, en definitiva, es la que transmiten las fuentes-, incluso cuando es ella la que lleva la iniciativa en la documentación, es sólo consecuencia del influjo masculino pero, por otro, se declara que la mujer no se sintió parte de un colectivo "de género", como podríamos denominarlo hoy.
A nuestro juicio, miradas de ese tipo, favorecidas por una mainstream presentista demasiado preocupante, generan no pocos problemas. Aunque, como se indica en un excelente capítulo del volumen ("Las mujeres y el espacio público", pp. 39-54 y se demuestra también en el libro antes citado de Milagros Navarro), hubo una notable presencia de la mujer de la elite en la imagen propuesta socialmente en las ciudades de Occidente -tanto que, efectivamente, "las mujeres pasaron a formar parte esencial de la identidad cívica" (p. 48)-, parece que hoy en día, en la investigación histórica sobre el tema, hay que poner un empeño -quizás imposible- en subrayar que la mujer quedaba fuera de la esfera pública de Roma, que era invisible y que, por tanto, como historiadores, nuestros esfuerzos han de orientarse a hacer visible un tipo de mujer que -desde luego- no parece que sea el que se veneraba en Roma todo porque, acaso, el que la aristocracia romana articuló hoy nos parece anticuado, machista y retrógrado lo que, en definitiva, no deja de ser un juicio apriorístico de nuestro tiempo. De acuerdo en que como historiadores hemos de intentar poner el foco en arrojar luz a "las transgresiones profundas al modelo ideal (...) (magas, envenenadoras, prostitutas, adúlteras, actrices, mesoneras, borrachas, ambiciosas..." (p. 24) de mujer antes descrito pero quizás no parece muy oportuno, en nuestro tratamiento de las fuentes, retorcer éstas al máximo afirmando que son, todas ellas, "relatos de las élites" (p. 21) como si, efectivamente, ese tipo de relatos -en el caso de las fuentes epigráficas de los sectores más desfavorecidos y corriente de la sociedad- hubieran tenido capacidad de ser asumidos por poblaciones apartadas de los circuitos culturales dominantes. ¿Realmente creemos que cuando un viudo homenajeaba a su mujer difunta aplicándole una serie de adjetivos que glosaban sus domestica bona estaba, sencillamente, mostrando un ideal aceptado socialmente y no la realidad de las uirtutes de su esposa o, incluso, las que habría valorado que tuviera y, seguro, ejerció en ocasiones, aunque no fuera perfecta? ¿Acaso no será más fácil reconocer que, efectivamente, en el mundo romano, se admiraba un ideal de mujer que hoy nos parece superado -o que algunos se empeñan en mostrar superado- pero que, entonces, era el que resultaba satisfactorio y se consideraba ejemplar que intentar empeñarnos en tratar de evidenciar que lo que las fuentes nos cuentan es sólo un espejismo consecuencia de los dictados de una sociedad machista y patriarcal, aristocrática y conservadora como la romana? ¿No hacemos eso también cuando valoramos las conquistas de la mujer en las últimas décadas y les atribuimos el mérito y el realce que éstas merecen precisamente porque contribuyeron a cambiar una tendencia histórica de exclusión y apartamiento de las esferas de decisión? ¿No estamos, acaso, forzando la cuestión sencillamente porque los discursos de género resultan ahora atractivos social y, también, políticamente, y hay que aplicarlos a cualquier investigación y por que nos resulta chocante lo que los varones admiraban en las mujeres? Desde estas líneas reconocemos que no tenemos respuesta para estas cuestiones que dejamos aquí porque, sencillamente, nos resultan inquietantes y, por tanto, nos preocupan.
En una sensacional entrevista difundida por El Confidencial hace apenas unos días, el Catedrático de Historia Contemporánea de nuestra Universidad, Pablo Pérez, afirmaba "con el pasado se es totalmente intransigente porque no se parece a nuestro modelo actual (...) Para cualquiera que conoce un poco la historia humana esto es infantil y ridículo. Somos los descendientes de esos hombres y mujeres que ahora denunciamos (...) Conocer la historia presupone el deseo de comprender otros tiempos, y hay que subrayar lo de otros para entender que el anacronismo es incompatible con el conocimiento histórico: si pretendes imponer tu criterio al pasado tu intolerancia desde el presente te incapacitará para conocer el pasado". Mucho nos tememos que algo de esto se está atestiguando en este, en cualquier caso, apasionante tema, inevitablemente de moda en la investigación en Historia Antigua.
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