[Inscripciones honoríficas RIT, 275 y RIT, 258 de Tarraco]
Justificación: Con motivo de las Jornadas sobre Administración Provincial en el Imperio Romano que, con un atractivo programa, se celebran en estos días en la Universidad Rey Juan Carlos y dado el enfoque particular de este blog –ofrecer información actualizada, contrastada y rigurosa sobre los vestigios de ciudades romanas a lo largo y ancho del orbis Romanus– nos pareció oportuno redactar una entrada que, con un título tomado del modo cómo muchas ciudades romanas homenajearon a sus magistrados más distinguidos (CIL, II, 53 de Pax Iulia, por ejemplo o AE, 1991, 1761, con una fórmula aun más precisa): ob rem publicam bene administratam: “por la buena administración de la comunidad”, resumiese los patrones generales del funcionamiento de las comunidades privilegiadas romanas. El tema es tan inabarcable en apenas unas líneas que sólo tratarlo en este blog podrá parecer un atrevimiento: seguramente lo es. Se recurrirá, por ello, a una simplificación sintética más destinada al profano que al especialista pero, en cualquier caso presidida por la vocación de rigor que inspira este espacio, como ya se dijo en su presentación. El formato de esta entrada será, pues, distinto al de las que se han presentado hasta aquí pero, en cualquier caso, se ofrecerá un apartado de bibliografía final (debidamente numerada en referencia a los números insertados a lo largo del texto casi a modo de pies de página) con posibilidad de acceso a parte de las referencias a través de la red.
La administración de las ciudades en el Alto Imperio romano: Dos fuentes fundamentales, las epigráficas –es decir, las inscripciones– y los textos literarios –en especial los de los juristas aunque no sólo– sirven a los historiadores para conocer cómo se administraban las comunidades romanas. Sobre ellas hizo Roma descansar un singular, ensayado y bien vertebrado modelo de gestión que –madurado y ensayado al ritmo de la expansión provincial– es sin duda el responsable del éxito de la auténtica revolución romana. El perfecto y mesurado equilibrio entre el poder central –representado por las provincias, por jurisdicciones menores como los conuentus, caso los hubiera (sobre ellos, véase [1]) y, por supuesto, por el Senado o el Princeps– y la autonomía municipal se ha venido subrayando como uno de los ejes de la administración romana ([2]). Quasi effigies parua simulacraque Romae -a modo pues de "imágenes en miniatura de la propia Roma"- como las denominara Aulo Gelio (Aul. Gell. NA. 16, 10) las ciudades que disfrutaban de estatuto privilegiado –colonias y municipios, como luego se verá– supusieron el verdadero eje de la descentralización con la que Roma rigió el territorio. Así, algunos textos –como los de Festo o de Gayo sobre el concepto de municipium, por ejemplo, discutidísimos y muy bien estudiados por E. García Fernández o por J. F. Rodríguez Neila [3]– permiten un cierto acercamiento a la teoría política romana –que, en realidad, constituyó una auténtica praxis– de igual modo que esa misma práctica administrativa llevada a cabo por Roma en las provincias nos permite conocer cuál era la tipología de comunidades romanas. En la cúspide del privilegio, como comunidades autónomas, libres y, por tanto, poseedoras de su propia administración local, se situaban las coloniae –normalmente (al menos las coloniae Romanae, no así las coloniae Latinae, que exceden el análisis de estas páginas) fundadas con traslados de ciudadanos romanos de pleno derecho (ciues Romani optimo iure), muchas veces veteranos del ejército o propietarios (en este blog, por ejemplo, Caesaraugusta)– y los municipia –comunidades, normalmente en las provincias, aunque no sólo, de derecho Latino y resultado del reconocimiento por parte de Roma del ajuste a Derecho de las instituciones locales de una comunidad antes peregrina, extranjera, ajena a los modos de organización romana, por tanto, comunidades no “fundadas” sino “promocionadas” a partir de otras ya preexistentes (por ejemplo las hispanas Cascantum o Labitolosa, en este blog)–.
Tal vez sea el de los municipia Latina el mejor testimonio del modo cómo Roma reconocía como válida, con las oportuna adaptaciones, la organización administrativa indígena. Las inscripciones -por ejemplo la excelente CIL, II2/5, 308 de Igabrum, con foto aquí- en las que individuos que debían portar ya magistraturas en el ordenamiento indígena recibían, con sus familias, la ciuitas Romana per honorem por asumir ahora -tras la promoción a municipio de una antigua comunidad peregrina, ajena, por tnato, al Derecho Romano- las magistraturas propias del ordenamiento romano (otro ejemplo extraordinario en AE, 1987, 616j de Capera, con individuo que fue primero magistrado indígena y después IIuir latino en el municipio flavio de Capera, en Lusitania). Todo ello, qué duda cabe, vino a potenciar, también, uno de los rasgos básicos de la vida municipal romana: la endogamia familiar y el monopolio de la acción política por unas pocas familias. Por debajo de colonias y municipios, y en el ámbito de la dependencia respecto de Roma se ubicaban otras realidades como las ciuitates liberae et inmunes y las ciuitates foederatae (“ciudades libres e inmunes” y “ciudades federadas”) y las ciuitates stipendiariae ("ciudades estipendiarias o tributarias"). Las dos primeras dependían de un acuerdo con Roma que les garantizaba cierto grado de autonomía a cambio de su cooperación –del tipo que fuera, normalmente en procesos de integración militar– con Roma y las últimas estaban sometidas a la administración, supervisión y gestión por parte de Roma y, además, al pago de un tributo. Un vistazo, por ejemplo, a cualquiera de las descripciones que hace Plinio sobre los conuentus hispanos (ver aquí) permite comprobar cómo funcionaban estas categorías en los cuadros de administración romanos [4]. La evidencia epigráfica permite, además, constatar que en dependencia de las estructuras cívicas existían otras formas de organización quasi-urbana sobre las que, por ejemplo, nos han proporcionado muchísima información dos de las más singulares inscripciones aparecidas en los últimos años –el Edicto de Augusto procedente de El Bierzo (AE, 2000, 760, con estudio y foto disponible en la red a través de las webs de la Universidad Complutense y del EDH-Heidelberg, ésta última con toda la bibliografía vertida sobre él) o el denominado “Bronce de Agón” (AE, 1993, 1043, con foto y parte del texto también en red, además de un resumen sobre su contenido confeccionado por el Ayuntamiento de Mallén y bien documentado)–: los castella –a modo de establecimientos para el control fronterizo pero con cierta entidad urbana– y los pagi –pequeños distritos rurales del territorium de las ciudades, con una cierta autonomía y cargos de representación propia, los magistri pagi–. [5].
Precisamente, ha sido un amplio elenco de inscripciones jurídicas –por tanto sobre bronce– hispanas (queda por resolver si también se grabaron así en otras partes del Imperio pues sin duda existieron documentos semejantes [6]) encabezadas por las leges Irnitana e Vrsonensis (AE, 1984, 454 -con foto y comentario breve en la red- y CIL, II2/5, 1022, con fotos de todas las tablas) así como otro igualmente amplísimo lote de inscripciones honoríficas que recogen la carrera política (el cursus honorum, literalmente "carrera de las magistraturas") de los magistrados municipales [7] e ilustran los hábitos de auto-representación que caracterizaron la política municipal romana [8] los que han permitido constatar que cualquier comunidad privilegiada hacía gravitar su gestión sobre dos grandes pilares, la curia o Senado local (curia/senatus en la epigrafía, aunque normalmente aludida por el grupo social que la integraba, los decuriones) y los magistrados (magistratus, normalmente, aunque, en general, especificados en sus distintas denominaciones particulares, alusivas a los encargos y atribuciones que acompañaban al cargo). Entre los segundos, constituían la magistratura suprema los IIuiri, un colegio de dos miembros –a imitación de los cónsules romanos– encargados de representar públicamente a la comunidad –de ahí, por ejemplo, que sean ellos, en Hispania, los receptores de las epistulae imperiales -es decir emitidas por Vespasiano y Tito respectivamente- de Sabora o de Munigua (CIL, II, 1243 y AE, 1972, 257 -con foto-) o los que aparezcan citados en las acuñaciones monetales locales anteriores a Claudio–, con postestad judicial (la denominada iurisdictio, que también compartían, en parte, con los aediles) y que presidían y convocaban las asambleas cívicas tanto las del senado local –ya citado y reservado a exmagistrados, individuos incorporados por nombramiento (adlectio) honorífica (RIT, 172, de Tarraco, por ejemplo) y personajes ilustres incorporados como patroni (“benefactores)”– como los comitia populares que, cada año, renovaban a los magistrados y convertían las ciudades en un auténtico escenario de candidatorum programmata, de “propuestas electorales” en las que el pueblo, a partir de sus colectivos, tomaba partido por unos u otros candidatos, tal como nos ha documentado la información electoral –extraordinaria, ver foto con la clásica fórmula de petición del voto aedil(em) d(ignum) r(ei publicae) o(ro) u(os) f(aciatis), en el extremo derecho de la imagen: "os ruego lo consideréis un edil digno de esta comunidad"– de las calles pompeyanas [9]. Los IIuiri, cuando aparecían con el rango de quinquennales (RIT, 23, nuevamente de Tarraco), eran además, responsables de elaborar el censo de la comunidad cada cinco años, un documento que servía para conocer las propiedades de los habitantes –que se repartían entre individuos con origo local, los ciues (“ciudadanos”) y foránea, los incolae (“vecinos”) contando sólo los primeros con derechos políticos habituales– y de ese modo, por el carácter casi censitario de la política romana, saber quién podía estar en condiciones, cada año, de presentarse a las elecciones pues, en definitiva, la dignitas política no era sólo en Roma una cuestión de moral sino, sobre todo, de economía, de recursos. Otra tarea importante en la administración cívica –y más en comunidades sometidas a los vaivenes propios de regímenes económicos de base agraria– era la denominada cura urbis, es decir, la gestión, garantía y supervisión del abastecimiento de grano y agua a la ciudad, del funcionamiento de las cuadrillas policiales y de bomberos (uigiles), del cobro de las multas, y, por tanto, de un sinfín de asuntos que podríamos llamar "de ordinaria administración". Esas funciones estaban asignadas a los aediles, segundo escalón en los honores –pues como tales eran considerados y denominados– que conformaban –grosso modo y para los hombres libres pues los libertos y esclavos, sobre todo los que eran propiedad de la comunidad podían vivir como apparitores o “subalternos” al servicio de algunos de estos magistrados– la carrera política municipal. Casi no como un honos sino como una auténtica carga o munus –término que, en cualquier caso, también aludía en origen a las responsabilidades que se esperaban de cada magistrado– figuraba la quaestura, el cargo que se responsabilizaba de la supervisión de la pecunia communis municipum, algo así como el “tesoro común municipal”, las finanzas, por tanto, municipales. Pero si omnipresente era, por su importancia y carácter cotidiano, el papel de IIuiri o de aediles en la vida política municipal, más peso aun tenía el de los decuriones. Dotados de una serie de ostentosas prerrogativas públicas que –como los Senadores de Roma– eran reflejo de su estatus social (asientos de honor en los espectáculos, una toga diferente, mayor ración en los banquetes y repartos públicos…), los decuriones eran los auténticos factotum de la vida municipal: resolvían sobre arrendamientos, autorizaban homenajes (ver este ejemplo de Segobriga), controlaban obras públicas (CIL, II, 3426, nuevamente de Segobriga), gestionaban el suelo municipal… y, sobre todo, constituían el mejor eslabón para –por la experiencia que atesoraban– avanzar en la carrera política hacia puestos que, desde luego, superaban el ámbito municipal y se encaminaban hacia las clases de caballeros o de senadores algo que, desde luego, ya excede el comentario de esta entrada
Bibliografía: [1] Sobre los conuentus, es ya inexcusable el trabajo de OZCÁRIZ, P.: Los conventus de la Hispania Citerior, Madrid, 2006, autor que tiene, además, otras publicaciones sobre la cuestión (ver aquí) y que, entre sus muchos haberes, atesora el importante de haber promovido –con notable éxito– las Jornadas sobre la Administración Provincial que se han celebrado en estos días en la Universidad Rey Juan Carlos. [2] Un volumen ya de referencia centrado en este binomio –y cuyas contribuciones recogen toda la bibliografía sobre el asunto– es el de RODRÍGUEZ NEILA, J. F., y E. MELCHOR. (eds.): Poder Central y Autonomía Municipal. La proyección pública de las elites romanas de Occidente, Córdoba, 2006. Sus autores, además, se cuentan entre los más prolíficos en lengua castellana sobre la cuestión (desde aquí puedes acceder a algunas de las publicaciones del Prof. Rodríguez Neila y del Prof. Melchor). [3] GARCÍA FERNÁNDEZ, E.: El municipio latino. Origen y desarrollo constitucional, Madrid, 2001 (desde aquí puedes descargar su capítulo referido al concepto de municipio en el que se analizan los textos de Festo –Fest. 117 L– y de Gayo –Gai., Inst. 1, 95, este último sobre el derecho Latino que inspiró a una de las variantes del estatuto municipal romano–) prácticamente la única monografía en castellano sobre el tema hasta la fecha, por eso –y por su rigor– de obligada consulta, y también el ya tradicional trabajo de RODRÍGUEZ NEILA, J. F.: “A propósito de la noción de municipio en el mundo romano”, Hispania Antiqua, 6, 1976, pp. 147-176. [4] Para el estudio de esta tipología y, desde luego, para un primer acercamiento a cualquiera de las cuestiones aquí planteadas siguen siendo inexcusables, en castellano, los trabajos de ABASCAL, J. M., y ESPINOSA, U.: La ciudad hispano-romana. Privilegio y poder, Logroño, 1989 y de MARÍN, Mª A.: Emigración, colonización y municipalización en la Hispania republicana, Granada, 1989. [5] Una vez más, se recomienda la consulta de las voces sobre la cuestión recogidas en ROLDÁN, J. M. (dir.): Diccionario Akal de la Antigüedad hispana, Madrid, 2006. [6] Además de la accesible síntesis de CABALLOS, A.: “Las fuentes del Derecho. La epigrafía en bronce”, en En el año de Trajano. Hispania, el Legado de Roma, Zaragoza, 1999, pp. 181-195, puede resultar útil el inventario y las reflexiones propuestas por BELTRÁN LLORIS, F.: “Inscripciones sobre bronce, ¿un rasgo característico de la cultura epigráfica de las ciudades hispanas?”, en XI Congresso Internazionale di Epigrafia Greca e Latina (Roma, 1997), Roma, 1999, pp. 21-37 (que puedes descargar desde aquí) así como, con carácter de valoración, nuestra contribución al Manual de Epigrafía Latina de Liceus E-Excellence, disponible en red pero, pronto, también, en papel como primer volumen de una prometedora serie de manuales universitarios promovidos por Liceus. [7] Sobre el cursus honorum, sin duda la mejor síntesis en castellano nos parece la propuesta por Eva Tobalina en el seno de la página ya citada de Epigrafía Latina de Liceus E-Excellence y que irá acompañada de excelentes apéndices cuando la obra se edite en papel (consultar aquí). [8] Una buena valoración sobre el papel de las estatuas en el código auto-representativo propio de la elite romana y que, al final, constituía un auténtico reflejo del calado público de la vida política romana se encuentra en el trabajo de STYLOW, A. U.: “Las estatuas honoríficas como medio de auto-representación de las elites locales de Hispania”, en NAVARRO, M., y DEMOUGIN, S. (eds.): Élites Hispaniques, Burdeos, 2001, pp. 141-156, también a nuestro alcance en la red (pincha aquí) y también en el vídeo-entrevista a Géza Alföldy que, sobre la cultura epigráfica latina, ofrece Cervantes Virtual (puedes verlo desde este enlace). [9] Sobre el espíritu de las petitiones –“campañas electorales”– en Roma, un aficionado a la Antigüedad Clásica debe leer, necesariamente, el excelente y muy sugerente Commentariolum petitionis, el “manualito” del candidato escrito por Quinto Cicerón, el hermano del célebre pensador romano y del que, además, existe una traducción y comentario excelente en castellano: DUPLÁ, A., FATÁS, G., y PINA, F. (trad.): Commentariolum petitionis (el manual del candidato, de Q. Cicerón), Bilbao, 1990. El proceso de estas petitiones es especialmente bien conocido: primero se abría el turno de presentación de candidaturas -que siempre, para que se celebrara legalmente la consulta pública, debía ser igual al número de puestos vacantes-, después, una vez que se cumplía dicho requisito, los IIuiri que presidían la asamblea proclamaban las candidaturas (la denominada professio nominum) y, a partir de ahí, se abrían varios meses de intensa campaña electoral en la que el atraerse al pueblo y el derrochar generosidad entre los conciudadanos -el denominado evergetismo- se convirtió en práctica fundamental. Tras la votación, normalmente, per tabellam (en urnas debidamente custodiadas antes y después de las elecciones, como ilustra este conocido denario republicano: ver foto) se procedía a la proclamación de candidatos, a su juramento y, por último, a su toma de posesión en el año siguiente. Poco hemos, pues, cambiado también en esto.