DIGESTA VETVSTAS

[Detalle de un mosaico del Museo del Bardo, en Túnez, que representa a Virgilio junto a Clío. Montaje: © Pablo Serrano]

"La Historia sirve para muchas cosas. Más sin duda de las que hemos enumerado aquí. Pero sirve, sobre todo, no olvidemos, para conocer mejor el hombre, y por consiguiente para conocernos -y formarnos- mejor a nosotros mismos: individual y colectivamente. El historiador, por razón de su profesión, podrá encontrar muchos empleos en la vida, empleos, todo hay que decirlo, más bonitos y sugestivos que excelentemente remunerados, sin que eso quiera decir que haya que pasar apuros económicos. Si ha cursado una buena carrera, tarde o temprano encontrará una colocación decorosa, o más que decorosa. Pero la satisfacción de luchar, con honestidad e ilusión, por conocer la verdad y el sentido de la aventura del hombre, es la mejor compensación, y por tanto la mejor 'salida' que existe en la profesión de historiador" 

Eran los últimos años ochenta cuando, en las manos de quien escribe este blog, cayó el librito Guía de los estudios universitarios. Historia (Eunsa, Pamplona, 1977) que cerraba (p. 347) con la cita que abre esta entrada y que firmaba José Luis Comellas, Catedrático de Historia Contemporánea, que, tras un breve paso por la Universidad de Navarra debía ya profesar entonces en la Universidad de Sevilla. La cita resultó, seguramente decisiva en nuestra vocación como historiadores que, como hemos comentado en otras ocasiones, se despertó en una visita al monumento funerario romano de los Atilios, en Sádaba, no lejos de la ciudad romana de Los Bañales de Uncastillo y, acaso, se consolidó con la lectura de ese práctico tratado.

Es por eso que hace algunas semanas, resultó especialmente grato recibir una invitación, cursada por los jóvenes profesores de la Universidad de Salamanca, Enrique Paredes y Sara Casamayor, para, en el marco del Máster en Estudios Avanzados e Investigación en Historia que imparte su Facultad de Geografía e Historia dictar una sesión, la de clausura de la asignatura "Métodos y tendencias historiográficas en Historia Antigua", que mostrase a los estudiantes de qué modo se ejerce la profesión de historiador de la Antigüedad en el siglo XXI, con qué herramientas, y, sobre todo, ante qué retos. Aunque la sesión se anunció con el título "Nuevas tecnologías y divulgación del mundo antiguo" la impartimos con otro quizás más simple titulado "Ser historiador de la Antigüedad en el siglo XXI". Se trató de una charla que, por espacio de un par de horas, reflexionó -en su primera parte- sobre si valía la pena -y por qué- dedicar la vida a la Antigüedad y -en la segunda- mostró la labor de investigación pero, también, de transferencia y de acercamiento de las Ciencias de la Antigüedad a la sociedad que desarrollamos a través de Oppida Imperii Romani, a través del proyecto de Los Bañales y, más recientemente, del proyecto Valete uos uiatores, que tanto ha centrado la atención de este espacio en los dos últimos años. La charla tuvo lugar en la tarde del 23 de noviembre y se transcribe aquí debidamente editada, como ya hiciéramos en la primera entrada de este mes con la tertulia que, sobre pervivencia de los clásicos en el mundo actual, impartimos en el Colegio Mayor Belagua, de la Universidad de Navarra. El título de la entrada está tomado del modo cómo Estacio, en sus Tebaidas (10, 630-631), califica a Clío, Musa de la Historia, de la que se dice es responsable de la custodia y recuerdo de las acciones del pasado.

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Hace apenas un año se cumplieron veinte de la defensa de nuestra tesis de doctorado en la Universidad de Zaragoza [1], momento que suele marcar el inicio de la carrera de cualquier investigador. Es por eso que acogimos de muy buen grado la invitación que la Universidad de Salamanca, a través de dos de sus jóvenes y prometedores docentes, nos hizo de dictar una sesión en torno a “Ser historiador de la Antigüedad en el siglo XXI” dirigida, fundamentalmente, a estudiantes de Máster que, por tanto, se preparan para completar su formación y para, si ello les seduce, iniciar una carrera investigadora que, en este país, debe ir necesariamente unida a la academia, a la Universidad. Nos pareció una buena oportunidad para, además, reflexionar sobre el quehacer docente y el quehacer investigador -universitario, por tanto- en la actualidad, y sobre los retos a los que, socialmente, debe enfrentarse quien se dedica al estudio de la Antigüedad, bien desde la óptica de la Historia Antigua, o bien desde cualquiera de las disciplinas, que forman parte de las tradicionalmente denominadas Ciencias de la Antigüedad concepto que, acaso, convendrá aclarar seguidamente.

Estas reflexiones, por tanto, pretenden responder a una cuestión muy amplia en matices y respuestas, pero concreta en su formulación: ¿realmente, vale la pena dedicar la vida a la investigación en Antigüedad? Desde luego, a la vista de los años, nosotros responderíamos que sí. Pero ese "sí" sólo puede ser compartido si quien se hace la pregunta siente verdadera pasión por el conocimiento y, en este caso, por el conocimiento histórico y cultural del mundo antiguo. Es innegable que si la pasión mueve cualquier dedicación profesional deberá mover también la dedicación profesional a la investigación y a la docencia en el ámbito que sea, pero, por supuesto, también cuando el objeto de esa labor sea el mundo clásico. Cierto que el mundo clásico, nos parece, hace más fácil ese "sí" por su razones que pronto se detallarán.

Por tanto, la primera herramienta para ser historiador de la Antigüedad en el siglo XXI es el amor por la Antigüedad, la pasión por el saber y por el objeto de nuestro saber. Esa pasión puede ser, específicamente, una “pasión por la Historia Antigua”, como dice un recomendable libro recientemente editado por Urgoiti Ediciones -Pasión por la Historia Antigua, de Gibbon a nuestros días [2]- y que traza un recorrido por los grandes padres de la historiografía sobre Antigüedad desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX hasta hoy, o una pasión más abierta, más transversal que incluya no sólo la Historia Antigua sino toda la cultura clásica. En ese caso, se tratará, pues, de un amor por eso que, en un libro aún más reciente e igualmente recomendable, el profesor D. Hernández de la Fuente, ha llamado -retomando la vieja y tradicional de nominación alemana- las ciencias o la ciencia de la Antigüedad [3], concepto oportuno en tanto que pretende romper esa excesiva parcelación que, en nuestro país, y sobre todo en el mundo académico, ha habido entre la Epigrafía, la Numismática, la Historia Antigua, la Arqueología, la Filología Clásica o el Derecho Romano y que, sin embargo, no existe, por ejemplo, en las Classics del mundo anglosajón o las Altertumwissenschaften del ámbito alemán en las que los estudiantes se forman, precisamente, en la interrelación entre todas esas disciplinas y en la capacidad que éstas, y las fuentes con que trabajan, tienen de iluminar nuestro pasado clásico. La pasión -que nace de una sólida vocación- resulta, pues, fundamental para nuestra dedicación investigadora que, necesariamente, sobre todo en algunos temas y asuntos, habrá de ser necesariamente transversal. Eso puede añadir todavía más atractivo a nuestra labor como estudiosos de la Antigüedad que debemos reivindicarla como verdadera y holística dedicación -orgánica e integrada- a las ciencias de la Antigüedad.

Si respecto de la cuestión que nos ocupa hiciéramos un diagrama de decisiones, razonaríamos del siguiente modo. Si vale la pena dedicarse a la Antigüedad y, además, tenemos pasión por ella, podemos seguir avanzando en el cuadro. Conviene, entonces, saber, cómo debemos dedicarnos a estas disciplinas que tienen como objeto la investigación y el estudio del más remoto pasado del hombre. Y aquí, creemos que es bueno, volver a varias afirmaciones de conocidos historiadores de la Antigüedad que han reflexionado sobre la metodología de investigación en Historia Antigua. Quizá, una de las reflexiones más conocidas haya sido la que el profesor de la Universidad de Heidelberg Géza Alföldy, publicó en el primer número de la revista española Gerión, en los años 80. En ella, que año a año leen todos nuestros alumnos de “Mundo Clásico” en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, el profesor húngaro recomendaba que quien quiera dedicarse a la investigación sobre Antigüedad deberá hacer acopio de fuentes, como primer reto, desarrollar sobre ellas una investigación lo más sólida posible y concebir, a partir de esa investigación cuál es su propia concepción de la Historia, entendiéndola además como una disciplina útil, que debe contribuir a generar conocimiento y probablemente, también, a mejorar la sociedad [4]. Ésta es, por tanto, la rutina del historiador de la Antigüedad. Lo era en los años ochenta del siglo XX y podemos decir que lo sigue siendo hoy, avanzado el siglo XXI. En charlas informales sobre la carrera académica, parafraseando lo que escuché a una buena antigua alumna de nuestra Facultad, hoy investigadora postdoctoral, solemos recomendar que para dedicarse a la carrera investigadora hay un indicador infalible: al estudiante le tiene que gustar más estudiar que salir de cervezas. Está claro que ambas cosas se pueden compatibilizar y que cualquier intelectual no ha de rehuir nunca un café o una cerveza con otro intelectual o con cualquier amigo, pero eso sin descuidar esa rutina hermenéutica, crítica y de utilidad y servicio social que es parte fundamental de la labor del historiador, del que se dedica a la Antigüedad pero también del que pone el foco en cualquier otro momento de nuestro pasado.

Siguiendo con este singular desfile de referentes inspiradores, otro importante investigador de finales del XIX, muy especializado en cuestiones relacionadas con la ciudad en el mundo antiguo, Numa D. Fustel de Coulanges, también recordaba, y es un elemento que está muy presente en la dedicación actual a las ciencias de la Antigüedad, que hay un reto que tenemos por delante los historiadores: el de la transversalidad, el de la transdisciplinariedad [5]. A día de hoy la investigación en Antigüedad es atractiva porque necesariamente es transversal. Un historiador de la Antigüedad es, en cierto modo, un poco epigrafista, un poco arqueólogo, un poco romanista y es, además, filólogo. Es decir, quien se dedica a la Historia Antigua está, habrá de estar, siempre en contacto con otras disciplinas de las que tendrá que ser al menos conocedor de sus herramientas y de lo que nos pueden aportar para el estudio de un asunto concreto del marco de nuestra preocupación por la Antigüedad.

Pero, a nuestro juicio, al margen de lo hasta aquí dicho -que nos aporta, también, algunas destrezas y competencias que exigirá nuestra rutina como historiadores- vale, también, la pena el dedicar la vida al estudio del mundo antiguo por el atractivo que tiene la perennidad de los protagonistas de ese mundo antiguo, de los autores a los que les hemos dado la etiqueta subjetiva, pero etiqueta en cualquier caso, de “clásicos”. Al final dedicarse a la Antigüedad resulta muy reconfortante porque uno se enfrenta a las primeras veces en que el hombre se preguntó por realidades que siguen marcando nuestro día a día y que son constructoras de humanidad [6]. Quien se haya enamorado alguna vez, seguro que se reconoce verso a verso en la descripción que hace Catulo del enamoramiento en su célebre Carmen 31, en realidad una traducción de un conocido y citadísimo poema de Safo de Lesbos bastante anterior [7]. Leer ambos textos nos descubre que esos síntomas del amor siguen siendo los mismos hoy que en el siglo VI a. C. en Lesbos o en el I a. C. en Roma. Todas esas respuestas que el mundo clásico ha dado a temas de interés hacen atractivo dedicar nuestro estudio a enfrentarnos a esas primeras respuestas, a esas primeras veces, al estreno, en realidad, de la cultura occidental. Estreno lógicamente, no sólo sobre el amor, por más que éste sea el más universal de los sentimientos. Últimamente, por ejemplo, se ha convertido en todo un referente el pensamiento de Marco Aurelio. Ediciones de las Meditaciones de Marco Aurelio se están vendiendo como nunca en esta especie de auge postmoderno del estoicismo para el que el emperador filósofo se pone siempre como ejemplo y como paradigma, también, del buen gobierno [8]. Es verdad que estos días atrás la Catedrática de Cambridge Mary Beard, a la que todo el mundo obviamente sigue y lee porque comunica muy bien y escribe mejor, se horrorizaba de que Marco Aurelio fuera tan leído dado su carácter de brutal conquistador. A este respecto, y esa es también la grandeza de los clásicos grecolatinos, conviene recordar que una cosa es lo que el hombre haya podido hacer y otra cosa el legado que viaje en sus escritos, en su pensamiento que, en el caso de Marco Aurelio, resulta, además, totalmente inspirador. En este contexto nuestro de una sociedad atormentada, resulta bastante reconfortante enfrentarse con aquél conocido epigrama de Marcial que, desde una óptica también estoica, define cómo conseguir la felicidad a partir, sencillamente, de “querer ser lo que se es y no preferir nada ni temer ni anhelar el último día” [9]. Leyendo tanto el carmen de Catulo como el texto de Marcial, uno reconoce, de verdad, ese gran poder formador de cultura que tuvieron los clásicos unos clásicos que han de ser el centro de nuestra dedicación como historiadores de la Antigüedad.

Recapitulando, por tanto, dedicarse a la Antigüedad vale la pena si hay pasión y si uno se siente atraído por esa vida intelectual de hacer acopio de fuentes, de interpretarlas y de servir a la sociedad. Y, como se ha dicho, vale la pena también porque uno va a dedicar lo mejor de su atención, de sus desvelos, de su trabajo como estudioso, a los primeros momentos en que el hombre reflexionó sobre los grandes problemas que todavía hoy siguen vigentes, sobre los que seguimos discutiendo y sobre los que, de hecho, siempre volvemos a mirar a los antiguos.

Pero, a nuestro juicio hay también otra razón que hace especialmente recomendable hoy en día dedicarse a la Antigüedad. Y es que -aunque, quizá, nunca ha sido fácil- todos esos clásicos, están hoy, inequívocamente, en peligro. Sabido es que, en España, la nueva ley de educación, cancela en cierta medida parte del legado clásico y lo relega a unos cursos algo precoces -sobre todo en la Educación Secundaria, separando esos contenidos del Bachillerato- en los que, quizás, el estudiante carece todavía de madurez suficiente para ponderar el valor de esos contenidos, de ese legado que nos ha conformado como cultura en Occidente y, en particular, en Europa. Pronto, en las aulas universitarias nos vamos a encontrar con que nuestros estudiantes no sabrán, probablemente, quiénes fueron Augusto, Pericles o Rómulo. Aunque nunca ha sido fácil la defensa de los clásicos -no en vano Irene Vallejo ha dicho, con acierto, que estos son auténticos “supervivientes” [10]- creemos que también esa lucha en defensa con pasión de los autores clásicos y de su legado justifique que nos dediquemos a ellos con entusiasmo y generosidad esforzándonos por reivindicarlos como elementos inspiradores e, incluso, útiles en nuestro tiempo.

Respecto de esa indiscutible utilidad de los clásicos, el británico Neville Moorley, de la Universidad de Exeter, que tiene un librito titulado ¿Por qué importa el mundo clásico? [11], dice que el estudioso de la Antigüedad “tiene que conocer la Antigüedad, tiene que ser capaz de compararla con otros periodos históricos para ver en qué medida ha configurado, para bien y para mal, nuestro presente y para de esa enseñanza de los clásicos extraer enseñanzas a su vez de inspiración positiva de cara al futuro”. Nos parece ésta una frase bastante acertada para mostrar cuál es el presente profesional del historiador de la Antigüedad en el siglo XXI y, también, para recordar los retos profesionales, y sociales, a los que habremos de enfrentarnos.

Pero es que, además, esa dedicación a los clásicos, cuenta, también, con una relativa oportunidad que nos lleva, es cierto, a una relativa paradoja. Hemos dicho que los clásicos están amenazados, al menos desde un punto de vista normativo y curricular en la educación en nuestro país, pero quizá nunca en España esos mismos clásicos habrán sido tan consumidos como producto de masas, de cultura de masas como lo son en la actualidad. Los clásicos están absolutamente de moda, Irene Vallejo, Mary Beard, Santiago Posteguillo, Néstor Marqués, Emilio del Río… Las librerías están llenas de ensayos, de novelas o de escritos de divulgación atravesados por la herencia del mundo clásico [12]. Ahí se nos abre, de hecho, un reto muy interesante: demostrar cómo el interés mediático de la Antigüedad clásica tiene que corresponderse también con el papel de estos proceso de aprendizaje y de formación y maduración de nuestros alumnos y, por tanto, en el papel que conceda el sistema educativo a las humanidades clásicas, sin restar valor, ni censurar, ese aprendizaje no formal, que supone leer a Santiago Posteguillo o escuchar semanalmente el programa Verba volant de Emilio del Río en Radio Nacional. Labores como las que desarrollan estos profesionales -y que, de hecho, resultan inspiradoras en tanto que abren un campo, el de la divulgación de alto nivel y con rigor, aun por explorar como salida profesional para el estudioso de la Antigüedad- pueden complementar nuestro quehacer docente e, incluso, facilitarlo y prepararlo en una simbiosis que, sin duda, nos enriquece a todos como sociedad y que es una indiscutible oportunidad propia del tiempo que vivimos.

Es evidente que todo lo dicho hasta aquí puede sonar propio de una persona apasionada que disfruta con lo que hace y que volvería a dedicar su vida a la carrera académica. Pero pese a esa pasión, que todo lo facilita, es evidente que el mundo académico es proceloso y, muchas veces, ingrato. Nunca fácil. Al margen de celotipias y envidias -que las hay en todas las profesiones pero que parecen concentrarse en los pasillos de nuestras instituciones universitarias- es evidente que hoy, para el historiador de la Antigüedad, el mejor ámbito en que puede desarrollar su labor es en el ámbito universitario. Y obviamente la Universidad que vivimos hoy no es la Universidad que vivieron nuestros maestros, pues ésta se ha transformado totalmente y es, de hecho, casi irreconocible. Antiguamente un profesor universitario era, esencialmente, docente e investigador. Hoy en día tiene que ser docente, investigador, gestor y divulgador. Tiene, por tanto, que hacer docencia, investigación, gestión y transferencia y en cierta medida tiene que estar habituado a manejar esos cuatro registros, aunque, obviamente, no todos de la misma manera porque es imposible encontrar un perfil de alguien que sea excelente en la enseñanza, excelente en la investigación, excelente en la transferencia y excelente en la gestión. Con todo, el historiador de la Antigüedad del siglo XXI que quiera dedicarse a la Universidad -aunque, obviamente, existen otras apasionantes y sugerentes salidas profesionales, como antes se dijo- tiene que saber manejarse, al menos en las dos primeras, que son consustanciales al quehacer académico y científico y, cuando menos, desenvolverse en las otras dos, en la gestión y en la transferencia. Todo ello en un sistema, el universitario, demasiado exigente y altamente competitivo casi desde los inicios de la investigación predoctoral en la que, para poder optar a una beca de investigación, se piden una serie de méritos absolutamente desmedidos para un recién graduado. Se hace especialmente oportuno recordar lo que José Luis Comellas recordaba hace años en un opúsculo dirigido a jóvenes estudiantes de Historia: es necesario prepararse bien y cursar con empeño los estudios, la carrera [13]. Luego, ya en la carrera académica, seguramente, el mayor reto será el de la perseverancia y la resistencia que no es nunca tarea fácil, pero que, creemos, se hace más llevadera por el atractivo intrínseco del mundo clásico, ya hasta aquí glosado. 

Lo exigente suele ser lo que más vale la pena y en este caso como hemos dicho al principio, vale la pena dedicarse a la investigación en Antigüedad, pese a que haya que pagar el peaje de las exigencias de la carrera académica y de la actividad profesional en la Universidad que, lógicamente -y como sucede en todas las profesiones- tiene cosas que nos encanta hacer y cosas que no nos gusta tanto hacer o que nos resultan más costosas. Pero, incluso en ellas, podemos encontrar el atractivo del servicio que, en nuestra dedicación al mundo antiguo, prestamos a la sociedad sintiéndonos, además, preservadores y continuadores de uno de los más maravillosos legados culturales de nuestro pasado, labores ambas que son fundamentales en el ejercicio de nuestra profesión de historiadores.

NOTA.- [1] ANDREU, J., Edictum, municipium y lex: motivaciones, formas jurídicas y consecuencias de la extensión del ius Latii y la municipalización de Hispania por los Flavios (69-96 d. C.), Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2022, efeméride que conmemorábamos no hace mucho, en relación con la Universidad de Salamanca, de  hecho, en la entrada "Hispania Flauia" de este blog [2] DUPLÁ, A., NÚÑEZ, Ch., y REYMOND, G. (eds.), Pasión por la Historia Antigua. De Gibbon a nuestros días, Urgoiti Ediciones, Pamplona, 2021, con recomendable reseña en Veleia, 40, 2023 [3] HERNÁNDEZ DE LA FUENTE, D., Prolegómenos a una ciencia de la Antigüedad, Editorial Síntesis, Madrid, 2023, con reseña en Cuadernos de Arqueología de la Universidad de Navarra, 32, 2024 [4] ALFÖLDY, G., "La Historia Antigua y la investigación del fenómeno histórico", Gerión, 1, 1984, pp. 39-62, pp. 60-61  [5] FUSTEL DE COULANGES, N., citado en HARTOG, F., Le XIXe siècle et l'histoire. Le cas de Fustel de Coulganes, París, 1998, pp. 363-364  [6] A este respecto dedicamos una entrada, que resulta una de nuestras favoritas de Oppida Imperii Romani, a la que remitimos: "Flexamina oratio" [7] Cat. Carm. 31, con traducción disponible aquí [8] SHA. Vit. M. Aur. 17 (13), 4-5, asunto que fue objeto de atención de Oppida Imperii Romani en las entradas con la etiqueta "Covid-19" y, también, sobre el que nos detuvimos en un artículo hace más de dos décadas [9] Mart. Epig. 10, 47, del que puede leerse una traducción aquí [10] Para ésta y otras acertadas valoraciones sobre la herencia clásica en VALLEJO, I., El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, Siruela, Madrid, 2021, debe verse la entrada "Omnes libellos", una de las más visitadas de este espacio [11] MORLEY, N., El mundo clásico: ¿por qué importa?, Alianza Editorial, Madrid, 2019, pp. 50-51 sobre el que realizamos una valoración hace algún tiempo en este mismo blog [12] Este asunto fue ya objeto de análisis en la entrada "Rerum gestarum memoria" de Oppida Imperii Romani a cuyas reflexiones remitimos [13] COMELLAS, J. L., Guía de los estudios universitarios. Historia, EUNSA, Pamplona, 1977, p. 347. 




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