PATRIMONIVM AMPLVM ET COPIOSVM

Hace ya bastantes semanas, todavía en el mes de agosto, quien escribe este blog, seguramente como resultado de la política de transparencia y de atención a los medios que venimos desarrollando en Los Bañales de Uncastillo desde hace casi quince años, recibió una llamada telefónica de una periodista de El Periódico de Aragón. La joven interlocutora deseaba conocer nuestra opinión respecto del hallazgo, en Zaragoza, de restos arqueológicos de cronología seguramente moderna -aunque poco ha trascendido al respecto- en las obras de construcción de unas viviendas de lujo en la ciudad, viviendas ubicadas en uno de los tradicionales ensanches del casco histórico de la capital del Ebro y cuya promoción ya había venido marcada por la controversia respecto de la existencia, en el lugar, de un viejo cuartel de caballería del siglo XIX vinculado, de hecho, al primero de los Sitios de Zaragoza en la guerra, ahora llamada "del francés" (1808-1814). Aunque, en ese momento, precisamos al periódico que había sido su llamada la que me había alertado sobre la noticia -que, de hecho, se hizo pública la mañana siguiente y sobre la que han surgido novedades en fechas bien recientes-, la periodista quiso saber si existían algunos criterios para que los técnicos, y, sobre todo los poderes públicos, tomasen decisiones respecto de la conservación o no de unos restos como éstos en el contexto del desarrollo urbanístico de una ciudad histórica como lo es Zaragoza, un caso paradigmático de esas urbes con una compleja multi-estratigrafía que plantea, como es sabido, problemas diferentes -ni más ni menos complicados, diferentes- a los que estamos acostumbrados a enfrentar en las excavaciones en despoblados antiguos como lo fueron los de Los Bañales de Uncastillo o de Santa Criz de Eslava. Nuestras opiniones al respecto aparecieron glosadas en un encarte específico del citado periódico en la mañana siguiente -que preside este post- y su versión digital se hizo viral en los días siguientes gracias a la labor amplificadora que prestan, siempre, a este respecto, las redes sociales y al titular, más o menos afortunado, y tomado de nuestras declaraciones, que se escogió para el citado encarte: "El pasado de las ciudades que mira al futuro".

Aunque, como nos recordaba un querido colega, el contenido del debate es más político que técnico, el asunto de la arqueología en las ciudades históricas -como ahora se las denomina, con acierto- ha estado tradicionalmente en el centro de la discusión disciplinar y algo sabemos de él incluso quienes nunca hemos tenido responsabilidad científica en excavaciones de dicha naturaleza. Ya tuvimos la oportunidad de señalarlo hace algunos años en una Masterclass, como ellos la llamaron, en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra, aun disponible íntegramente en red bajo el título "Arqueología, arquitectura y ciudad". Títulos como Arqueología urbana en España (Barcelona, 2004), de Ignacio Rodríguez Temiño o las reflexiones que, al respecto de ésta, dictó con su buena pluma Desiderio Vaquerizo Gil en Cuando (no siempre) hablan las piedras... (Madrid, 2018) -que reseñamos en Cuadernos de Arqueología de la Universidad de Navarra, 26, 2018 y que, además, inspiró un post de Oppida Imperii Romani- o coloquios como los celebrados en Girona en 2009 (Arqueología, patrimonio y desarrollo urbano: problemática y soluciones, Girona, 2010), en Huesca en 2003 (Jornadas de Arqueología en suelo urbano, Huesca, 2004), en Tarragona en 1997 (Recuperar la memòria urbana. L'arqueologia en la rehabilitació de les ciutats històriques, Tarragona, 1999) o en Mérida en ese mismo año (Ciudades históricas vivas, ciudades del pasado: pervivencia y desarrollo, Mérida, 1998) no hacen sino poner de manifiesto lo difícil que resulta realizar investigación arqueológica en los cascos históricos de nuestras ciudades y, sobre todo, concluir ésta -como después detallaremos- articulando una auténtica "arqueología integral" que contemple "investigación, conservación y difusión", como rezaba el título de uno de los más recientes encuentros, en este caso sobre la Arqueología de las ciudades hispanorromanas, celebrado sobre la cuestión, nuevamente en Mérida, en 2007 (La Arqueología urbana en las ciudades de la Hispania Romana. Proyectos integrales de investigación, conservación y difusión, Mérida, 2020). Seguramente es ahí donde radica la base de cualquier reflexión que, al respecto, quiera hacerse.

A propósito del hallazgo zaragozano antes referido, la Asociación Pública para la Defensa del Patrimonio Aragonés APUDEPA apostaba por conservar los restos haciendo hincapié en que aquéllos tenían más valor cultural en tanto que vestigios arqueológicos que las plazas de aparcamiento de las viviendas que se iban a construir en el lugar, como indicaban en su cuenta de Twitter. Nosotros, sin embargo, tratamos de glosar una fórmula que, aunque apostase por la conciliación entre el crecimiento urbano y la conservación del patrimonio tuviera en cuenta, ciertamente, algunos criterios que, nos parece, nacen del sentido común y de la aplicación de una estrategia concreta en materia de gestión del patrimonio arqueológico esa estrategia que, desde hace meses, estamos denunciando que parece faltar en tantas administraciones públicas de nuestro país (véase al respecto, por ejemplo, nuestro post, de ahora hace un año, "De patrimonio Aragonense"). Nos parecía que recoger esos criterios en este post podría seguir alimentando un debate que, seguramente, dista mucho de estar cerrado. 

En primer lugar, y como se ha dicho, es necesario recordar que la conciliación entre crecimiento urbano y conservación del patrimonio no es imposible. En estos días en que la prensa navarra -no sin sensacionalistas exageraciones (ver, por ejemplo, el artículo de Patxi Zabaleta en Diario de Noticias de Navarra)- vuelve a traer a la palestra, en su vigésimo aniversario, la controversia relativa a las obras de la Plaza del Castillo -en que la construcción de un aparcamiento no respetó los restos de las mayores termas romanas del norte peninsular- y se cumplen también tres décadas -con abundante repercusión mediática- de la igualmente infeliz destrucción de los restos arqueológicos del palatium de Cercadilla, en Córdoba (ver, por ejemplo, el reportaje publicado en junio en El País) no debemos olvidar que también, en los últimos años, ciudades históricas han dado auténticas lecciones de capacidad de hacer compatible el desarrollo urbanístico y la dotación de equipamientos a las ciudades en proceso de crecimiento con la ejemplar investigación, conservación y explotación cultural y turística de los restos arqueológicos localizados en el contexto de dicho desarrollo y, a veces, incluso las dos ciudades protagonistas de los dos acontecimientos aquí indicados. Sin ánimo de exhaustividad -que, seguro, los lectores podrán satisfacer- ejemplos como el del alfar romano del barrio cordobés de El Brillante, hallado en las obras de construcción de un supermercado de la cadena ALDI y vinculado a los suburbia de la Corduba romana; en la capital provincial, Tarraco, el esfuerzo hecho por el Centro Comercial Parc Central, en Tarragona, para conservar, en sus bajos y en el área de aparcamiento, los restos de la basílica paleocristiana de la beata Tecla, la puesta en valor de la compleja estratigrafía de la Catedral de Pamplona en la muestra Occidens, con niveles de la Pompelo prerromana y romana, o, por último, los extraordinarios esfuerzos que, en la Zaragoza de los años 90, se hicieron desde el Ayuntamiento para la conservación de los restos del foro, el teatro, las termas y el puerto fluvial de la antigua colonia Caesaraugusta conformando un sensacional Paseo Romano sin casi parangón en el ámbito de la Arqueología de "ciudades modernas superpuestas a las antiguas" por recuperar una expresión de éxito con las que estas urbes fueron definidas en un histórico encuentro, celebrado, precisamente, en Zaragoza, en 1983 cuyas actas, auspiciadas por la Dirección General de Bellas Artes del Ministerio de Cultura casi supusieron el punto de partida respecto del análisis de esta problemática en la gestión patrimonial (Arqueología de las ciudades modernas superpuestas a las antiguas, Madrid, 1985, con histórica reseña de Alberto Balil en el Boletín del Seminario de Arte y Arqueología de Valladolid, 52, 1986). Es posible, pues, esa conciliación y cuando ésta, además, se consuma, se genera claramente valor como en nuestras declaraciones a El Periódico de Aragón quisimos subrayar. 

Sin embargo, es evidente que, en ocasiones, razones políticas o urbanísticas -siempre controvertidas- hacen imposible esa conciliación. Nos parece, como apuntábamos, que varios pueden ser los criterios que los técnicos en patrimonio y, también, los políticos y gestores del urbanismo han de considerar para tomar una decisión respecto del futuro de cualquier resto arqueológico aparecido en suelo urbano. Todos esos criterios, en cualquier caso, deben estar presididos por dos prismas de actuación que son absolutamente innegociables: por un lado que el patrimonio es, sencillamente, una herencia cultural que no nos pertenece y, segundo, que al ser un legado colectivo hemos de presentarlo, y percibirlo, siempre, como una oportunidad algo para lo que la labor de socialización y de difusión -que puede actuar como transformadora de la tendencia colectiva que ve en el patrimonio arqueológico una rémora al desarrollo urbanístico- resulta, como sabemos, absolutamente fundamental (paradigmático es el trabajo desarrollado en Córdoba bajo la plataforma Arqueología somos Todos, bien conocida). 

Entrando en materia respecto de esos criterios bastará decir que dos tienen que ver con la propia materialidad de los restos y otros dos con el contexto o la obra que ha permitido ponerlos al descubierto. Parece aconsejable, en primer lugar, pensar en la antigüedad del bien. Sin intención alguna de -desde una óptica esencialista- afirmar que tiene más valor un resto de época romana que un cuartel de caballería del siglo XIX, es evidente que hay restos arqueológicos que alumbran épocas en la historia de una ciudad para las que obtener otra suerte de información resulta tarea harto-complicada y que, por tanto, tienen un valor histórico ciertamente mayor. Respecto de esa premisa, y sin renunciar, está claro, a la adecuada y preceptiva documentación y estudio, podría ser más urgente conservar, por poner un ejemplo, un resto de época antigua que otro de época moderna, contemporánea o industrial que, desde luego, forma parte del devenir histórico de la ciudad pero, también es verdad, pertenece a una época cuyo conocimiento está garantizado por otro tipo de evidencias. Sabemos bien que, dada la proverbial escasez de fuentes con que contamos para el estudio de la Antigüedad, eso no es así para restos de época clásica. En segundo lugar -y esto es sólo posible si las ciudades antiguas, como dejaba claro en su monografía al respecto Desiderio Vaquerizo, se conciben como un gran yacimiento arqueológico- nos parece que otro criterio, más allá del de de la antigüedad, pueda ser el de la singularidad/exclusividad de los restos objeto de controversia. Si, pongamos por caso, de una ciudad antigua se conocen ya unas termas romanas y aparecen otras, ¿es necesario conservar ambas? Esa singularidad puede no ser sólo tipológica sino, también, histórica. Por ejemplo, en Zaragoza, acaso los restos aparecidos en los primeros años noventa en la Plaza de la Seo no eran especialmente monumentales o vistosos pero constituían el foro, el corazón de la vida cívica, de ahí el interés histórico -por su singularidad- de facilitar su conservación y su visitabilidad. Cualquiera de estos dos criterios puede refrendarse a propósito de los casos cordobés y tarraconense antes citados como buenas prácticas.

Pero, además, creemos que hay dos elementos que todavía pueden tenerse en cuenta a propósito de esta difícil ecuación. El primer es, lógicamente, normativo, qué criterios urbanísticos se han seguido para la licitación de la obra que ha puesto al descubierto los restos y cómo aquélla se alinea con el Plan General de Ordenación Urbana que, como es sabido, si se gestiona bien, se convierte en la gran herramienta en favor de una arqueología preventiva que vuelva a considerar, efectivamente, a la ciudad como un todo patrimonial, histórico y arqueológico. El segundo criterio, nos parece, tiene que ver con la finalidad de la obra causante del hallazgo. Aunque no es el caso de la que ha motivado estas reflexiones y la controversia que se trae ahora a Oppida Imperii Romani, qué duda cabe que una construcción de carácter benéfico o de fines sociales puede prevalecer -por el servicio social que va a prestar- a la conservación de unos restos arqueológicos que, en cualquier caso, una vez documentados, aunque no  puedan ser disfrutados por el público en su materialidad, sí aportan la información histórica que sí debe reivindicarse que sea extraída de cualquier resto arqueológico, sea éste de la época que sea.

El debate, político, cultural pero, siempre, de implicaciones técnicas resulta complejo a la vez que apasionante y vuelve a poner en el centro ese patrimonium amplum et copiosum, como escribió Cicerón (Rosc. Am. 2, 5, 5) que sale a nuestro encuentro constantemente en campos y ciudades de nuestro tiempo.


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